Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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El Huracán Lleva Tu Nombre: краткое содержание, описание и аннотация

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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No resisto la tentación de curiosear a esos chicos lindos. Bajamos del coche, caminamos tomados del brazo y amo en silencio a Sofía por dejar su orgullo de lado y traerme a este escondrijo de hombres afantasmados, de cuerpos en remate. Pagamos -es decir, paga ella, siempre más ágil que yo para sacar la cartera- y nos estampan unos sellos en las manos y odio al sujeto prepotente que nos sella y nos deja pasar, como haciéndonos un favor. No bien entramos, es un estruendo de música electrónica cuyos decibelios chillones me sacuden el estómago, una nube de gases multicolores, un amasijo compacto de cuerpos, músculos, extremidades, apéndices, glúteos, colgajos, hinchazones y erecciones, de sonrisas falsas y ojos sin alma. Nada de lo que veo me gusta, todo me recuerda a la atmósfera decadente de las discotecas gays de Miami Beach. Esos hombres sudorosos y saltimbanquis pueden tener cuerpos bonitos, pero la manera descarada cómo los muestran, aquella vanidad de la que parecen jactarse, la desesperación con la que mueven el trasero, el brillo malicioso de sus miradas, me intimida y me resulta abrumador. Me siento un pedazo de carne, le grito a Sofía al oído, y ella ríe y me dice yo me siento peor, un fantasma, porque nadie me mira.

Los cuerpos se agitan hacinados, muy cerca unos de otros, entremezclados y rozándose, y no es posible caminar con holgura, pues todo el mundo se funde en esa masa ansiosa, saltarina, descamisada, histérica, en esa suma de vergas y culos que quieren anudarse, lo que me provoca una claustrofobia atroz: siento que no puedo respirar, que me tocan, me manosean y me dicen cosas inaudibles, y Sofía sonríe como diciéndome ¿tú eres uno de ellos o yo tengo razón y nunca podrás serlo?, y yo le pido ir a bailar, pero ella me dice no, anda solo, busca a tu novio de esta noche, yo me voy a la barra.

En seguida se marcha y yo me quedo solo y angustiado, rehuyendo las miradas más persistentes, y trato de bailar pero no puedo, no me sale, no me suelto, soy demasiado tímido para entregarme a esa exhibición impúdica de torsos, bíceps, six packs y paquetes ajustados. Me muevo a duras penas pero sé que hago el ridículo, que Sofía se ríe de mí desde la barra. Se me acerca un viejo con mirada de chacal y empieza a moverse a mi lado, hamacándose de un modo repugnante, y yo me alejo horrorizado y termino al lado de un travesti que se relame los labios voluptuosos y me guiña el ojo, y escapo de él también sólo para terminar atrapado en medio de un grupo de hombres fornidos, con el torso desnudo, que bailan frenéticos, mostrando los músculos henchidos y recordándome que el mío es un cuerpecillo esmirriado y contrahecho, con abundante tejido adiposo y un abdomen indigno de ser mostrado en esta feria de adonis.

Entonces, ahogado por el ruido, el humo, la euforia colectiva y el hacinamiento, pienso que no voy a encontrar a nadie aquí que pueda resultar mínimamente interesante, que todos tienen mejores cuerpos que el mío, incluyendo al viejo repugnante de la mirada de chacal y al travesti relamido, y que nadie me interesa siquiera para una noche de sexo, porque, díganme viejo y aburrido, a mí todavía me interesa la ternura, y en esta discoteca hay todo menos eso.

Busco desesperado a Sofía y por fin la encuentro conversando muy animada con un chico lindo, y le digo no aguanto más este lugar, vámonos, y ella se ríe y me dice gritando ¿por qué?, y yo porque no estoy cómodo, no me gusta, y ella me presenta a Dick, su amigo afeminado, una niña histérica, y yo insisto vamos, por favor, que no aguanto más, y ella se despide de su amigo/amiga y salimos a empellones, abriéndonos paso con dificultad en medio de la muchedumbre desaforada. Es un alivio respirar el aire fresco de la calle, despedirme con altivez del gorila que me selló la mano y alejarme de ese fragor vulgar que me ha dejado enfermo, con dolor de cabeza, sintiéndome menos gay que nunca.

Un asco este lugar -le digo. Ella no dice nada, sólo sonríe y me deja hablar-. No me gustó nadie, no me gustó la música, no me gustó cómo bailan, cómo me miraban, cómo eran todos tan escandalosamente felices, me quejo, amargado. Yo te dije -sonríe ella, encantada-. ¿Pero estás seguro de que no quieres entrar solo y buscar a un chico para acostarte con él?, me pregunta, burlándose de mí. No, no quiero, no quiero volver más a este lugar, digo, muy serio.

Cuando subimos al auto, la beso en la boca, la miro a los ojos, sonrío con ella. Tú ganas -digo-. Esta noche no quiero estar con ningún chico,

sólo quiero acostarme contigo. Ella me besa sin ocultar una sonrisa y dice, mientras manejo de regreso a Georgetown, eso es el mundo gay y tú no perteneces a ese mundo, y yo no, a ese mundo no pertenezco, y ella tú no tienes ni la cabeza ni el cuerpo de esos gays; tú tienes la cabeza de un hombre, el cuerpo de un hombre y el sexo de un hombre, dice, rozándome entre las piernas, erizándome un poco. Puede ser, digo. Créeme, yo sé lo que te digo, si de verdad fueras gay, te habrías quedado feliz en esa discoteca y me hubieras olvidado. Pero no eres gay. Estás conmigo y se te ha parado porque eres un hombre. No dudes de eso. Eres un hombre, Gabriel.

Llegando al departamento, hacemos el amor. Después, cuando ella duerme, vuelvo a dudar: es el signo de mi carácter, el oscuro destino al que tendré que resignarme. Yo no soy un puto de discotecas, pero tampoco el hombre que ella cree. Mi alma está perdida en algún punto del camino y sospecho que un hombre, y no ella, me ayudará a encontrarla.

De nuevo estoy solo en Miami. No me quejo, me gusta pasar un día entero en silencio, sin hablar con nadie, durmiendo todo lo que me dé la gana, recordando con orgullo que no tengo una oficina, un jefe, un horario de trabajo y que puedo hacer lo que me apetezca con plena libertad, sabiendo que me respaldan unos ahorros en el banco, con los que puedo vivir austeramente un par de años sin trabajar para nadie, sólo para mí. Sofía ha regresado a Lima y así está bien. La extraño pero al mismo tiempo disfruto de estos días solitarios y soleados, con toda la cama para mí y con la secreta libertad de ver los programas más impresentables en televisión, como aquellos en los que la gente cuenta sus peores miserias y se arroja sillas en la cabeza, sin que Sofía me reproche, como solía hacer mi madre cuando era niño, que estoy desperdiciando mi vida, malgastando mis supuestos talentos.

Ha sido triste despedirla en el aeropuerto, hemos llorado y prometido vernos pronto, cuando ella regrese para mudarnos a Washington, porque yo no pienso volver a Lima en mucho tiempo, pero, una vez que ha partido y yo he llorado lo que tenía que llorar, he vuelto a disfrutar de mí mismo, de mis caprichos y mis manías, de mi obsesión con dormir nueve horas, hablar poco o nada -pues siento que hablar me desgasta como escritor-, comer en algún café cercano para no tener que hacer muchas compras en el supermercado ni lavar los platos en casa, desconectar el teléfono -en un pequeño acto de arrogancia que equivale a decir: que se joda el mundo- o comerme un litro de helado de chocolate mientras río con el humor negro de Letterman. A Sofía, por lo demás, Lima le resulta menos hostil que a mí, en parte porque no es conocida públicamente, pues no sale en la televisión ni le interesa, y también porque se lleva mejor con sus padres que yo con los míos. Hablamos por teléfono todas las noches, a las nueve en punto, y ella me cuenta la suma de desgracias, catástrofes y vergüenzas que es la vida peruana, celebra que me haya marchado, me anima a persistir en el ánimo combativo del exilio, me informa de las últimas barbaries y tropelías del mandón de turno, que goza por cierto del favor popular, y me dice, ya en un tono más dulce, que cuenta los días para verme, que su vida sin mí es triste y vacía, que seremos felices en Washington, en el departamento que dejó alquilado.

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