El doctor Rumsfeld sonríe comedido, muy profesional, como celebrando esta confesión, casi como si la hubiese adivinado, y me pide que pasemos a un ambiente privado para hacerme un examen, una pequeña inspección. Yo pienso: todo bien siempre que no me inspecciones la pinga con tu lengua de viejo depravado, estudioso de mil pollas. Me pide que me baje los pantalones y yo obedezco. Entonces me sugiere que también me quite los calzoncillos, lo que hago en seguida. Me mira con descaro, respirando pesadamente, se aproxima a mí, me hace sentir su aliento rancio, desagradable, y toquetea suavemente mis partes, recordándome los manoseos a que me sometía un cura ojeroso del Opus Dei que mi madre creía un santo. Luego me dice que me dé vuelta, que abra las piernas y me apoye sobre la camilla. Yo obedezco y quedo en posición de recibir. El doctor enguanta su mano, la unta de un lubricante y me advierte que va a introducir su dedo. Yo consiento encantado la operación. Ahora el doctor Rumsfeld se apoya en mí, me mete el dedo, lo mueve y me pregunta si duele y yo le digo que sí, que un poquito, mientras pienso que duele rico, que no me lo saque tan rápido, que lo mueva despacio y con cariño. Entonces me pregunta si he tenido sexo anal y yo le digo que sí, que hace algún tiempo no lo practico pero que he tenido un amante en mi país y otro en Nueva York. Mueve la cabeza, asiente, sonríe, me mira con cierta complicidad, como diciéndome: No me vas a decir a mí, que soy un viejo resabido, lo rico que se siente cuando te ensartan el culo. Ahora me subo los pantalones y él se quita el guante y me dice que todo está bien, que no hay lesiones serias, y que la sensación de malestar es sólo una consecuencia del sexo forzado a que me someto, y sugiere a continuación que me ponga en contacto con las organizaciones gays de la ciudad y que lleve una vida gay si eso es lo que deseo, y promete que entonces este dolor malhadado desaparecerá como por arte de magia. Yo sonrío y le pregunto si todo es tan simple. Me dice que sí, que no es el primer caso que ha tratado, que el dolor se irá cuando tenga una vida sexual razonablemente buena. Yo pienso que si Sofía estuviera allí ya le hubiese tirado una bofetada por atreverse a decir que nuestra vida sexual no es feliz.
Saliendo del consultorio, encuentro a Sofía ansiosa, que no tarda en preguntarme qué tal salió todo. Yo no sé bien qué decirle, no quiero mentirle, pero tampoco lastimarla. Entonces le cuento que el doctor me hizo un tacto rectal y que me dijo que todo está bien, que no hay nada serio, pero ella me pregunta ¿pero no te recetó nada?, y yo sonrío y le digo no, dice que el dolor se irá sólito, y ella se enfada ¿cómo que sólito?, y yo dice que no tendré ese problema cuando tenga una vida sexual feliz, y ella me mira incrédula, indignada, y pregunta ¿eso te dijo?, y yo sí, tal cual, y ella ¡pero qué se cree este viejo maricón pervertido para venir a decirte eso!, y yo bueno, no sé, ésa es su opinión, que yo debería hablar con grupos gays y que así se me iría el dolor, que todo es provocado mentalmente, que es una tensión que yo genero y se convierte en dolor, y ella ¿eso te dijo, que hables con grupos gays?, y yo sí, tal cual, y ella, furiosa, ni más volvemos donde este viejo amanerado, qué asco me da, seguro que se morboseó contigo, yo me di cuenta clarísimo que te miraba con ojitos de vieja loca, y yo muy sumiso, porque no quiero que se enfade más, sí, ¿viste cómo me miraba?, era un asco el viejo, no sabes cómo respiraba cuando me tocaba el poto, juraría que se excitó tocándome, y entonces Sofía sentencia ni más volvemos donde este viejo maricón, y yo la secundo ni más, pero pienso secretamente qué ganas de volver.
Esa noche, en el baño, me toco pensando en el doctor Rumsfeld mientras Sofía duerme plácidamente, confiando en el hombre que cree que soy y que yo sé que no podré ser.
Una noche regreso a la cama después de tocarme en el baño, traicionando el amor de Sofía y evocando a los hombres que me desearon, y ella me espera despierta con un gesto de fastidio. Me acomodo a su lado, la beso en la mejilla y el cuello, paso mi brazo sobre su camisón blanco, pero ninguno de esos gestos de cariño logra borrar esa mirada sombría, la tristeza que no consigue esconderme. ¿Qué hacías en el baño? pregunta, y siento la pesadez de su aliento. El cuarto es muy austero, sólo hay una cama, un televisor sobre unas cajas de plástico y una silla vieja que compró en la feria de baratijas de los domingos. Nada, nada importante, tuve que ir un ratito, contesto con dulzura, tratando de disipar su preocupación. Pero ella no quiere dormir, necesita saber la verdad. ¿Estabas masturbándote?, me pregunta a quemarropa. No, no, para nada -miento-. Sólo tuve que ir a sentarme al baño, eso fue todo, añado, y trato de darle un beso, pero ella lo elude y me mira con desconfianza. Me estás mintiendo, me acusa. No me estaba masturbando, tontita, estás alucinando, duerme, que estás cansada y mañana tienes clases, me hago el tonto, con mi pantalón de franela de cuadros que ella me ha regalado, la camiseta de manga larga que debería lavar más a menudo y los calcetines que jamás me quito para dormir, pues me previenen de las pesadillas que suelen asaltarme cuando tengo frío. Mientes -dice secamente-. Te he oído. Sé que te has masturbado. De pronto comprendo que no puedo seguir encubriendo la verdad: cuando terminé, hice más ruido del que hubiera querido, un gemido ahogado que ella quizá ha oído en toda su intensidad.
Bueno, sí, es verdad, me toqué en el baño, admito, avergonzado. Recuerdo entonces la culpa que sentí la primera vez que me masturbé y no fui a comulgar ese domingo en misa: de regreso en la casa, mi madre me interrogó con severidad, preguntándome por qué no había comulgado, qué pecado mortal había cometido. Tuve que confesarle llorando, sintiéndome un pecador que ardería en el infierno, que me había masturbado. Entonces ella se cubrió el rostro con las manos y rompió en un llanto sofocado, como si le hubiese confesado que había matado a alguien. ¿Por qué me mentiste cuando te pregunté qué hacías en el baño?, pregunta Sofía, con una cierta tosquedad. Porque me daba vergüenza, respondo. Sí, debería darte vergüenza -afirma indignada, sentándose en la cama, sin el menor ánimo de volver a dormir-. Debería darte vergüenza que prefieras irte a masturbar al baño que hacerme el amor. Me quedo herido: esa noche no he querido hacerle el amor, alegando cansancio y dolores de espalda, y ahora ella me descubre agitándome en el baño, jadeando, gozando a escondidas. Lo siento, digo, y guardo silencio. ¿En quién pensabas?, pregunta. No sé qué decirle. No quiero decirle la verdad, que he pensando en Sebastián, en Geoffy también en el vaquero del walkman amarillo que camina melancólico por la universidad y nunca me mira. No quiero confesarle que he terminado mascullando el nombre de Sebastián, rogándole que me hiciera el amor con esa violencia que tanto me excitaba.
No pensé en nadie en particular, simplemente me toqué porque estaba desvelado y quería relajarme para poder dormir, contesto, tratando de preservar la calma. Si no podías dormir, me hubieras despertado, sabes perfectamente que me encanta que me despiertes para hacer el amor, dice ella, dolida, haciendo un esfuerzo por no llorar. No quise despertarte, lo siento, digo. Ella queda callada un momento, como midiendo la pregunta que ahora lanza sobre mí: ¿Pensaste en un hombre en el baño? Yo no vacilo en contestar: No. Porque es verdad: no pensé en un hombre, pensé en varios. Pero ella no me cree: Estoy segura de que estabas pensando en Sebastián o en Geoff, me dice, y le cuesta decir esos nombres que la amenazan y le roban la paz. Me quedo unos segundos en silencio, los suficientes para que ella sepa que no quiero seguir mintiéndole, que la amo y que me siento un canalla cuando la engaño. ¿Pensaste en ellos, verdad?, insiste, desolada. Bueno, sí, un poquito, digo. Ahora está llorando y yo trato de consolarla pero me rechaza. Déjame -dice-. No me toques. Yo intento calmarla: No es para tanto, Sofía. No lo tomes así. Sabes que te quiero muchísimo, pero también sabes que soy bisexual y es normal que a veces tenga ganas de pensar en un hombre. Ella se encoleriza, levanta la voz: ¿Te parece normal que prefieras masturbarte en el baño pensando en el huevón de Sebastián que hacer el amor conmigo? ¿Eso te parece normal? Yo no quiero gritar, rasgar la calma de la noche con recriminaciones mezquinas: No prefiero tocarme que hacer el amor contigo. Nada se compara a hacer el amor contigo. Pero me toqué porque no podía dormir, eso es todo. Tampoco es para tanto.
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