Nos aguardan dos semanas de sosiego bajo el sol impiadoso de Miami, luego dejaremos este apartamento y nos iremos a Washington a estudiar y a escribir. Yo no me veo estudiando, estoy inscrito en unos cursos de inglés en Georgetown University y supongo que tendré que asistir porque ya pagué y no pienso perder mi dinero, pero dudo que pueda complacer a Sofía en su sueño insólito de verme estudiando filosofía. Me veo, sí, escribiendo con rabia los peores recuerdos que llevo en el corazón, novelando la guerra que he librado con mis padres desde niño, las heridas y las cicatrices que han quedado abiertas por ser bisexual en la familia equivocada y en la ciudad equivocada. No quiero estudiar, me parece una pérdida de tiempo, ya fue un agobio estudiar en una universidad peruana que era una abigarrada reunión de charlatanes, demagogos casposos, enanos presumidos y viejas amargadas, una pléyade de profesores mediocres que repetían como cotorras las cosas más o menos inútiles que habían memorizado sin un ápice de talento.
Sofía, en cambio, si bien me alienta sin desmayo a que escriba la novela que vengo prometiéndole desde que me conoció, considera que es indispensable, si uno quiere tener éxito, estudiar una maestría en alguna universidad de prestigio, y por eso sueña con colgar en las paredes de su habitación un diploma escrito en latín y firmado por algún cura jesuita, acreditando que ha concluido con excelencia académica una maestría en Georgetown. Yo no sueño con ese diploma, sino con una novela que me afirme como escritor, avergüence a mis padres por cucufatos e intolerantes, y sea una forma de venganza y redención, que me libere de las culpas del pasado y me permita salir del armario y revelar, entre las sombras borrosas de la ficción, al bisexual torturado que habita en mí y que el público que me festejaba en la televisión ignora casi por completo.
Los días pasan lentos, perezosos, en la cama y en la piscina del edificio, a la que voy embadurnado por cremas protectoras de sol y repelentes de insectos, y en los cines más cercanos, los del Cocowalk, a los que acudimos por la noche, cuando decae el calor, pero nunca los fines de semana, para evitar el gentío, los nudos del tráfico y el penoso espectáculo de las chicas que exhiben sus carnes regordetas y apretadas, los negros en carros que brincan y escupen un ruido atroz y las parejas felices y heterosexuales que salen a cenar en pantalones cortos y mostrando el avance devastador de la celulitis. Yo no quiero ir a la playa, no quiero ir a bailar, no quiero ir al básquet ni al béisbol ni a los conciertos de músicos famosos, no deseo ir siquiera al supermercado. No me gusta salir, confundirme con la gente, pasar horas en el coche atascado en un embotellamiento de tráfico y ahogarme de calor en esas playas donde todo me irrita, la arena, la ferocidad del sol, las malaguas y los mosquitos, la vulgaridad de las gentes tiradas de cara al sol como lagartos. Por suerte, Sofía celebra mis manías de ermitaño y se contenta con encerrarse conmigo a hacer el amor, comer helados, ver la televisión y apenas salir para lo indispensable, comer en un café cercano de Brickell, donde todos los mozos son venezolanos amanerados, y hacer las compras en un supermercado que colinda con el barrio de los haitianos.
Agosto es un mes cruel, salvaje, el peor en Miami; un castigo de los dioses, que parecen ensañarse conmigo para que no siga profiriendo insultos contra la tierra malhadada en que nací y a la que he jurado no volver, no al menos mientras no haya publicado mi novela. Pero esto es sólo el preludio, un anticipo de lo que está por venir, del castigo mayor, de la catástrofe que, anestesiados por la quietud frívola de nuestros días, ignoramos Sofía y yo. Los meteorólogos de la televisión empiezan a alertar que se acerca un huracán poderoso a las costas de la Florida, pero ella y yo no prestamos atención a dichas advertencias, principalmente porque nunca hemos sido testigos de un huracán, pues en Lima no llueve siquiera, es una ciudad árida y polvorienta como pocas, con el cielo encapotado y el sol como una quimera, allá todo lo que llueve son los constantes salivazos de los choferes del transporte público y los ríos de orín de los meones ambulantes que descargan sus vejigas en cualquier esquina. Nos reímos de los meteorólogos, que son unos muñecos, unos aparatos, unos hombrecillos esperpénticos, y no hacemos el menor caso a las noticias crecientemente alarmantes que publica la prensa en español, en un diario en el que sólo leo con placer las columnas de mi amigo Carlos Alberto Montaner, estupendo escritor afincado en Madrid, y las de su hija Gina, tan bellas que suelen hacerme llorar, así como los artículos atrabiliarios y valientes de un cubano monárquico, Vicente Echerri, que vive en Nueva York, y los de Francisco Pérez de Antón, un español de prosa fina, avecindado en Guatemala.
Se viene el huracán, se acerca vertiginosamente a Miami, podría llegar en los próximos días si mantiene la actual trayectoria, advierten agitados y felices los meteorólogos, quienes, por cierto, sólo cobran importancia en momentos así, pues cuando hay buen clima, es decir, casi siempre, sus vidas son perfectamente prescindibles, estos odiosos señores viven de las catástrofes, de sus profecías agoreras, pájaros de mal agüero. No les hacemos caso, pero la gente del edificio comienza a inquietarse, a hacer maletas, a comentar con ansiedad el huracán que se avecina. Sofía y yo nos reímos, decimos que no va a pasar nada, que es sólo un vientecillo cabrón que seguramente se desviará y ni siquiera pasará por Miami, todo esto tiene que ser un negocio crapuloso de la televisión y de sus meteorólogos que rebuznan. Sin embargo, las cosas empeoran con las horas, pues la gente se apelotona en los supermercados, se aprovisiona de aguas, comidas en lata, linternas y velas, y muchos se precipitan al aeropuerto y a las estaciones del tren, para alejarse con premura de la ciudad, temiendo lo peor, como mi tío, el ex ministro ricachón, que estaba de paso en Miami y ha salido disparado de regreso a Lima sin saludarnos siquiera.
Nuestro edificio, el modesto pero confortable 550 Brickell, empieza a quedar vacío, desolado, pues todo el mundo empaca y se larga, creyendo a pie juntillas en los pronósticos del tiempo, la inminente furia del huracán que se aproxima, the big one, el tan temido viento que arrasará la ciudad entera y la reducirá a escombros. Gringos de mierda, partida de pelotudos, qué ganas de exagerar y joder la vida, me quejo, tirado en la cama, viendo la televisión. Sí, son unos exagerados, no es para tanto, me secunda Sofía, un amor. Ni siquiera es seguro que el huracán pasará por acá, y si pasa, bueno, será un viento fuerte, nos quedamos en el departamento y nadie se muere, digo, burlándome de esta ola de alarma que recorre la ciudad. Pero la policía no desdeña los sombríos vaticinios de los meteorólogos, que ahora aparecen sin descanso en la televisión, mostrando mapas, dibujando posibles trayectorias, arengando a la población a ponerse a buen recaudo, pues numerosos agentes policiales, en autos con sirena y altavoces, recorren nuestro barrio alertando del peligro inminente y pidiendo a la gente que se retire cuanto antes a lugares seguros, no tan cercanos al mar, y que, si no tiene adonde ir, busque refugio en los albergues y asentamientos que la ciudad ha acondicionado a prisa para guarecerla del huracán.
Oficialmente, estamos en zona de evacuación y no debemos permanecer allí, nos recuerda la voz metálica e imperiosa del policía que grita en inglés desde su automóvil. Si nos quedamos, añade, estaremos en grave peligro y sin protección de nadie, a expensas nuestras. Vemos por televisión cómo la gente huye despavorida de las playas, de esa línea delgada que es la isla de Miami Beach, cuyos comercios de moda cierran sus puertas y se protegen clavando tablas de madera en sus fachadas, lo mismo que escapan alborotados los residentes de Key Biscayne, una isla muy vulnerable a los huracanes, así como quedan abandonan las mansiones opulentas de Coconut Grove y Coral Gables, que miran al mar y quedan desiertas en un santiamén, a la espera de lo peor. En nuestro barrio, la avenida Brickell, una sucesión de grandes rascacielos que se erigen de cara al mar y echan sombras sobre el pequeño edificio al otro lado de la calle en el que Sofía y yo permanecemos imperturbables ante el alboroto general, la gente obedece las órdenes policiales y evacua, es decir, se marcha de prisa a lugares tierra adentro, a casas de amigos, hoteles de lujo, moteles de treinta dólares la noche al pie de la carretera, incluso refugios públicos, shelters, habilitados por la ciudad para los pobres, los que viven en las calles, los que no tienen mejor sitio donde esconderse del huracán.
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