Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre
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Curiosamente, a pesar de que hablamos todas las noches, también me manda unas cartas muy amorosas, en las que a veces escribe en español y firma como Sofía, y otras me seduce en inglés y firma Anne, y al parecer cuando está más traviesa me coquetea en francés y firma Cybille, lo que me divierte y me hace pensar que en ella, como en mí, cohabitan múltiples personalidades, siendo Anne la más seria y formal, Cybille la osada y casquivana, y Sofía la noble y alegre. Yo no le escribo en inglés ni en francés, porque mi dominio de ambas lenguas es precario en el primer caso y nulo en el segundo. No escribo cartas a nadie, ni a ella, ni a mis padres, ni a mis hermanos ni a Sebastián, a quien, en desmedro de mi orgullo, he llamado un par de veces y he dejado mensajes en su contestador con mi número en Miami, sin recibir respuesta alguna, sólo la cruel indiferencia de su silencio de divo, ensoberbecido con su éxito en la aldea en que nacimos y de la que, sospecho, no se irá nunca, cuidándose siempre de dar la imagen de un varón heterosexual y escondiendo con pavor su verdad gay, aquella que compartió conmigo en la cama. Podría escribir o llamar a mis padres, pero siento que no lo merecen, que no me entienden ni me entenderán, pues atribuyen todos mis supuestos males a mi rebeldía ante la Iglesia católica y el Opus Dei, instituciones en las que creen a ciegas y de las que yo desconfío igualmente a ciegas.
A pesar de que no doy señales de vida, mi padre, debido a que con seguridad se aburre en su despacho, me manda por correo, todas las semanas y sin que yo se lo pida, las revistas de política y actualidad que más se leen en aquella confundida ciudad de la que nunca se atrevió a partir, y yo no sé por qué insiste en mandarme esas revistas, pero lo cierto es que, aunque me avergüence, las leo con fruición, regocijándome con las intrigas políticas, los chismes del espectáculo y las fotos de los amigos que se casan y me recuerdan que ése no es el futuro que yo quiero para mí. Mamá, un tanto enloquecida por su fe desmesurada en el Opus Dei, la secta de fanáticos que la ha tomado de rehén, me despacha por correo, desde el supermercado que visita todas las mañanas después de oír misa, panfletos y folletería religiosa, boletines de los clubes del Opus Dei y hojas parroquiales de la iglesia María Reina, en las que subraya, con un remarcador amarillo, ciertas líneas de las parrafadas obtusas que ha dicho el cura el domingo y de los evangelios que han leído ante los feligreses aterrados del infierno, pobres almas que no saben que el infierno está allí, en Lima la horrible, y no en la eternidad abrasadora con que amenazan los curas para mantener en pie el negocio del miedo con el que han lucrado impunemente a lo largo de siglos.
Mamá no se da por vencida, insistirá hasta el final en convertirme a su credo e inscribirme en su secta de exaltados. Yo me río cuando abro aquellos sobres amarillos y encuentro sus notas entre signos de exclamación, al pie de las palabras del cura que ella ha subrayado, diciéndome, por ejemplo: ¡el señor te ama!, o de pronto, sin previo aviso: busca la luz, encuentra el camino, o recordándome con infinita dulzura lo que tantas veces me dijo cuando era niño:
DIOS TIENE GRANDES PLANES PARA TI, ESCUCHA SU VOZ EN TU CORAZÓN y DEJA QUE ÉL TE GUÍE.
Pero yo, será por holgazán y descreído, no alcanzo a escuchar la voz de Dios, sólo la de Sofía a las nueve de la noche, diciéndome que no me rinda, que no vuelva a Lima, que la espere para irnos a Washington y escribir la novela. Por eso la amo tanto, porque ella se ríe conmigo de las beaterías de mi madre, de su incansable espíritu misionero, de sus monsergas y sermones, como se ríe también del machismo procaz de mi padre, que cuando yo era un adolescente quería meterme en un colegio militar, el Leoncio Prado, y mandarme a la guerra, no sé a cuál, a cualquiera, mejor si a una contra los cholos, para hacerme hombre de una vez por todas.
Además de la voz de Sofía, escucho a menudo la de Geoff, mi amante neoyorquino, aunque, claro, esto no se lo cuento a ella, porque no quiero lastimarla más de lo que ya la herí cuando le conté torpemente mi viaje a Nueva York para acostarme con mi guía turístico, que, ya digo, me llama con una insistencia muy halagadora y afirma que me extraña con una pasión impropia de un habitante de esa ciudad, que es la cuna y celebración del egoísmo más feroz, del individualismo salvaje, porque yo he dejado de creer que mamá tenía razón cuando me decía que hay que compartir, que hay que ser solidarios y amar al prójimo y servir a los demás, yo creo que todo eso es una mentira que sólo te hace más pobre mientras algún listillo está haciéndose rico sirviéndose a sí mismo con pasión, amándose mucho más que al prójimo y siendo solidario sólo con las urgencias de su entrepierna. Geoff no deja de llamarme con celo de novio a la distancia. Hablamos muy tarde por teléfono, porque le sale más barato llamarme después de la medianoche, pues se ha inscrito en un plan de tarifas rebajadas, y nos quedamos hasta las tres o las cuatro de la mañana, diciéndonos trivialidades, fruslerías, cosas banales, sin importancia, pero sobre todo compartiendo fantasías sexuales, historias calenturientas, revolcones del pasado, todo aquello en lo que pensamos afiebrados cuando nos tocamos a dos manos.
Me gusta Geoff, no puedo evitarlo. Me encanta sentir que me desea, que me perdona por no haberlo visitado cuando estuve en Washington, que acepta sin reproches mi amor por Sofía y que hasta le gusta que yo tenga una novia y, sin embargo, lo desee secretamente. Me alivia que no quiera ser mi novio con el espíritu posesivo de Sebastián, que acabó por sofocarme y darme la exacta medida de su egoísmo. Me excita que le guste preservar en secreto nuestra relación, estas conversaciones prohibidas de medianoche que, por supuesto, Sofía ignora. Me enardece, y sé que está mal, que me pregunte con curiosidad insaciable por las cosas que hacemos con Sofía en la cama, por los más íntimos detalles, todo lo que a ella le gusta y a mí me descontrola, las transgresiones y los desafueros que nos hemos permitido, como hacer el amor en la cama de Sebastián cierta vez que él viajó y le dejó la llave de su departamento a Sofía para que ella le regase las plantas, o hacerlo en el baño de visitas de la casa de mis padres, una tarde en que pasamos a darnos un chapuzón en la piscina y no había nadie, sólo las empleadas, adoctrinadas todas por mamá y reclutadas por su secta de fanáticos. Geoff quiere venir a verme a Miami y yo le digo que me parece una mala idea, que me da miedo, que mejor no, porque le he prometido a Sofía no decirle más mentiras, y si él viene y se queda conmigo, tendría que escondérselo a ella, no podría llamarla todas las noches a las nueve, como un novio formal, para contarle lo rico que he cogido esa tarde con mi amante neoyorquino del cuerpo esmirriado y la mirada de gato, después de mirar juntos los culebrones mexicanos de la televisión.
No conviene que venga Geoff, como tampoco conviene volver a Nueva York a dormir en su cama de sábanas de Wallmart y su colchón usado del mercado de pulgas. Le explico todo esto en mi precario inglés, que no quiero mentirle a Sofía, que no puedo seguir siendo tan puto y canalla, que ella me hace feliz y que vamos a vivir juntos y va a convertirme en el escritor que siempre soñé, pero él, perverso, delicioso, se ríe con su risa sibilina, me tienta, insiste, me dice cosas traviesas y no se da por aludido.
De pronto me anuncia una noche que vendrá a verme ese fin de semana, pues ya compró el boleto en tren, y se quedará conmigo, si es bienvenido, o en un hotel en la playa, si no quiero que duerma en mi casa. Yo me río nerviosamente, supongo que está bromeando, pero en seguida comprendo que no es una travesura y que en efecto vendrá en tren a visitarme. Quedo al borde de la histeria nada más colgar el teléfono y, a pesar de que son casi las tres de la mañana, ataco con furia las provisiones de la nevera, y doy cuenta, a cucharazos, de todo el helado de chocolate, tratando de mitigar la angustia. ¿Le digo la verdad a Sofía, que sigo pensando en Geoff, que él me calienta por teléfono y que se va a quedar en mi cama, aunque ella me mande al carajo, es decir, de regreso a Lima? ¿Le miento y me acuesto sin remordimientos con Geoff y me hago el tonto con ella? ¿Recibo a Geoff con cortesía pero sólo como un amigo y me niego a hospedarlo y lo mando a un hotel en la playa y luego le cuento todo a Sofía para que sienta orgullo por mi gallardo comportamiento, por no haber caído en la tentación del pecado aberrante del cual hablan las hojas parroquiales que mamá subraya con celo fundamentalista? ¿Qué diablos hago? ¿Cómo concilio mi deseo de ser novio de Sofía y mis impulsos de entregarme a Geoff? ¿Por qué tiene que ser tan difícil ser bisexual, un puto y un caballero a la vez? ¿Es tan complicado entender que uno puede sentir gratificación poseyendo a una mujer y en otras ocasiones encontrar regocijo ensartando o siendo ensartado por un varón brioso? Combato desesperadamente aquellas dudas atracándome con helados de chocolate y consolándome con el sufrimiento de las mujeres del culebrón mexicano, todas esas actrices carroñeras con sombreros absurdos, ropas horribles y vocabularios ampulosos, que, por suerte, parecen pasarla mucho peor que yo.
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