Sofía no ignora que me aburre estudiar inglés, pero me anima a perseverar para sacarme un buen puntaje en el examen y quedar en condiciones de seguir estudiando en Georgetown, ya no inglés, sino lo que ella sueña para mí, filosofía. Yo sonrío y no digo nada, porque estoy seguro de que no podría ser un filósofo. A pesar de la humillación que significa asistir a las clases de inglés y tener como amigo al chino Huan, que usa unos anteojos muy gruesos de científico perseguido, come los bagels solos, habla atropelladamente y al hacerlo muestra los pedacitos blancuzcos del bagel que se le atracan entre los dientes; y a pesar de que todavía no comienzo la novela y ningún chico lindo del campus corresponde mis miradas, la estoy pasando bastante bien. El departamento ha quedado muy bonito gracias a los esfuerzos de Sofía, que ha comprado, en la feria de pulgas que se monta todos los domingos en el parqueo aledaño a nuestro edificio, sillas, mesas, velas, espejos y hasta un televisor usado que ha colocado en el dormitorio, sobre unos contenedores plásticos. Yo contribuyo a duras penas, y quejándome, con un equipo de música y un aparato telefónico que conseguimos en las tiendas de Georgetown Park.
Increíblemente, la primera llamada que recibimos es la de mi padre, que está en Lima y habla a menudo con Bárbara, la madre de Sofía, quien le dio nuestro número sin consultarnos. No contesto a mi padre, escucho disgustado su voz ronca en la grabadora y me niego a responderle. No sé para qué llama este pesado, le digo a Sofía. Contéstale, no seas malo, me dice con ternura. Yo no quiero hablar con él, sólo me trae malos recuerdos. Si nunca me llamaba en Lima, ¿por qué me llama ahora que estoy lejos? Será porque está aburrido en la oficina y quiere saber cómo está el tiempo en Washington. Aunque no contesto sus llamadas, papá insiste en hablarle todos los días a mi grabadora. Nada más regresar de clases, escucho sus mensajes generalmente largos, en los que no me llama Gabriel, sino hijo, y me cuenta las novedades familiares -quién viajó, quién se enfermó, quién celebró su cumpleaños, quién salió retratado en una revista- y las desgracias políticas que, como de costumbre, afligen a ese desdichado país. Estoy harto de que papá llame todos los días, qué ganas de joder, ¿cuándo se va a dar cuenta de que no quiero hablarle?, me quejo con Sofía. Te llama porque te quiere, es una manera de decirte que sabe que ha jodido las cosas contigo y quiere mejorarlas, dale una oportunidad, dice ella, conciliadora. Que no me joda, que me deje en paz, digo.
Como si fuera poco, mi padre ha conseguido, gracias a Bárbara, la dirección del departamento en que vivimos, y ahora me acosa también con despachos de correo que llegan cada semana. En ellos me envía revistas y periódicos peruanos y especialmente recortes en los que se hace alusión a mí y se me critica con mezquindad. Me irrito cuando leo todo eso. ¿Cómo se le ocurre a este viejo huevón mandarme recortes donde me dicen cosas feas y mezquinas?, se nota que disfruta obligándome a leer toda esa mierda, es el colmo del desatino y la estupidez que se dé el trabajo de recortar y mandarme críticas negativas, le digo a Sofía, indignado, y ella me da la razón e intenta calmarme. No te guardes todo eso que sientes, díselo a tu papá, habla con él y explícale que no quieres que te mande recortes de periódicos que te atacan, me dice con serenidad. En la siguiente llamada de mi padre, yo todavía furioso por sus impertinencias, escucho su voz, levanto el teléfono y grito: ¿No te das cuenta de que no quiero hablar contigo? ¿Vas a seguir llamando todos los putos días aunque no conteste nunca? ¿Me vas a seguir mandado esos estúpidos recortes de periódicos que me critican?
¡Deja de joderme la vida, por favor! ¡No me llames, no me mandes revistas ni periódicos, no me recortes nada, ni cosas buenas ni cosas malas, déjame tranquilo! Oigo que tose nerviosamente y me pregunta: Hijo, ¿qué te pasa?, ¿estás tomando drogas otra vez? No me llames más, digo, y cuelgo el teléfono. No estoy tomando drogas. No creo que vuelva a tomarlas. Si quiero ser un escritor, no puedo ser un cocainómano.
Has sido muy duro, no deberías haberle tirado el teléfono -me reprocha Sofía, con cariño-. Pero al menos es bueno que te atrevas a decirle todo lo que piensas, añade. Desde entonces, papá deja de llamarme y de mandar correos. Mucho mejor así. Nadie más me llama desde Lima, esa ciudad que quiero olvidar. Cuando Sofía no está en casa, a veces llamo a Ximena, que estudia en Austin y fue mi primera novia. Ximena conoce a Sofía porque estudiaron en el mismo colegio de monjas americanas en Lima. También conoce a Sebastián, sabe de mis andanzas con Geoff y cree que soy demasiado gay para poder ser feliz con una mujer. Le parece cómico que esté estudiando inglés con chinos, coreanos y vietnamitas, que mi mejor amigo sea Huan el pekinés y que Sofía me obligue a levantarme a las siete de la mañana para ir a clases. Ximena es un amor. No la veo desde hace un par de años, pero su voz me reconforta. Como yo, detesta Lima y no piensa volver. Tiene un novio tejano que sabe darle muy buenos orgasmos y que es medio pobretón, cosa que ella pasa por alto. Me anima a escribir mi novela y a visitarla en Austin si alguna vez me peleo con Sofía. Ojalá te pelees pronto para que vengas a vernos, acá hay un montón de chicos lindos, o sea, que estarías muy feliz, me dice traviesamente.
No le cuento a Sofía que me gusta hablar con Ximena porque sé que le tiene celos. Pero a mí también me dan celos cuando Laurent la llama desde París, se quedan hablando horas en el teléfono y yo no entiendo nada porque hablan en francés y ella no dice pan, queso, auto, señorita o camarero, algunas de las pocas palabras que aprendí en la carretera. Por su tono de voz, la estridencia de sus risas y la alegría que exuda cuando la llama, me parece que Sofía todavía está enamorada de Laurent. Se lo digo y ella lo niega: Sólo quiero que seamos amigos, no me gustaría que desaparezca de mi vida cuando nos hemos querido tanto, él sabe que yo no quiero volver a ser su novia y, si no lo acepta, no es mi problema, con el tiempo se dará cuenta. No sé por qué te llama tanto, ¿acaso no sabe que estamos viviendo juntos?, es una impertinencia que llame a cualquier hora de la noche para decirte que te extraña, cuando tú estás durmiendo conmigo, me quejo con una amargura que me avergüenza. No le tengas celos, yo estoy enamorada de ti, he dejado a Laurent para estar acá contigo, me susurra ella en la cama. Me he vuelto adicto a su cuerpo, a sus besos y a sus caricias, a sus jadeos ahogados de niña pudorosa de colegio de monjas. Hacemos el amor todas las noches con las ventanas abiertas porque todavía hace calor y el aire acondicionado es un desastre, hace un ruido espantoso y apenas enfría. Yo le pido que me cuente todos sus secretos, las historias más oscuras de su sexualidad, y ella, con reticencia, venciendo el pudor, me cuenta con voz entrecortada las pequeñas aventuras, las travesuras, los desafueros y las transgresiones que se ha permitido desde que perdió la virginidad con Sebastián en el último año del colegio.
No sé por qué me gusta tanto que me cuente aquellos secretos que en cierto modo la avergüenzan. Me excita la historia del jugador de polo, un tipo narigón, de cuerpo atlético, que una tarde la invitó al cine y la tocó entre las piernas; la noche en Filadelfia que se fue a la cama de un francés que acababa de conocer en una discoteca; y especialmente cómo le gustaba hacer el amor con Sebastián cuando regresó a Lima, tras graduarse en Filadelfia. Sebastián está muy presente, demasiado quizá, cuando hacemos el amor Sofía y yo. Aunque sé que la incomoda, yo la obligo a hablarme de él mientras hacemos el amor, lo que me produce un placer extraño, pues a menudo imagino que soy Sebastián complaciéndola. Sé que él no me perdonará y que no volveremos a ser amantes, pero tampoco ignoro que fue uno de mis pocos amores y tal vez por eso me aferró a su recuerdo aun en los momentos más íntimos con Sofía. Después, en la quietud de estas noches, cuando ella duerme, me desasosiegan los fantasmas de siempre. No me siento del todo un hombre. Me esfuerzo para serlo cuando hago el amor con Sofía. Por eso, a veces quedo adolorido ahí abajo y paso las noches desvelado, soportando una irritación y un escozor en el sexo que me van llenando de rencor contra ella y me recuerdan que todo esto, ser un hombre, dormir con una mujer, es un esfuerzo, porque lo que más me provoca es acostarme con un hombre, por ejemplo, con el chico precioso que veo caminando por los jardines de la universidad, de pelo negro y mirada melancólica, que lleva siempre botas de vaquero y un walkman amarillo.
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