Me gusta que sea Henry quien negocie en representación de mis padres, me gusta que llame a pedirme cuentas por una novela que, sospecho, le encantaría. ¿Y cuál es esa propuesta?, pregunto. La oferta es la siguiente: si alguna editorial te hiciera una propuesta económica para comprar tu novela, tu familia está dispuesta a ofrecerte el doble para adquirirla y no publicarla. Ésta es la oferta que me han pedido que te haga llegar y que yo cumplo lealmente en decírtela. Yo me río halagado y digo: No está mal, pero de momento ninguna editorial me ha dicho nada. Henry dice: Bueno, piénsalo. ¿Qué crees que debo hacer?, pregunto. Por lo pronto, mandarme una copia de tu novela -dice, y yo río encantado-. y luego, tú sabrás, yo prefiero no opinar, aunque siempre te he dicho que debes hacer todos los esfuerzos posibles para llevarte bien con tus padres, por encima de las diferencias de opinión que puedas tener con ellos. Yo le digo: Te enviaré la novela, y muchas gracias por llamar a decirme la oferta familiar. Entonces Henry, astuto, vuelve a sorprenderme: Sólo te pido un favor. Yo digo: Claro, lo que quieras. Con voz apropiadamente sarcástica, dice: No me vayas a meter en la novela. Si me has puesto, sácame cuanto antes, hazme el favor. Yo estallo en una risotada y digo: No, Henry, qué ocurrencia. Tras despedirnos, me quedo sonriendo porque sí, hay un personaje inspirado en él y ahora no sé si sacarlo o dejarlo en el texto. Lo que sí tengo claro es que no le mandaré la novela porque empezaría a circular por la ciudad y llegaría a manos de mi madre, y tampoco la venderé a mi familia a cambio de no publicarla, porque entonces no sería un escritor, sino un mercenario y un cobarde y no tendría cara para mirar a los ojos a mi hijo.
Sofía me despierta oliendo a un perfume fresco y con un vestido de flores que me gusta mucho. Es mi vestido favorito, quiero decir que, de todos sus vestidos, es el que más me gusta que ella se ponga, porque yo nunca me he puesto ni me pondría uno de sus vestidos, salvo en vísperas de nuestra boda. Sofía me pide que me levante y me vista rápido. Yo demoro en reaccionar porque anoche nos hemos quedado hasta tarde tomándole fotos a su barriga, que está gigantesca, tanto que temo pueda traer a dos bebés. Una vez que me estiro y me quito el antifaz que me protege de la luz indeseable que cae desde la claraboya, le pregunto, cuidándome de que no sienta mi aliento amargo: ¿Qué te pasa?, ¿por qué estás vestida tan temprano?, ¿cuál es el apuro? Ella me mira con el aire maternal que reserva para mí, porque a veces siento que soy su hijo adoptivo y no su esposo, y me dice: Vístete rápido que vamos a misa, apúrate, que no llegamos. Me quedo perplejo y digo ¿estás loca? Ella me toma de la mano emocionada y dice: Estoy bromeando, tontito, vamos a que nazca el bebito, hoy es el día. Doy un salto del sofá y ella me mira ahí abajo con una sonrisa cómplice, porque he despertado con una erección que debo atribuir a mis sueños más profundos, y pregunto, alarmado: ¿Te sientes mal? ¿Ya te vinieron las contracciones? Ella, tan valiente, mucho más que yo, dice serenamente: No he podido dormir en toda la noche, he tenido unos dolores muy fuertes, me vienen cada media hora, estoy segura de que tenemos que ir al hospital.
Mientras me quito la ropa de dormir y busco algo limpio para ponerme encima, le digo, no en tono de reproche, sino de cariño: ¿Pero por qué no me despertaste? Hubiéramos ido en la noche al hospital. No deberías haber pasado toda la noche con dolores. Ella, sentada, las manos cruzadas sobre la barriga, dice: No quería despertarte, no quería que vayas al parto de malhumor, yo sé que tú tienes que dormir tus ocho horas para estar contento, así que esperé las ocho horas y, bueno, lo siento, tuve que despertarte, ya no aguantaba más.
Me siento un caprichoso insoportable por haber tenido a mi esposa sufriendo toda la noche, desvelada con las contracciones, sin atreverse a despertarme. Ella es la única mujer en el mundo que haría eso por mí y es también la única con el coraje de darme un hijo a sabiendas de mi cobardía. Me echo agua fría en la cara, me cepillo los dientes, me aseguro de llevar las tarjetas del seguro médico y salimos de casa apurados, aunque no tanto, porque, con esa barriga inmensa y los dolores que le vienen a menudo, ella camina naturalmente con dificultad. Apenas salimos del edificio le digo que me espere, que buscaré un taxi, pero ella me sorprende: No, quiero caminar hasta el hospital. ¿Estás loca?, le digo, con toda la ternura que mis nervios exacerbados me permiten, y ella responde con aplomo: No, pero no me duele tanto y juré que iría caminando al hospital, quiero pasar por los jardines de la universidad y ver las ardillas y llegar a pie a dar a luz. Me quedo aterrado y apenas articulo unas palabras que revelan mi estado de nervios y sobreexcitación: ¿Y si te viene el parto en el jardín de la universidad? Ella me calma: Me aguanto un poco más y llego al hospital. Vamos, ayúdame a caminar.
La tomo del brazo y empezamos a caminar lentamente por la 35, hasta la esquina de Sugars, y luego doblamos por la calle O y nos dirigimos a la universidad, dos cuadras más arriba. Sofía camina despacio pero con una sonrisa. El día está espléndido, es una mañana soleada, fresca, luminosa, una de esas mañanas en las que uno siente que la vida no es totalmente una mierda. Pasamos al lado de un viejo teatrín de la universidad y de la Holy Trinity Catholic Church y vemos una pancarta adherida a las rejas de la iglesia, que anuncia en letras grandes: «Pregnant? Need help? The Gabriel Project. 800 533 0093.» Pienso: no deja de ser una ironía que veamos este cartel en este preciso momento. Sofía y yo nos miramos, recordando en silencio aquellos momentos tan tristes del embarazo, cuando yo le rogaba que abortase y ella no podía hacerlo porque me amaba y amaba al bebé que yo sin querer le había dado, y sonreímos mirándonos con amor después de todo y es un momento extraño y feliz. En los primeros meses del embarazo, cuando no sabía si huir, abortar o matarse, Sofía seguramente hubiese llamado a The Gabriel Project de haber visto esta pancarta, y a lo mejor habría pensado en dar al bebé en adopción. No me cansaré de darle gracias por no dejar que el bebé terminase en un frasco de vidrio lleno de sustancias químicas. Me acerco a ella, la abrazo con cuidado para no apretar esa barriga que le pesa tanto y seguimos avanzando a su ritmo, aunque a veces vienen los dolores, ella tiene que detenerse y yo temo lo peor, terminar haciendo de partero en la puerta de la Universidad de Georgetown, ante las miradas perplejas de los chicos que nunca tuvieron ojos para mí.
Recia y valerosa, Sofía se sobrepone a los dolores y continúa la lenta marcha hasta el hospital, ahora cruzando los jardines de la universidad. Pasamos frente a la estatua de John Carroll y los dos cañones viejos del Healy Hall, por el jardín de la virgen donde mi madre estaría de rodillas rezando un rosario por el alma del nonato, al lado del edificio del Foreign Service School, en el que estudió el actual presidente, y finalmente por la rotonda floreada, apacible y llena de estudiantes del Edward Bunn Intercultural Center, donde suelen reunirse los chicos más lindos, que son casi siempre los que menos estudian. Ahora sólo tengo ojos para ella, mi amor, la mujer de mi vida, que avanza muy despacio, parando cada tanto, a dar a luz y hacerme papá. Ya falta poquito, mi amor, ¿te sientes bien?, pregunto, sin importarme que los estudiantes, profesores, limpiadores y curas que pasan por ahí nos miren con ojos de preocupación, simpatía o miedo, porque es obvio que Sofía camina con esta barriga enorme y el rostro compungido debido a que es inminente el nacimiento de su bebé.
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