Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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Me encierro en el cuarto de huéspedes y ella sube el piano. Llamo a Geoff, que me atiende con su voz dulce, se queja de que me he perdido y nunca devolví sus llamadas, y le digo que estoy en Washington y que podría tomarme un tren y pasar un fin de semana con él. Se alegra mucho, me ruega que vaya y le prometo que iré, y siento que mi ánimo se recompone y que mi espíritu se llena de alegría cuando un hombre como él me dice que me extraña. Soy bisexual, no puedo evitarlo, y aunque vaya de escritor solitario, al final del día necesito el cariño de un hombre para sentirme bien. Es triste pero es la verdad, y no me queda sino decírsela a Sofía, anunciarle que me iré en tren a visitar a mi chico neoyorquino.

Empaco en silencio, avergonzado de mí mismo, salgo del cuarto de huéspedes y me presento en la sala con mis dos maletas y mi cara de bisexual torturado. Sofía me mira triste y no dice nada, mientras el piano de Rachmaninov me clava aguijones en el corazón. Me voy a Nueva York a pasar el fin de semana, digo. Ella permanece en silencio y me mira con una tristeza que la sobrepasa y le impide hablar. Aunque trata de evitarlo, llora, me mira y llora, y hace apenas un gesto, un ademán contrariado como diciéndome vete, vete ya, no me hagas sufrir tanto. Le digo entonces no creo que vuelva, es mejor que me vaya, lo nuestro no puede ser, no tiene futuro. Ella se cubre el rostro con las manos, sin poder creerlo, sin entender por qué un viaje que prometía tanta felicidad termina así, de un modo tan penoso.

Camino a la puerta con mis maletas y entonces me vence la tristeza, me echo a llorar, me doy vuelta y la veo destrozada y no puedo hacerlo, no puedo abandonarla, no puedo ser tan canalla para irme a tener sexo con Geoff y dejar tirada a esta chica linda, que se desvive por hacerme feliz. No puedo ser tan insensible, tan egoísta. La amo, a pesar de todo. Me rompe el alma verla llorar. Me siento a su lado, la abrazo, lloramos los dos y ella me dice si tienes que irte, ándate, no te quedes por pena, y yo le digo no me quedo por pena, me quedo porque te quiero, no puedo dejarte así, y ella no te preocupes, ya se me va a pasar, y yo tranquila, mi amor, todo va a estar bien, perdóname, fue sólo una mala idea, ya pasó, no me voy a ninguna parte, y ella ¿pero por qué no estás contento, por qué quieres irte, por qué te entran estas crisis inexplicables?, y yo no me atrevo a decirle crudamente la verdad, que necesito a un hombre besándome la espalda, las tetillas, el cuello, por eso digo simplemente tú sabes que yo siempre quiero estar donde no estoy, que siempre quiero tener lo que no tengo, lo imposible, lo prohibido, y ella sonríe y me mira con una nobleza que yo sé que nunca encontraré en mi corazón.

Entonces la beso y le pido perdón y apago la música que ya me irrita y vamos a la cama de Isabel, nos desnudamos, nos besamos con pasión y yo amo a esta mujer mientras un recoveco pérfido de mi mente me recuerda a él, a Geoff, ese cuerpo lánguido y apetecible que aparece en mis recuerdos como una tentación prohibida, y es la primera vez que hago el amor con ella sintiendo que la amo y que al mismo tiempo la traiciono. La traiciono pensando en un hombre que no me atrevo a amar porque no quiero lastimarla y porque en el fondo soy un cobarde, un tipo no muy distinto de Fabrizio, el italiano que huyó de esta cama porque no podía hacerle el amor a Isabel y acaso pensaba en un muchacho fornido que lo esperaba en Río como a mí me espera en vano Geoff, que agita mi imaginación y me hace gozar con Sofía de este modo oscuro, inconfesable.

Sofía ha arrendado un departamento al final de la calle 35, casi llegando a la avenida Wisconsin, a unas cuadras de la Universidad de Georgetown, en un edificio viejo, de tres pisos color ladrillo, al lado de un colegio de arte y un parque de juegos para niños. Ha firmado el contrato de alquiler por un año, pero aún no podemos ocuparlo, pues hay un inquilino que se marchará la primera semana de agosto y nosotros llegaremos poco después, al final del verano, cuando con suerte amaine este calor abrasador. Sofía me cuenta que el lugar es perfecto para nosotros, antiguo pero renovado, con pisos de madera, techos altos y un baño a la antigua: Entré allí y sentí que es un lugar perfecto para que escribas y, además, la vista es linda porque miras a un parquecito. Yo le agradezco emocionado porque no la he acompañado a mirar departamentos ni me he dado el trabajo de llenar las aplicaciones y cumplir los trámites de rigor, como tampoco he tenido el detalle de pagar el depósito de garantía, pues todo ha corrido a cuenta de ella, que no escatima esfuerzos por salvarme del carnaval patético que me espera en Lima si regreso a la televisión y cree en mí como escritor más que yo mismo.

Isabel, su hermana, sigue liada en Río, envuelta en peleas y discusiones con Fabrizio, quien, al parecer, no está dispuesto a ser generoso en el divorcio y le regatea las cosas más ínfimas. Francisco, el hermano mayor, está estudiando en Boston con su novia Belén, y Sofía, que ama a su familia, me anima a visitarlo juntos un fin de semana, pero yo no tengo fuerzas para viajar, sigo deprimido, me paso los días tirado en la cama, leyendo, escuchando música, evitando el teléfono porque Geoff no cesa de llamar y Sofía de reprocharme que le haya dado este número a mi amante neoyorquino, quien, por lo visto, no está dispuesto a olvidarme. Si algo me queda claro, enfermo de tedio en Washington, es que mi vida en Lima no era tan mala como pensaba, que aquellos días de amores prohibidos, circo de televisión y plata fácil no eran tan infernales como los creía entonces, pues, si bien vivía en una ciudad objetivamente fea, al menos había una cierta violencia en las emociones que ahora echo de menos.

Sofía es muy buena conmigo, me quiere como nunca me han querido, pero -será por mi tendencia autodestructiva- eso a veces me aburre, me cansa, me hace pensar que no merezco tanto amor y que ella está obsesionada conmigo, que, por mucho que tratemos de ser felices juntos, siempre desearé el cariño de un hombre y no podré ocultarlo. Ella sabe que soy bisexual y no por eso me ama menos, pero también cree, aunque no me lo dice, que cambiaré gracias a ella, que logrará desterrar mi ambigüedad, que nuestro amor me bastará para ser feliz. y yo sé, en cambio, que, cuando estoy a solas en el baño o en el cuarto de huéspedes, a veces necesito tocarme pensando en un hombre, en uno que conozco y que me ha amado, como Sebastián o Geoff, o en uno anónimo, ficticio, hecho desesperadamente a la medida de mis fantasías.

Sofía no ve esa película calenturienta que yo proyecto en la sala secreta de mi imaginación, en esa penumbra a la que ella no tiene acceso y que, sin embargo, tanto revela de mí. Si la viera, a lo mejor me dejaría con brusquedad. Ella sólo advierte lo más visible y tal vez insincero, mis ademanes más o menos refinados, mi vida sedentaria de lector, mis comentarios presumiblemente irónicos que no son otra cosa que chisporroteos neuróticos. Sofía ve todo eso y también mis bríos en la cama cuando me acuerdo de ser un hombre, la hago mía, le digo cosas desmesuradas al oído y le arranco palabras inflamadas de las que luego se arrepiente. No deja de sorprenderme que me diga que nunca gozó con ningún hombre como disfruta conmigo. Me sorprende y no la creo del todo, porque sé que soy un amante torpe, chapucero, lastrado por la ambigüedad, pero ella me jura que ni siquiera Laurent, su ex novio francés, que era un adicto al sexo, le dio orgasmos tan buenos como los que tiene conmigo.

Eso curiosamente me hace feliz, me colma de una extraña manera, porque, a la vez que reconozco en mí un lado fuertemente gay, también me gusta mantener vivo al seductor profesional que suelo mostrar en la televisión de mi país. Por eso, cuando salgo a caminar por el barrio a solas y veo a una mujer guapa, no puedo evitar ser coqueto, mirarla, sonreírle, estar a la caza de la primera oportunidad para ser infiel, y no porque en realidad me apetezca acostarme con esa chica linda que pasea a un perro cojo y me recuerda a Ximena, mi primera novia, sino por el placer de entregarme a un acto oscuro y prohibido y sentir que el hombre que habita en mí no ha muerto del todo. Sofía, sin embargo, sabe que escondo una herida, la creciente apetencia de sentir el amor físico de un hombre, lo que ella atribuye a la mala relación que he tenido siempre con mi padre, que fue muy violento cuando yo era un niño, humillándome a menudo, y a quien procuro ver lo menos posible, porque aún está fresco el recuerdo de lo abusivo que fue conmigo, de todo lo que me hizo llorar sin razón, sólo porque su vida era una suma de frustraciones, y yo, su hijo mayor, le había salido más sensible y delicado de lo que podía tolerar.

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