Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre

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Gabriel ama a Sofía pero también le gustan los hombres. Gabriel tiene mucho éxito en televisión, pero lo que ansía de verdad es huir del Perú y dedicarse sólo a a escribir, lejos de la ambigüedad y de la hipocresía que lo envuelven y lo limitan. El huracán lleva tu nombre es una singular historia de amor, dolorosa y gozosa a la vez, con una heroína, Sofía, que fascina por su capacidad de amar, y con un original antihéroe, el narrador, Gabriel, que expone al lector su conflicto a través de una sinceridad a veces hilarante y a veces conmovedora. Una novela que no va a dejar a nadie indiferente.

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También falta poco, recuerdo en silencio, para que mi organismo digiera los cuatro emparedados llenos de mayonesa que he deglutido con violencia, y entonces tendré que ir al baño, ¿a qué baño, al inodoro del departamento, que no podemos jalar porque no hay agua? No: tendré que ir sigilosamente a algún rincón del jardín, esconderme tras los arbustos y los matorrales, con un de papel higiénico, y cagar como los perros. Yo, que antes era una estrella de la televisión de mi país, ahora ando defecando a la sombra de una palmera. El amor y el huracán han destruido mi vida. Ahora soy un náufrago, un sobreviviente, un hombre cansado y apestoso que no tiene dónde dormir. La calle sigue bloqueada y no podemos escapar. Ya hemos metido las maletas en el auto, estamos listos, aguardamos con impaciencia la partida, pero dependemos de los pobres trabajadores que se turnan sin descanso, día y noche, para reabrir el tránsito en la avenida y restaurar los servicios básicos en la ciudad. Entretanto, seguimos completamente desinformados, sin televisión ni periódicos, y sólo podemos escuchar las noticias encendiendo el auto y sintonizando la radio, pero no lo hacemos por más de cinco minutos para no consumir la poca gasolina que nos queda.

Por las noticias que escuchamos en la radio, sabemos que el aeropuerto permanece cerrado, la ciudad ha colapsado y en los barrios pobres la gente se pelea por bloques de hielo. No nos queda sino esperar. Sofía y yo, con todo el edificio estragado para nosotros, y con su linterna y la luna llena como únicas fuentes de luz, nos tumbamos afuera, en las perezosas maltrechas de la piscina, bien cubiertos de repelente antimosquitos, a descansar de este día tan miserable. No podemos dormir en el colchón del departamento porque el calor es insoportable y terminamos mojándolo todo de sudor. Es mejor estar afuera, mirando la luna, tratando de olvidar esta pesadilla. Para escapar un momento del infierno, hacemos el amor aquí, al aire libre, ella sentada sobre mí, el vestido apenas levantado. Cuando terminamos, me pregunta cómo será mi novela y yo empiezo a divagar, a contarle las ideas borrosas que excitan mi imaginación, y ella se entusiasma, me ayuda a aclarar dudas, me sugiere escenas o personajes y es un momento espléndido, Sofía y yo hablando con pasión de mi novela después del huracán, esta noche de luna llena al pie de la piscina.

No dormimos, pasamos la noche hablando, contándole yo pequeñas historias impresentables de mi familia, relatando ella las visitas que hacía, con su hermano Francisco y su hermana Isabel, a la casa rústica que su padre, Lucho, tenía al borde del río, en los Andes peruanos, donde debían dormir en el suelo, con las arañas y los alacranes, lavar la ropa en el río chucaro, llevar agua a la casa cargando unas bateas muy pesadas -que pobres de ellas si se les caían, porque entonces Lucho las castigaba sentándolas encima de una piedra en el río-, y cocinar pobremente en una cocinita a gas cualquier cosa que ellas, las hermanas, dos niñas apenas, pudiesen imaginar. Pienso en Sofía castigada porque se le cayó la batea de agua, sentada sobre una piedra del río turbio, y no puedo sino amarla y pensar que su padre resultó siendo casi tan loco como el mío. Mi padre no me castigaba así, exponiéndome a la corriente traicionera de un río, sino de maneras más retorcidas y sañudas, obligándome a recoger con las manos las cacas de los perros, golpeándome en las nalgas con un látigo para montar a caballo o burlándose de mí ante sus amigos, lo que me dolía en el alma, que papá fuese tan traidor como para decirles a sus amigos, en presencia mía, que yo era una mariquita y un bueno para nada, como si él, aparte de vivir de la fortuna de su padre, hubiese hecho algo útil con su vida.

Sofía al menos tuvo suerte, porque no le tocó una mamá beata, sino más bien casquivana y liberal, y porque su papá, siendo un lunático, prefirió irse al campo y no quedarse amargado en un matrimonio que lo hacía infeliz, al menos tuvo el valor de quemar todo -su matrimonio, su reputación, sus documentos de identidad y una parte de su cerebro con las drogas que consumía- y largarse a un rincón en la sierra donde nadie lo jodiese y él no jodiese a nadie, a diferencia de mi padre, que nunca tuvo coraje para irse a ninguna parte y se quedó torturando a mi madre y ensañándose conmigo, volcando en mí toda su rabia, sus complejos y sus frustraciones. Yo no le perdono eso, que fuese tan cobarde conmigo cuando yo no podía defenderme, pero Sofía no le guarda rencor al suyo, lo comprende y lo perdona, lo quiere de verdad, yo tampoco podría haber aguantado a mi madre, dice, yo también me hubiese escapado de ella a una casita en el río, el pobre tuvo que hacer eso para sobrevivir. Yo digo que me parece atroz que Lucho las obligase a ellas, dos niñas, sus hijas, a dormir en el suelo con las arañas, a cargar bateas de agua pesadísimas, a cocinar y a lavar la ropa en el río, y que me parece imperdonable que las castigase con tanta brutalidad, sentándolas sobre una piedra del río, pues nada justifica, salvo la locura, un comportamiento tan irresponsable y egoísta, el de abandonar a sus hijos, obligarlos a hacer un viaje larguísimo en autobús para verlo en ese paraje inhóspito del norte peruano y someterlos a las privaciones de su vida de ermitaño.

No, no fue así -dice ella-. Mi papá se volvió loco, estaba enfermo, no estaba bien de la cabeza. Nos abandonó y se fue a la sierra porque tenía que hacerlo, porque era la única manera de sobrevivir. Pero no era malo con nosotros. Nos quería a su manera. Cuando lo visitábamos, nos obligaba a vivir como él, pero no por malo ni egoísta, sino porque ésa era su manera de querernos. Así nos mostraba su mundo. Así nos hacía un poquito como él. y a nosotros nos gustaba eso, que mi papá tuviese un mundo propio, completamente distinto del de todos. Nadie tenía un papá que vivía solo al borde del río, sin luz, sin agua, sin teléfono, sin empleadas. Eso me hacía sentir especial No me acomplejaba. Al contrarío, me daba orgullo que mi papá fuese un hippy genial. Yo no quiero ser un hippy. No quiero comerme los sapos de la piscina ni las lagartijas que corren por la alfombra del departamento. Quiero irme de acá. Quiero volver al mundo civilizado.

A la mañana siguiente, Sofía y yo seguimos vivos, aunque hediondos, y la avenida Brickell ha sido reabierta. Me arrastro de cansancio, el hambre aguijonea mi estómago y la conciencia me remuerde diciéndome que no debería haberme ido de Lima, donde lo tenía todo tan fácil, incluyendo, con intermitencias, el cuerpo de Sebastián. Tras hablar a gritos con los trabajadores que siguen limpiando la avenida y asegurarnos de que podemos llegar al acceso a la autopista I-95 y manejar sin interrupciones rumbo al norte, subimos al auto, abandonamos sin pena los muebles desvencijados y el colchón heroico, dejamos las llaves del departamento en medio de la alfombra, entre charcos grisáceos, lagartijas y mosquitos que se multiplican, y nos largamos del maldito 550, Brickell, donde nos pasó por encima el huracán, del que ahora somos orgullosos sobrevivientes. Cuando, tras sortear ramas, cables y camiones de trabajadores, logramos subir a la autopista I-95 rumbo al norte, miro a Sofía, sonreímos, y ella me dice acelera, baby, que Georgetown nos espera. Te amo, le digo, y no le doy un beso porque mi aliento apesta.

Es una mañana luminosa a finales de agosto. Lima ha quedado atrás, Miami es un mal recuerdo, el huracán nos ha dejado inmundos y hambrientos pero no ha logrado doblegarnos, y ahora nos espera Georgetown, donde nos amaremos y escribiré mi novela. Acelero. El auto es demasiado pequeño y está atestado de maletas y no parece cómodo hacer el viaje hasta Washington en estas condiciones. En Fort Lauderdale tomamos un desvío, paramos en un lugar de comida rápida y comemos como carreteros. Ya no me suena la barriga de hambre, ahora sólo apesto. Necesito darme una ducha. Sofía también parece desesperada por eso, quiere un baño decente y una cama en la que podamos echar una siesta. Le parece imprudente manejar así, con tanto sueño y estas ropas de presidiarios. Me convence sin mucho esfuerzo. Nos desviamos en West Palm Beach y nos registramos en un hotel modesto al borde de la autopista, en el que nos miran con cierta desconfianza, pues nuestro aspecto es de terror. Entonces Sofía explica que venimos huyendo del huracán y el tipo de la recepción sonríe y nos da las llaves con amabilidad.

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