Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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El Huracán Lleva Tu Nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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Esa tarde camino por la Castellana con mi novela bajo el brazo, setecientas páginas impresas y anilladas en el Kinkos de la calle M de Georgetown, tan aterrado como orgulloso de que Vargas Llosa me haya leído -pobre, debe de odiarme- y se dé el tiempo de recibirme para decirme qué le pareció ese libelo gay que he perpetrado, convenientemente agazapado tras la ficción. Mario sale del ascensor angosto del Palace como el caballero espléndido que es, me da la mano con la amabilidad que siempre le he conocido y me lleva a los sillones del amplio vestíbulo, bajo esa cúpula de cristal que es una joya y no muy cerca del pianista, que tal vez debería tomarse un descanso. Lo interrumpe brevemente Octavio Paz, que lo saluda con aprecio y parece un hombre fatigado. Nada más sentarnos, Mario dice con esa pasión tan suya que ha leído la novela y le ha gustado, pero que hay cosas que podrían estar mejores y debería corregir, por ejemplo, el punto de vista del narrador, que a veces salta indebidamente, rompiendo la coherencia del relato, o la profusión de adjetivos, que habría que podar, o la extensión de la historia, algo desmesurada, o incluso la manera como he articulado los distintos capítulos. Yo lo escucho con mucha atención y tomo nota de sus observaciones, que son todas muy sensatas además de generosas, porque sospecho que recibe decenas, centenares de manuscritos de aspirantes a escritores que lo acosan sin cesar y lo flagelan pidiéndole que los lea, que les dé una opinión, que los ayude a abrirse paso en el espinoso mundo editorial.

Sin que yo se lo pida, y en una demostración de su gran nobleza, Mario se ofrece a ayudarme a publicar mi novela en una editorial española y dice que hablará con Beatriz de Moura, de Tusquets, y con Pere Gimferrer, de Seix Barral, y yo no hago sino agradecerle y decirle que no olvidaré ese gesto suyo tan generoso. Luego, por si fuera poco, nos invita a cenar a Sofía y a mí, junto con su esposa Patricia y con Álvaro y su mujer, Susana, en el casco viejo de la ciudad. Yo siento que todo esto es como un sueño hecho realidad y que con suerte publicaré la novela en alguna editorial española gracias al empeño que Mario y Álvaro han puesto en ayudarme. Sofía, con una barriga que ya se le nota, sonríe encantada a mi lado y conversa con Patricia, que es un amor, y me susurra al oído: Tienes suerte, desgraciado, te has conseguido al mejor padrino del mundo. Yo pienso que es verdad, que no podría estar en mejores manos y que la ayuda de Mario y de Álvaro es inestimable y me deja en deuda con ellos.

Mi familia no es la gente que arbitrariamente me impuso la naturaleza, sino las personas que me quieren bien y me hacen feliz, que no siempre son las mismas que llevan mi sangre, y por eso me siento en familia esta noche con los Vargas Llosa en un restaurante lleno de humo en Madrid, como me siento en familia con Carlos Alberto y Linda Montaner y su hija Gina, una escritora bella y fascinante de la que estoy enamorado sin que ella lo sepa. Mario paga la cuenta de este banquete desmesurado, se despide con cariño y se marcha con Patricia, su mujer, en un taxi de vuelta al hotel Palace. Sofía está contenta, orgullosa de mí, tal vez porque siente que sé portarme como un hombre cuando las circunstancias lo exigen. Por eso me toma del brazo mientras caminamos sin saber adonde ir, disfrutando de esta noche en Madrid.

Cuando llegamos al hotel -hemos tomado un taxi a mitad de camino porque Sofía se cansó-, nos quitamos la ropa, nos damos un baño juntos -me encanta que ella me enjabone y me cepille la espalda con reciedumbre- y luego hacemos el amor en una cama angosta, en la que no conviene moverse mucho porque podría caer de bruces al suelo, un suelo que, sospecho, no es limpiado a diario y con aspiradora, como limpia Sofía, tan hacendosa -hacendosa incluso cuando hacemos el amor-, el piso de nuestro departamento en la calle 35, en Georgetown. Cuando terminamos, me visto y digo que necesito salir a tomar aire fresco, pues ha sido una noche hermosa y quiero prolongarla un poco más. Te acompaño, me dice, sonriendo. Creo que, a pesar de todo, Sofía es feliz conmigo; creo que, a pesar de ser muy gay en ocasiones, he aprendido a hacerle el amor y a complacerla como merece. Se pone un vestido holgado, que no esconde su barriga abultada, y calza unos zapatos chatos para mi felicidad, porque odio cuando se pone tacos altos. Salimos a la calle, caminamos hacia Serrano, una brisa nos despeina y nos detenemos frente a la librería Crisol, mirando las novedades iluminadas en la vitrina, entre ellas una del gran Vargas Llosa, y yo, en un arrebato, le digo a Sofía te prometo que algún día volveremos a esta librería y verás un libro mío en esta vitrina, y ella se ríe, me abraza con todo el amor que siente por mí, me besa en la mejilla y dice: Sí, claro, sueña nomás, tontito, y yo la miro con ojos risueños y le digo te apuesto mis cojones que algún día venderán un libro mío acá, y ella vuelve a reír y me dice no me apuestes tus cojones, porque te vas a quedar sin huevos, y si te quedas sin huevos yo me voy con otro, y yo, terco, orgulloso, digo ya verás, mi amor, ya verás, y ella me recuerda, amorosa, sólo espero que ese libro, si algún día lo publicas, esté dedicado a esta criaturita, y lo dice tocándose la barriga, y yo la amo y amo a mi bebé a pesar de que Sofía insiste en decirle criaturita y juro, por el poco honor que me queda, que algún día exhibirán mi libro en esa vitrina tan linda que admiramos esta noche como dos tercermundistas recién llegados de la barbarie.

Despierto sobresaltado de madrugada en la pequeña habitación de hotel en Madrid. Sofía sigue durmiendo. Tengo frío en los pies y la espalda. Estaba soñando con Bárbara, su madre. Se podría decir que era una pesadilla pero tenía un matiz cómico que me hace sonreír. Yo estaba en Lima con unos amigos, dos amigos concretamente, pero sólo puedo recordar a uno de ellos, Paul Bullard, que me enseñó a fumar marihuana y siempre jugó al fútbol mucho mejor que yo. No veo a Paul hace años, no recuerdo la última vez que nos vimos. En el sueño habíamos fumado marihuana y nos reíamos con Paul y otro amigo. Estábamos sentados a una mesa jugando cartas y tomando unos tragos. Yo ya no tomo alcohol, pero cuando fumaba con Paul solía tomarme unos whiskys y él prefería beber cerveza. De pronto se acerca Bárbara, la madre de Sofía, enfundada en una bata blanca, furiosa, como si la hubiéramos despertado. Va descalza, medio despeinada, y me mira con mala cara, como si me odiase. Yo también la odio, aunque, y esto es lo raro del sueño, la miro sonriendo, con una gran sonrisa que debo atribuir a la marihuana, como si no me importara en absoluto que ella me odiase. Mis amigos también se ríen de Bárbara. Creo que ellos no saben que soy gay, y por el momento es mejor así. Bárbara se acerca con una jarra en la mano. Está molesta, quiere hacerme algo malo, vengarse de mí. Yo la miro con un aire risueño, burlón, y le pregunto: ¿Te pasa algo malo, Bárbara? ¿Te hemos despertado? ¿Quieres jugar cartas con nosotros? Entonces ella me dice extiende la mano, y yo comprendo que va a hacerme algo malo, pero no me asusto, sigo riéndome, gozando con la certeza de que esta bruja en albornoz me odia pero no consigue enfadarme o siquiera incomodarme. Extiendo la mano y Bárbara vierte sobre ella el agua hirviendo que trae en la jarra. Me echa mucha agua caliente, muy caliente, pero a mí, si bien me quema, no me duele tanto como ella quisiera, en realidad casi no me duele, tal vez porque la marihuana me ayuda a relajarme y a soportar la agresión sin crisparme. Entonces sigo riendo y ella no comprende cómo puedo tolerar tanta agua hirviendo sobre mi mano derecha. Yo, más burlón todavía, le digo: Qué rico, está riquísimo, sigue echándome agüita caliente, por favor, ¿no quieres hacerme un masajito también. La señora se enfurece aún más al ver que estoy tan contento y continúa derramando sobre mi mano el contenido de la jarra de plata. Mis amigos se ríen de la escena y yo me río más. Qué rico, no pares, Bárbara, está delicioso -digo, para molestarla, y ella me mira con rabia, frustrada porque su agresión ha sido un fiasco-. ¿No quieres echarme un poquito en la cabeza también?, la fastidio. Paul me mira con sus ojillos chinos y brillosos y ríe extasiado. Bárbara me odia, me mira con un odio que me divierte. Entonces deja de echarme agua en la mano, se da vuelta y, cuando empieza a retirarse, le toco el trasero con la mano mojada. Mis amigos sueltan una carcajada y ella voltea y me mira indignada, y yo me río muy volado, mirándola a los ojos sin miedo.

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