Amo a Sofía cuando hace estas escenas, llorando con una elegancia que yo nunca podría igualar y que a este hombrecillo vulgar le recuerda su condición de semianalfabeto acomplejado. Usted puede entrar sin problemas, usted es ciudadana, pero el señor queda detenido, lo siento, dice el agente. ¡No es el señor, es mi marido, el papá de esta criaturita!, dice ella, tocándose la barriga. Puede ser, señora, pero igual queda detenido, afirma enfático el oficial, y luego me dice que lo acompañe, pese a las protestas de Sofía, a quien miro desesperado y alcanzo a decir llegando a la casa, llama a Peter y busquen un buen abogado que me saque de acá antes de que me manden de regreso a Lima. Sofía me manda un beso volado y dice: No te preocupes, baby, te voy a sacar cuanto antes de acá. Yo trato de ablandar al sujeto no ofreciéndole una retribución económica, que eso podría llevarme a la cárcel, pues no estamos en el Perú, sino apelando a su improbable corazón: No me haga esto, le juro que venimos de nuestra luna de miel, fue un error no leer con cuidado las restricciones del salvoconducto, pero le juro que no tuvimos ninguna mala intención de incumplir la ley, fue sólo un descuido, una distracción, pero somos gente decente y mi esposa está embaraza y me necesita, le ruego que me deje libre, no me haga esto, por favor, póngase en mi caso. El tipo, mudo, no me mira, ignora mis súplicas y me mete a un cuarto grande y algo pestilente, sin aire acondicionado o con el aire tan bajo que no se siente, lleno de turistas ilegales, y me dice que no me mueva hasta que otro oficial me llame. Luego se va, cerrando la puerta.
Me encuentro de pronto entre un grupo de morenos haitianos, desparramados por los asientos de plástico y en el piso, hablando a gritos en un idioma que no entiendo, comiendo cosas que huelen feo, babeando, dejando a sus niños correr, gritar y cagarse. Respiro aliviado cuando veo una máquina de bebidas gaseosas y otra de galletas, chocolates y papas fritas. Al menos no me voy a morir de hambre, pienso. Luego voy al baño, que es un asco, me echo agua en la cara, trato de no llorar, y me resigno a lo peor, a que en unas horas me suban a un avión de regreso a Lima, deportado por ilegal. Me imagino el titular de Expreso en portada, anunciando, ya no mi boda glamorosa, sino mi llegada a Lima en tan aciagas circunstancias: «Gabriel Barrios expulsado de EE. UU. por ilegal.» Tal vez mi madre pueda hablar con nuestro querido amigo Manu D’Ornellas, el director, y hacer un poco de damage control. Dios parece haberse ensañado conmigo, ¿y dónde irán a caer, sino en saco roto, todas las súplicas, los ruegos y las plegarias de mi madre, si es que sigue rezando por mí? Camino hasta las máquinas de comidas y bebidas, evitando las miradas de los haitianos, saco una bebida en lata y unas papas fritas, me siento en una esquina sobre esta alfombra inmunda que apuesto no han aspirado hace un mes y en la que seguramente han follado mil negros lujuriosos con igual número de negras ardientes, y, tras comer este paquete de grasa con cafeína, me tumbo en el suelo, cierro los ojos, me coloco mis tapones y mi antifaz, me abrazo bien a mi maletín para que no me lo vayan a robar si me quedo dormido, y espero el sueño.
Unas horas después, alguien me despierta. Milagrosamente, he dormido y no me han robado nada. A pesar del dolor de cabeza, me encuentro con la cara amable de un oficial que me conmina a incorporarme y a seguirlo. Me jodí, pienso. Me voy derecho a Lima, se acabó la vida de escritor itinerante y el sueño de hacerme ciudadano de este país en cinco años. Sígame, por favor, me pide el tipo, menos rudo que el que me detuvo. Salgo de ese cuarto horrendo, ahora todavía más hacinado de inmigrantes ilegales, y camino detrás de este agente que tiene un trasero que parecen dos y lo mueve al caminar como si fuera una batea. Los culos más grandes del mundo están sin duda en Estados Unidos de América y en el servicio de inmigración y aduanas en particular. Dios me ha castigado por querer abortar, por casarme ante la ley y no por la Iglesia, por no invitar a mis padres a la boda y por ser tan gay, pienso, tal vez porque mis padres me educaron a flagelarme así.
Tras caminar unos minutos que se hacen interminables, el tipo me hace pasar a sus oficinas, se acomoda tras un escritorio y me invita a sentarme frente a él. Luego examina mi pasaporte, mira la pantalla del ordenador y dice: Hemos revisado su caso y hemos verificado que usted se casó hace poco con una ciudadana norteamericana y que no tiene antecedentes policiales. -No en este país, pienso. El tipo prosigue-: Aunque usted excedió el tiempo permitido por su salvoconducto y ésa es una falta que podría ameritar que se le retire el permiso temporal de residencia y se lo devuelva a su país de origen, hemos considerado que esa sanción sería excesiva y que vamos a perdonarle la falta y a dejarlo entrar, más aún considerando que su esposa se encuentra en avanzado estado de embarazo. Dios lo bendiga, pienso, y digo: Muchas gracias, señor oficial. Le pido disculpas por incumplir mi salvoconducto y le prometo que esto no volverá a ocurrir. El tipo, que a lo mejor es gay, me mira con sospechosa simpatía y dice: Eso espero. Puede irse a casa. Suerte en su matrimonio. Yo le doy la mano y digo: Igualmente, lo mismo para usted, muchas gracias. Al retirarme pienso que he dicho una estupidez, que a lo mejor no está casado, pero estaba tan nervioso que no pensé en lo que decía.
Antes de tomar un taxi, llamo de un teléfono público a Sofía y le digo que voy en camino. ¿En camino adonde?, ¿a Lima?, pregunta, asustada. No, tontita, camino a abrazarte, ya me soltaron, digo. Media hora después, entro al departamento, la abrazo y siento que mi vida sin ella sería mucho más triste. Gringos de mierda, me han dado un susto de la gran puta, digo, y ella me dice: No hables así, que el bebito va a salir lisuriento. Luego prepara una cena deliciosa y esa noche duermo en su cama.
Tres veces por semana Sofía y yo vamos juntos al hospital de Georgetown University a tomar clases de respiración, preparándonos para el parto que se avecina. Nunca había necesitado una profesora de respiración, pensaba que podía hacerlo adecuadamente sin ayuda de nadie, pero mi profesora, la miss Milligan, me ha nombrado entrenador del parto de Sofía y trata de educarnos con mucha paciencia en las formas, técnicas y modalidades más convenientes de respirar cuando llegue el momento de dar a luz al bebé. Somos no más de diez parejas las que acudimos a sus clases, aunque a veces las mujeres vienen solas y la relación que se establece entre ellas es de absoluta cordialidad, si bien generalmente las gordas se hacen amigas entre sí y las más lindas se juntan entre ellas. Para mi pesar, ningún marido, novio o acompañante es atractivo. Así como a las mujeres embarazadas les enseñan en estas clases a dosificar el aire y echarlo en largas bocanadas o exhalaciones cortas y repetidas, a los gays y bisexuales también deberían adiestrarnos en respirar apropiadamente cuando nos meten una verga por el trasero, pero por desgracia no hay clases de respiración para sobrellevar mejor aquellos dolores que a veces resultan inevitables.
Yo dejé de respirar, me puse colorado y lloré cuando Sebastián me hizo el amor por primera vez. Según estoy aprendiendo ahora con la profesora Milligan, experta en las técnicas de respiración Lamaze, eso, ponerte tenso, es lo peor que puedes hacer cuando pasas por un trance semejante. Por eso estoy asistiendo a estas clases con mucho rigor y curiosidad. Echado al lado de Sofía en unas colchonetas sobre el piso de la cancha de básquet del hospital, veo a la profesora Milligan gritar ¡tomen mucho aire, aguántelo, bótenlo despacito!, y yo siento que Sebastián me la está metiendo y debo dosificar el aire sin echarme a llorar, y luego la profesora, que a lo mejor nunca ha parido, chilla orgullosa ¡ahora respiren rápido, uno, dos, tres, uno, dos tres, uno, dos tres!, y Sofía y yo, tumbados en las colchonetas, ambos en buzo, mirándonos con una media sonrisa, respiramos al ritmo frenético que nos marca la instructora y casi silbamos exhalando el aire de esa manera, uno, dos y tres, y yo pienso en Sebastián metiéndomela de esa forma machacona y repetida, uno, dos y tres, y que esta respiración habría sido muy útil para mitigar la natural aflicción o pesar que me producía esa penetración.
Читать дальше