Luego regresamos callados al departamento, oyendo en el auto Tears in heaven, la canción que Clapton canta en memoria de su hijo Connor, que murió al caer del piso cincuenta y tres de un rascacielos en Manhattan.
Cuando llegamos a casa, hacemos el amor con una pasión inolvidable. Al terminar, lloro en su pecho y le digo nunca he sido tan feliz como esta noche contigo llorando en la playa y ahora acá, en tu pecho.
Isabel, la hermana de Sofía, ha viajado a Río para discutir su divorcio con Fabrizio, dejando desocupado su departamento en Washington, que según Sofía es precioso, digno de verse, ubicado en el corazón de Georgetown, al lado del centro comercial más exclusivo del barrio. Sofía me anima para aprovechar que el departamento está vacío, a nuestra disposición, y viajar unos días a Washington y, dado que faltan pocas semanas para que comience su maestría y mi curso de inglés, alquilar un lugar en el cual podamos instalarnos en agosto, cuando nos mudemos a esa ciudad. Yo aún tengo dudas: ¿me atreveré a mudarme, a vivir con ella, volver a la universidad y escribir la novela? ¿O me vencerá el miedo y volveré derrotado a Lima a seguir sonriendo sin ganas en la televisión? Aburrido de la vida previsible en Miami -desayunar veinte uvas contándolas, leer como un viejo jubilado los periódicos en inglés, ir al cine en las primeras funciones, que son las más baratas, ver el programa de Letterman comiendo helados de chocolate, correr con Sofía cuando cede el calor, al final de la tarde-, celebro la idea de pasar unos días en Washington, ciudad que aún no conozco, y alojarnos en el departamento de Isabel, quien ha tenido la gentileza de ofrecérnoslo mientras dure su viaje a Río.
Desde el avión, oteando el horizonte boscoso de la ciudad, el río marrón que la divide, la imponente arquitectura de la universidad que nos espera, comprendo que ésta es una ciudad digna de ser llamada así, a diferencia de Miami, que es sólo un pueblo. Sofía sonríe al ver el júbilo contenido con que contemplo la ciudad desde el avión. Sabía que te gustaría, vas a ser muy feliz acá, Miami no es para ti, me dice, tomándome de la mano, ya en el taxi. Siendo un peruano familiarizado con el caos y la inmundicia, quedo pasmado al ver tanto orden, tanta belleza. El departamento de Isabel es hermoso, lleno de detalles exquisitos y decorado con el mejor gusto. Lo primero que llama mi atención son las fotos: a pesar de que está divorciándose, no las ha retirado todavía. Enmarcadas en plata, siguen allí, en una mesa de la sala, las fotos de su boda con Fabrizio, de la luna de miel, de los viajes a esquiar, de los momentos felices que vivieron esos tres años que estuvieron casados. Fabrizio es atractivo, con un aire misterioso, como si sus ojos marrones escondieran secretos turbios que su esposa ignoraba al casarse y nunca sabrá, pero no llega a ser un hombre guapo y ciertamente no parece contento, porque, aunque sonríe, una sombra de tristeza se cierne sobre su rostro. Isabel es muy linda, con el pelo marrón ensortijado, unos ojazos vivarachos y traviesa la sonrisa, y uno advierte en seguida que ella no vio venir la infelicidad, que se casó enamorada y engañada y sin saber quién era realmente ese hombre de mirada esquiva y aire taciturno, que, sospecho, bien podría ser un gay en el clóset. Me quedo un rato mirando las fotos, examinando cada expresión de ese italiano que, según me cuenta Sofía, es un tipo encantador, muy refinado, pero al mismo tiempo enigmático, indescifrable.
Por suerte hay dos habitaciones grandes en el departamento, en las que reina un silencio de camposanto, y los baños están radiantes, como nunca han estado en mi casa, porque yo detesto que venga gente extraña a limpiar, prefiero convivir con el polvo y las arañas. Todo en apariencia marcha bien, la ciudad me ha maravillado, paseamos por las tiendas de Georgetown Park, comemos galletas de chocolate en Mrs. Fields, vamos a tomar té al Four Seasons, donde Isabel conoció a Fabrizio, visitamos la Universidad de Georgetown, que me deja boquiabierto, porque es hermosa y los chicos que pasean por sus jardines más aún, y vamos a cenar todas las noches a Au Pied de Cochon , un restaurante francés que a Sofía le encanta, en la Wisconsin y la P, frente al Georgetown Inn, y hacemos las compras en el Safeway, y yo soy en apariencia feliz, pero algo en mí no está bien, algo empieza a inquietarme, toda esta vida desahogada y confortable me recuerda de pronto, de una manera inesperada, que me falta algo, alguien, y que Sofía, por muy amorosa que sea, no logra compensar esa ausencia.
Me siento solo, vacío, aburrido. No duermo bien. No estoy del todo presente cuando hago el amor con ella. Aquélla es una rutina, la del sexo, que por momentos se me hace tediosa. Tengo que forzarme para terminar. Después quedo desvelado, no duermo bien, salgo a tientas de la cama y me voy al cuarto de huéspedes, donde me asaltan mis fantasmas, el recuerdo de que me gustan los hombres y no puedo ser feliz con una mujer, aunque sea tan adorable como Sofía. No estoy bien pero se lo escondo para no lastimarla, y ese esfuerzo, esa impostura, minan todavía más mi estado de ánimo y me hunden lentamente en una depresión inexplicable, porque ¿cómo podría estar deprimido en esta ciudad tan linda, con una mujer bellísima y en este departamento de revista? Extraño a Sebastián, a Geoff, a un hombre conmigo. Cuando hago el amor con Sofía, la veo gozar pero yo no disfruto tanto como aquella noche en Nueva York, cuando la traicioné pero fui feliz de una oscura manera. No le digo nada de esto, pero ella me pregunta si estoy bien y yo le miento, le digo que sí, que estoy así, abatido, quizá porque el ocio me debilita, necesito ponerme a escribir, y ella me dice que ya falta poco, que sea fuerte.
Con una energía que admiro, Sofía se levanta temprano y recorre el barrio en busca de un departamento al que podamos mudarnos en pocas semanas, cuando comiencen las clases. A veces me pide que la acompañe, pero hace calor y estoy fatigado, mal dormido, con una quemazón en el sexo porque me he forzado con ella, y por eso camino malhumorado por este barrio tan hermoso, de calles empedradas, casas victorianas con buhardillas y árboles que la primavera llena de flores. Es penoso que no pueda disfrutar de tanta belleza, ensimismado en mi propia amargura, en esta pesadumbre que intento esconderle pero que ella percibe de todos modos. Por eso discutimos en la calle, le digo que no aguanto más el agobio de caminar bajo este calor y mirar apartamentos tan feos, que me regreso al departamento de Isabel a dormir una siesta y que no me moleste más pidiéndome que la acompañe a sus citas con agentes inmobiliarias.
Es la primera vez que discutimos y peleamos y ella se queda triste en una esquina, frente al edificio al que me he rehusado a entrar, y yo me subo a un taxi y regreso a la cama de Isabel y me toco pensando en Geoff, que está tan cerca, en Nueva York, y a quien podría ir a visitar en tren si tuviera el coraje de decirle a Sofía todo lo que estoy sintiendo. Comprendo entonces que esta vida de lujos no consigue mitigar mi infelicidad, que ésta es una vida forzada, lejos de mis sueños, de mis verdaderos deseos y apetencias. Ninguna antigüedad de las que adornan la sala, ningún departamento de un millón de dólares, ningún coche de lujo como el que conducimos compensa lo que tanta falta me hace, la pasión por un hombre que me recuerde quién soy en verdad, cuáles son mis miserias y mis debilidades, cómo es que me gusta gozar en la cama aunque luego me dé vergüenza.
Sofía es mi amiga y no quiero seguir peleando con ella, por eso se lo digo una noche, después de cenar, mientras escuchamos música clásica -el piano de Rachmaninov que ella adora- y bebemos vino tinto, algo que la desinhibe y que a mí, en cambio, me torna callado y sombrío: Quiero llamar a Geoff. Se hace un silencio pesado. Llámalo, haz lo que quieras, se rinde ella, sin disimular su tristeza y su cansancio, pues ha pasado el día caminando por todo Georgetown para encontrar un lugar bonito en el que podamos vivir juntos y yo escriba la novela tantas veces prometida, y ahora yo se lo agradezco diciéndole que necesito hablar con Geoff, el chico que le juré había sido sólo una aventura fugaz, intrascendente.
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