Es un cuarto horrible, con una decoración nauseabunda, digna de una película truculenta de bajo presupuesto, pero con aire acondicionado, un inodoro que puede jalarse, luz, agua, teléfono y una alfombra seca y sin lagartijas, todo aquello de lo que no disponíamos en Miami. Nos damos una ducha muy larga, la mejor de nuestras vidas, y luego nos tumbamos en la cama y caemos dormidos.
Despierto asustado horas después. No sé dónde estoy. Sofía me sonríe, me da un beso y me devuelve el sentido de la realidad. Has dormido cuatro horas, dormilón, susurra, enroscándose conmigo, ovillándose. ¿Todavía apesto?, le pregunto, y ella mordisquea mi oreja y me dice tú siempre apestas, pero me encanta tu olor. Nunca imaginé que haría el amor con una mujer tan linda en un motel deplorable a la salida de Palm Beach. Ahora estoy de buen humor, seguro de que lo mejor está por venir. Nos vamos del motel y Sofía me convence para dejar este auto y cambiarlo por uno más grande, que nos permita disfrutar del viaje. Se ve que a mi chica le gusta la comodidad, ¿pero cómo podría reprochárselo, cuando tiene que ser una grandísima incomodidad ser mi chica? Damos vueltas, nos perdemos, encontramos por fin la tienda de autos y cambiamos este coche pequeño por una camioneta grande, color guinda, con un buen equipo de música y unos asientos mullidos en los que hundiremos el trasero las no sé cuántas horas, dieciocho o veinte, que nos esperan en la carretera. Ahora avanzamos en la camioneta a una velocidad ilegal, las ventanas abajo, el viento despeinando a Sofía, sonando con fuerza la música que ella ha escogido, y yo la miro de soslayo y la veo canturrear y mover levemente la cabeza, como bailando sola, y siento que no merezco tanta felicidad y que la vida no es tan mala como pensaba.
Podríamos hacer el viaje hasta Georgetown durmiendo una sola noche en la carretera, pero eso sería agotador. El huracán nos ha dejado cansados y no me gusta conducir de noche, por eso decidimos viajar sin apuro, dormir un par de noches en hoteles de paso y recorrer en tres días las mil cincuenta millas que nos separan de Washington. Serán más o menos veinte horas al timón de esta camioneta. El primer día de viaje avanzamos unas cuatrocientas millas, por las horas que perdimos durmiendo la siesta en West Palm Beach, así que apenas alcanzamos a trepar en unas seis horas todo el litoral de la Florida y, ya de noche, paramos a dormir en el hotel Ramada de Brunswick, Georgia, no sin antes ver en «Nightline», con Ted Koppel, los destrozos que ha causado el huracán en Miami. Desde el modesto cuarto de hotel, Sofía llama a su madre y le asegura que estamos bien y que no debe preocuparse. Por suerte, no me pide que hable con ella. No quiero hablar con Bárbara porque sé que no me quiere, desconfía de mí y me ve con el aire de superioridad con que suele desdeñar a las personas que tenemos menos plata que ella. De momento, parece resignada a que su hija quiera vivir conmigo. Ha tratado de disuadirla, diciéndole que soy un peligro, un personaje de la farándula que goza de mala reputación, un tipo que se viste mal, con los pantalones caídos y el pelo bochornosamente largo, pero todo eso no hace sino avivar el cariño o la pasión que Sofía siente por mí, de modo que, por ahora, Bárbara se repliega y espera el momento para atacarme. Si supiera que no soy tan malo con su hija, que le compro donuts y helados en las gasolineras en que me pide detenernos, que sé hacerla reír, que la complazco decorosamente en la cama y pago todas sus cuentas, tal vez me odiaría menos. No deja de sorprenderme que esa señora tan frívola y odiosa tenga una hija como Sofía, quien, por suerte, se parece bastante más a su padre.
En el hotel de cuarenta y nueve dólares la noche, sin servicio a la habitación ni una cafetería digna, nos damos un atracón de comida chatarra que sacamos hambrientos de una máquina tragamonedas. Si la madre de Sofía nos viese así, mal vestidos, en el estacionamiento de un hotel barato, tragando con felicidad estos bocadillos grasosos, quizá contrataría a unos matones y me haría desaparecer. Supongo que sueña con que Sofía se case con un millonario y vengue así las privaciones que ella tuvo que sufrir cuando su marido la abandonó para hacerse hippy. Sin embargo, ahora tiene que resignarse a que ella se haya enamorado de un bisexual que detesta a sus padres, hace escándalos en la televisión y se opone al régimen mandón que ella tanto admira. Sofía y yo dormimos esa noche en camas separadas porque así nos ha tocado la habitación, con dos camas pequeñas de una plaza, y yo estoy irritado tanto por el cansancio del viaje como por un ardor en la entrepierna que atribuyo a la excesiva frecuencia de nuestros encuentros amorosos.
A la mañana siguiente, buscamos en este pueblo perdido una cafetería donde podamos desayunar, pero no hay sino lugares de comida rápida, y no nos quejamos por eso y comemos huevos con tocino y salchichas, un festín de grasa. Sofía cuenta a quien puede que hemos escapado del huracán Andrew, por ejemplo, a la cajera negra y obesa de este McDonalds de Brunswick, Georgia, y yo le reprocho que ande alardeando de nuestro heroísmo por todo el sureste del país, pero ella no me hace caso, está orgullosa de haber mirado a los ojos al huracán y se lo cuenta al primero que cruza su camino. Tras desayunar, manejo despacio, sin traspasar la velocidad máxima que manda la ley por temor a que nos detenga la policía y compruebe que sólo tengo un carnet de conducir expedido en mi país, que además es fraudulento, a pesar de lo cual me ha servido para alquilar esta camioneta. Aunque en general no me gusta conducir, por momentos puede ser un agrado recorrer esta autopista sin sobresaltos, ancha y bien afirmada, rodeada de una vegetación que se hace más boscosa a medida que avanzamos al norte, tan distinta de las rutas ahuecadas y polvorientas de mi país. El paisaje es hermoso, inspirador, y me da una sensación de libertad, como si hubiese salido de un largo cautiverio. La compañía de Sofía no podría ser más gratificante. Ella reclina el asiento para atrás, pone los pies sobre el tablero y a veces saca el pie derecho fuera de la ventana y decide sin consultarme la música que hace sonar. Cada cierto tiempo, examina obsesivamente el mapa que hemos comprado en una gasolinera para decirme el nombre del pueblo por el que estamos pasando. Cuando le da hambre o quiere estirar las piernas, me ordena con dulzura que debemos detenernos en la siguiente gasolinera, y al llegar, busca los enrollados de canela que le encantan.
De vuelta en la carretera, se entretiene enseñándome francés. Yo no hablo francés. A pesar de que mi madre me matriculó en la Academia Francesa cuando era niño, he olvidado las pocas palabras que aprendí. Sofía, para mi vergüenza, lo habla muy bien, tal vez mejor que el inglés, lo que atribuye a los años que vivió en París con Laurent. Me pregunto si lo seguirá extrañando, si pensará en él cuando hacemos el amor, si lo llamará por teléfono secretamente y le prometerá que irá a visitarlo en sus vacaciones. Ella me dice que ya no está enamorada de él que sólo quiere ser su amiga, pero yo no la creo del todo y sospecho que todavía juega con la idea de irse a París, casarse con él y someterse con resignación a sus desmesuras amatorias; sospecho que piensa todo eso cuando yo le recuerdo que todavía me gustan los hombres. Pero ahora no se lo digo porque estamos jugando a que es mi profesora de francés y yo su alumno remolón.
Mientras avanzamos a setenta millas por hora por la carretera 95 a través de Carolina del Sur, ella me enseña unas pocas palabras en francés y yo las repito obediente, y ella se ríe de mi acento y me enseña la correcta pronunciación y yo lo intento pero soy un desastre, y entonces ella vuelve a reír de lo mal que hablo francés y lo lento que soy para aprenderlo. Nos reímos y la amo cuando, ruborizándose, me dice, a sugerencia mía, cosas atrevidas en francés, y yo las repito con mi acento macarrónico y el brazo izquierdo bastante más tostado que el otro por el sol, y ella se sonroja, sonríe pudorosa, se reclina, descansa en mi pierna y me pide que acaricie su pelo mientras vemos pasar los verdes campos de Carolina.
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