Mis suspiros llevan tu nombre
C. Martínez Ubero
Primera edición en ebook: enero, 2020
Título Original: Mis suspiros llevan tu nombre
© C. Martínez Ubero
© Editorial Romantic Ediciones
www.romantic-ediciones.com
Diseño de portada: Olalla Pons - Oindiedesign
ISBN: 978-84-17474-59-1
Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright , en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.
Dedicado a quienes, en los momentos más oscuros,
me hicieron ver lo hermosa que es la luz
No me arrepentí ni un solo instante de la decisión que había tomado, por primera vez en mucho tiempo me sentía realmente bien. Recogí mi pelo, me coloqué la bata blanca, que llevaba con tanto orgullo, y salí al exterior de la pequeña casita donde ahora vivía y trabajaba.
El día era de nuevo precioso. Puse la mano sobre mis ojos, a forma de visera, y miré hacia las enormes montañas que rodeaban aquel inigualable paisaje africano. ¿Quién me iba a decir que iba a encontrar la felicidad tan lejos de todo y de todos?
Desde allí mismo podía escuchar las voces de los pequeños que se acercaban hasta la puerta de nuestra modesta consulta; ellos iban ataviados con sus sencillos uniformes del colegio. Llegaban entre juegos, amontonaban sus escasos libros a un lado del camino y nos deleitaban con sus cánticos. Mi compañera sacó unos caramelos y me pasó un buen puñado. Cada mañana nos visitaban para darnos los buenos días de esa forma tan especial y nosotros se lo agradecíamos con algunas chucherías. Al vernos, los pequeños acudieron corriendo hasta nosotras, me agaché para esperarlos con las manos llenas; en medio de sus bromas me empujaron, caí al suelo entre sus risas y las mías. Cuando se quitaron de encima, yo quedé tumbada en el suelo, sin poder dejar de reír.
Es verdad que a él no podría olvidarlo nunca, a ese hombre lo tendría marcado a fuego en mi piel por el resto de mis días, pero mi vida tenía ahora todo el significado que había estado buscando siempre y no me había hecho falta nadie para conseguirlo; lo había logrado todo, como siempre quise, por mí misma.
Es tan curiosa la vida, nada de lo que puedas planear, por muy bien hilvanado que tengas cada uno de tus movimientos, tiene porque salir como lo pensamos. El destino es caprichoso y cuando crees poder tenerlo todo controlado, va él y te lo desorganiza a su antojo. Hoy, montada en este avión de regreso a casa, echo la vista atrás y todo es tan irreal que más me parece una de esas historias rebuscadas de las novelas “venezolanas”, que tanto me gustaban, que algo que me haya podido pasar a mí realmente. El cansancio me vence, pero tengo tantas cosas en la cabeza, que no puedo dormir; cierro los ojos entre sollozos de nuevo, y es entonces cuando mi mente vuela hacia el pasado, hasta aquella mañana, en lo que todo comenzó:
¡Qué calor hacía ese día! Todas mis amigas en la playa y yo allí, metida en la parte trasera de la camioneta de mi padre, aguantando a mi hermano y a él hablando de fútbol otro lunes más. ¡A quién le contara que en pleno corazón de la Costa del Sol tenía ganas que empezase otra vez la universidad, no se lo creería! Recuerdo lo enfadada que me encontraba, ¡estábamos a punto de cumplir veintiún años (digo estábamos, porque mi hermano y yo somos mellizos), pero aun así mi padre se empeñaba en llevarnos de un lado a otro como a dos niños! Le había pedido un millón de veces que me dejase descansar unos días junto a mis amigas, pero no, otra vez aquel “bendito” verano tuvimos que volver a echarle una mano con los arreglos en los jardines de los “ricachones” de la zona. Bien era verdad que, desde la muerte de nuestra madre, cuando éramos aún bastante pequeños y siempre que no estuviésemos en clase, nos llevaba de un lado a otro, con la excusa ser “indispensable” nuestra ayuda. Más niños, eso nos hacía sentir importantes, pero ya mayores, nos dábamos perfecta cuenta que solo era una excusa para no dejarnos tanto tiempo solos en casa, al cuidado de cualquier vecina o buscándonos jaleo con nuestros amigos. Ahora sonrió al recordar todos esos momentos, y reconozco todo lo que mi padre se ha esforzado siempre por nosotros, supongo que no solo lo hacía por su estricto valor del deber, creo que su esfuerzo fue más encaminado a que echásemos lo menos posible a mi madre, de la cual yo no solo era portadora de su nombre, Isabel, aunque todos me conocían como Sisí, sino también de su color cobrizo de pelo. Aún ahora sigue siendo muy cariñoso, cercano y comprensivo. Debo reconocer que ha sido mucho trabajo para un hombre solo, cuidar y educar a un par de críos, y más tarde a unos adolescentes, “algo rebeldes”, pero su amor siempre lo compensó todo.
Menos mal que ese sería el último trabajo de aquél caluroso día. ¡En cuanto termine me voy con mis amigas! Pensaba yo una y otra vez, llevaba hasta el biquini debajo de la ropa y un par de sándwiches en la bolsa para salir corriendo.
Estaba absorta en mis pensamientos cuando me di cuenta que ya había llegamos al chalet de los Grajal. Mi padre atendía el mantenimiento de su jardín desde hacía años, tantos como yo recordaba, semana tras semana se había encargado siempre de todos sus arreglos.
En concreto, en ese precioso chalet no me importaba tanto prestar la ayuda que me solicitaba mi padre. Allí pasaban algunas temporadas estivales sus “fantásticos” dueños. Era una pequeña familia compuesta por solo tres miembros: el abuelo Grajal y sus dos nietos (lo de “fantásticos” iba exclusivamente por los nietos). Por lo visto, los padres de los muchachos habían fallecido en un accidente de tráfico hacía ya muchísimos años. Y su no tan “fantástico” abuelo iba porque era un tipo bastante estirado y hasta me daba la impresión que bastante clasicista.
Fran, el pequeño de los Grajal, era muy amigo de mi hermano, tenía nuestra misma edad. El muchacho se pasaba las mañanas bastante aburrido, allí solo; era un joven muy simpático y divertido, pero en la urbanización apenas conocía a nadie de su edad y solía salir solamente con mi hermano Raúl y sus amigos. Él también empezaba, como nosotros, el tercer año en la “uni”, concretamente, estudiaba administración de empresas, aunque a caballo entre Madrid y Los Ángeles, donde vivían por temporadas, mientras nosotros lo hacíamos en nuestra preciosa Málaga (por ese lado tenía poco que envidiarles). Yo soñaba con ser la mejor traumatóloga del mundo y mi hermano un afamado abogado, ¡qué lo lográsemos ya era otro cantar!
Nada más bajar de la “furgo” ya se podía escuchar a Alejandro Grajal, (o mejor dicho a “mi Alex”, que era como a mí me gustaba llamar al hermano mayor), “aporreando” su piano. Ni siquiera sabía si a él le haría gracia que le llamase de ese modo, porque desde que crecimos apenas tuvimos trato, pero así era como yo lo llamaba en mis ardientes sueños de veinteañera enamoradiza. (¡Qué daño hicieron las novelas eróticas a mis burbujeantes neuronas!). Pero volviendo al tema del hombre más interesante del mundo, recuero que él pasaba los días encerrado en su casa bajo la estrecha supervisión de su abuelo, practicando sus larguísimas sesiones al piano una y otra vez.
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