Jaime Bayly - El Huracán Lleva Tu Nombre
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Sofía duerme cuando entro al baño. Yo me encierro, veo en el espejo mi rostro angustiado y me toco pensando en él, en ese chico esquivo a quien sueño con besar. Esto se convierte en una rutina que por suerte ella ignora: después de amarnos, y cuando ya duerme, me levanto sigilosamente, me escondo en el baño y recién entonces me atrevo a ser yo mismo, a liberar mis demonios y mis fantasías, a reencontrarme con el chico suave que he querido ignorar pero que resucita siempre. Soy más gay de lo que Sofía sabe. Soy más gay de lo que mis compañeros chinos y coreanos sospechan. Si Huan supiera lo gay que puedo sentirme en el baño a las tres de la mañana, quizá dejaría de hablarme con sus ojillos risueños y los pedazos de bagel incrustados entre los dientes. No puedo decirle a Sofía que ella no me basta para ser feliz. Tengo que escondérselo; le partiría el corazón. La amo y sólo quiero verla feliz. Por eso voy todas las mañanas a las clases de inglés, me preparo para el examen estudiando en la biblioteca, la acompaño a hacer las compras y le hago el amor en las noches antes de dormir. Sin embargo, sé que algo no está bien. Porque tengo que pensar en un hombre cuando me agito sobre ella y refugiarme más tarde en el baño para soñar con que un hombre me hace el amor.
Algo está mal y sólo yo lo sé. Sofía, tan ingenua, cree que todo está bien, que voy a sacarme el mejor puntaje en el examen, que voy a inscribirme en el programa de filosofía y a escribir una novela linda de la que se sentirá orgullosa y que quizá algún día me casaré con ella en una iglesia de este barrio tan bonito. Yo veo el futuro de un modo más sombrío: creo que siempre me gustarán los hombres, que no estudiaré filosofía, que escribiré una novela sobre el amor gay que ella lamentará y que no tendré el valor para casarme con ella ni con nadie, y que me esconderé en algún lugar oscuro para seguir escribiendo. Por el momento, sólo me queda fingir que todo está bien y esperar a que termine el curso de inglés para comenzar a escribir. Eso, escribir la novela, me salvará. Huan, mi amigo chino, no tiene idea de la trama ni de los personajes que excitan mi imaginación, pero me dice que tengo cara de escritor. No sé si será verdad, no quiero mirarme al espejo, me da vergüenza haberme tocado pensando en Huan cuando una mujer tan hermosa duerme en mi cama. Me doy pena. Sólo necesito dormir unas horas.
Regreso a la cama después de esa media hora de encierro en el baño que me deja relajado, en armonía con mi secreta identidad. Ahora puedo dormir bien, sabiendo que me he esmerado en ser un hombre con Sofía y, en la soledad del baño, todo lo gay que me ha dado la gana. Duermo plácidamente y amanezco con una sonrisa cuando Sofía me trae a la cama el café con leche y las tostadas con queso y me dice que me apure porque en media hora comienzan mis clases. ¿Cómo podría no amar a esta chica linda, que huele tan rico y me trae el desayuno a la cama? ¿Dónde encontraré valor para decirle que no soy el hombre que ella cree y dejarla sola para que encuentre a un hombre de verdad, que sepa hacerla feliz? Si supiera que me he tocado una madrugada pensando en Laurent, me tiraría el café en la cara.
Ahora caminamos a la universidad por la calle 35 tomados de la mano, con las mochilas llenas de libros en la espalda, animosos y sonrientes, disfrutando de esta mañana fresca, prometiéndonos un encuentro en la cafetería Sugars para almorzar juntos, y cualquiera diría, al vernos pasar, que somos una pareja feliz. Pero yo no soy feliz: la mía es, una vez más, una sonrisa impostada.
Por fin han terminado las clases de inglés. Junto con decenas de postulantes, he rendido el examen un sábado en la mañana y, para orgullo de Sofía, que ha llamado a su madre a contárselo, he obtenido un puntaje bastante alto, lo que me deja en buenas condiciones para seguir estudiando en la universidad, algo que a ella le entusiasma pero que a mí me abruma. Ya no hay más excusas, ahora puedo escribir la novela. Sofía insiste en que debo estudiar además de escribir, que puedo hacer las dos cosas bien, pero yo le digo que eso es imposible, que si me dedico a estudiar me quedaré sin energías para escribir. No quiero estudiar nada, ni siquiera literatura. Sería una pérdida de tiempo. Prefiero elegir libremente las novelas que me interesen de la biblioteca y no leer por obligación las que me mande un profesor que sólo debe de pensar en su jubilación y que leerá bostezando y soltando flatulencias las tareas que yo le entregue a regañadientes. No seas tonto, aprovecha esta oportunidad, métete a estudiar lo que quieras, tienes un puntaje buenísimo, vas a disfrutarlo mucho y te va a servir para ser un mejor escritor, te van a tomar más en serio como escritor, me anima Sofía, entregándome los papeles y las aplicaciones que ha recogido en la universidad, y en seguida me sugiere llenarlos para que no venza el plazo y pueda ser admitido ya no como estudiante de inglés, sino de la Facultad de Filosofía.
Pero yo me niego, aferrándome a un solo argumento: Quiero escribir mi novela y si no la escribo ahora no la escribiré nunca, y si me preguntas qué me hace más ilusión, publicar una novela o graduarme en Georgetown, sin duda prefiero publicar. Infatigable, Sofía sigue tratando de convencerme. Ella sueña con reformar mi vida, adecentarme, convertirme en un hombre serio, y para eso cree indispensable que termine la universidad y me gradúe con honores. También le parece bueno que escriba la novela, pero esto último le parece menos importante o en todo caso menos urgente. Yo discrepo: lo más urgente es escribir. Si me dicen que me voy a morir en un año, no perdería mi tiempo estudiando pendejadas en la universidad, me dedicaría exclusivamente a escribir, le digo. ¡Pero no te vas a morir en un año, tienes que planificar tu vida pensando que el futuro es largo, que vas a vivir cincuenta años más!, se ríe ella. Esta vez, sin embargo, no doy mi brazo a torcer y me niego a seguir estudiando. Además, la universidad es muy cara, yo estoy viviendo de mis ahorros y no me parece prudente dilapidarlos en unas clases que no me apetece llevar. Si escribo y llevo una vida austera, puedo estar dos años, quizá tres, sin trabajar, viviendo en esta ciudad, leyendo sin costo alguno en la biblioteca, persiguiendo en secreto a los chicos guapos que tanto animan la vida del campus, dándome, en suma, la vida que tanto soñé en Lima, cuando me sentía un prisionero.
Empiezo a escribir la novela con una rutina estricta: me levanto a las siete, cuando Sofía me despierta, desayunamos hojeando el Washington Post que nos dejan en la puerta envuelto en una bolsa amarilla, caminamos a la universidad por las calles de siempre, pero en vez de meterme a las clases de inglés me dirijo al centro de computación, elijo un ordenador, empiezo a rumiar mis ficciones truculentas y no me muevo hasta oír las campanadas de las dos de la tarde, salvo para ir a los lavabos, comer algún bocadillo en las máquinas tragamonedas del pasillo o, lo que es más importante, coquetear con un italiano que estudia inglés, un joven rubio y de contextura delgada que, por desgracia, no parece tener el menor interés en mí, porque cuando le digo para ir al cine algún día, se pone nervioso y me contesta que mejor no, que hace mucho frío y que prefiere ver vídeos en casa. No hace tanto frío, aunque ya va cediendo el verano y se sienten los primeros rigores del otoño.
Estoy contento todas las mañanas en las computadoras de la universidad. Es un ambiente muy propicio para escribir, pues reinan el silencio y el orden, aunque a veces me perturba la chica que se sienta a mi costado y golpea histéricamente las teclas mientras chatea con un amante presumo que calenturiento, así como un argentino insoportable, con aires de intelectual, que tiene la manía de sentarse a mi lado, hacerme preguntas impertinentes, opinar con aires de sabiondo y, lo que es peor, fisgonear las cosas que escribo, las palabras inflamadas que titilan en la pantalla y que él no se cansa de espiar. Entre la chica del chat y el argentino espía, escribo con más paranoia de la habitual, pero esto quizá sea bueno. De todas formas, confirmo que esta rutina me da mucha más satisfacción que sentarme a bostezar como alumno en una clase, sólo para complacer las alucinaciones de Sofía, que insiste en recordarme mi destino como filósofo. A sugerencia de ella, que ve como una amenaza a la chica que me acosa en las computadoras y comparte mi alergia por el argentino fisgón, decido comprarme un ordenador, cuya marca ella elige tras leer todas las revistas, reportes al consumidor y boletines cibernéticos disponibles. Es una alegría recibir tres días después la computadora Dell, instalarla en mi mesa de trabajo, frente a la ventana que mira al parque infantil, y cargarla con los programas piratas que nos ha enviado Francisco desde Boston, en un acto de generosidad que le agradezco por teléfono. Ahora puedo quedarme a escribir en casa todas las mañanas, después de despedir a Sofía y desearle un buen día en la universidad.
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