Estoy en un dilema atroz porque no voy a encontrar a una mujer tan adorable como ella, y por eso no la quiero perder, pero tampoco a un chico tan lindo como Sebastián, y no puedo darme el lujo de dejarlo tan alegremente. En el auto, de regreso al departamento, ella recuesta su cabeza sobre mis piernas y yo le digo te quiero, y ella sonríe en silencio y se deja querer y luego se va a su casa porque es tarde y mañana tiene que levantarse temprano. Yo, inquieto todavía, sorprendido de que Sebastián no me dijera nada cuando se acostaba con Sofía -¿con cuántas otras se habrá acostado?, ¿con cuántas otras tengo que compartirlo?-, oigo de pronto el bocinazo del auto de Sebastián y a continuación el timbre repetido, uno, dos y tres veces, lo que sólo puede ser el anuncio de que está impaciente porque quiere acostarse conmigo o reñirme de mala manera. Le abro la puerta y entra como un ciclón, la cara descompuesta, enrabietada la mirada, adusto el rostro de actor que usualmente sabe fingir su enojo pero que ahora por lo visto no puede. Aunque me intimida verlo tan molesto, porque sé que puede darme un manazo, tengo tiempo para echar una mirada a sus brazos descubiertos y digo muy solícito hola, mi amor, ¿qué te pasa, estás molesto?, y él, controlándose, sí, estoy molesto, y yo, muy cariñoso, acercándome, tratando de darle un beso que rechaza bruscamente, ¿por qué?, ¿qué te ha pasado?, ¿se te ha bajado la llanta?, y él no te hagas el gracioso, huevón. Me gusta verlo furioso y que me diga huevón como un energúmeno de la barra brava del estadio. Entonces le digo ¿qué te pasa?, cuéntame, y él, que no es demasiado refinado con las palabras, me jode tu actitud, y yo ¿qué actitud?, y él, levantando la voz, me jode que no me abras la puerta cuando vengo a visitarte, y yo, interrumpiéndolo, es que estaba con Sofía, estaba en la ducha, no podía, y él sin escucharme, gritando, me jode que prefieras estar con ella que conmigo, me jodió que ayer en la fiesta te fueras temprano con ella sin decirme nada, y yo, interrumpiéndolo de nuevo, pero estabas con Luz María y ni quisiste saludarme, Sebastián, y él sin detenerse me jode que ahora estés acostándote con Sofía, que es mi amiga, y prefieras eso que estar conmigo, huevón de mierda, y yo, irónico, ¿es tu amiga o algo más que tu amiga?, y él ¿a qué te refieres?, y yo ¿te jode que me acueste con ella porque tú también te acuestas con ella?, y él indignado, rabioso, no sé por qué tanto, sí, exacto, me jode porque yo te la presenté, y tú te haces el machito que no eres y te agarras a mi chica, A MI CHICA, y encima me tiras arroz, me choteas, como si yo fuera un huevoncito que te puedes dar el lujo de decirme no, estoy ocupado, ven otro día, ven más tarde, ¿quién chucha te crees que eres, Gabriel?, ¿el rey del mundo?, grita desaforado. Yo, tratando de mantener la calma, digo no, no me creo el rey del mundo, porque para mí el rey del mundo eres tú, y él se enfada más aún y me dice vete a la mierda, si quieres seguir tirando conmigo, olvídate de Sofía, ella es mi amiga y mi hembrita y no quiero que te metas con ella, ¿ok?, y yo no te vayas así molesto, Sebastián, quédate un ratito, déjame servirte una cocacolita, un tecito, y es que cuando quiero engreírlo le hablo así, en diminutivos, pero él no me jodas, ya te dije lo que tenía que decirte y ahora me voy, y yo porfa, no te vayas, y me acerco para abrazarlo pero él me rechaza y dice elige, huevón, o Sofía o yó, pero no esta mazamorra que me llega al pincho. Luego da un portazo sin decir chau y se larga sin darme un beso, como se iba papá de casa todas las mañanas, con un humor de perros, con cara de perro y tratando de no pisar las cacas de los perros que se interponían en su camino al automóvil.
Mis tardes han cambiado. Antes las pasaba en la cama, leyendo y esperando a que Sebastián viniese a amarme, lo que ocurría tres veces por semana en el mejor de los casos, no más, porque el pobre andaba siempre corriendo y a duras penas tenía tiempo para mí. Ahora ha dejado de venir porque le molesta que me acueste con Sofía. Es una pena. Sofía viene todas las tardes, sin falta, y yo la espero con tanta ilusión o más de la que esperaba a Sebastián. No hago nada, o casi nada, desde que despierto, pasado el mediodía, hasta que ella aparece, entre las cuatro y las cinco de la tarde, manejando su auto guinda con asientos de cuero y trayéndome algo rico para comer, porque esta mujer me engríe como nunca nadie me mimó, incluyendo a mi madre, que, a pesar de que en el colegio me obligaban a escribir mi mamá me mima, no me mimó nunca y ahora menos, pues detesta que salga en la televisión haciendo travesuras libertinas y sospecha, sin que yo le haya dicho nada, que tengo una pasión secreta por los hombres, inquietud que habré heredado de su hermano, ya que en la familia de mamá hay un tío gay y en la de papá se sospecha que otro, sólo que lo ha ocultado la vida entera sin que por eso la gente deje de murmurar a sus espaldas.
No hago nada desde que me levanto hasta que Sofía llena de vida este oscuro escondrijo, sólo comer yogures que ella me deja en la nevera, leer los periódicos que me trae un chico en bicicleta y luego tirarme en la cama a leer, salir a caminar por el barrio, comprar unas frutas, hacer tiempo -es decir, malgastarlo- hasta que Sofía venga a sacudirme de esta modorra que se apodera de mí y que tal vez viene con la niebla. No extraño a Sebastián, no todavía, porque Sofía sabe tenerme contento. Hacemos el amor todas las tardes y es estupendo. Ella me ama de un modo sutil que en nada puede compararse al acto brutal que compartía con Sebastián en esta misma cama, cuando venía a redimirse de la vida de mentiras a la que se ha entregado sólo para triunfar como actor y para que la prensa no ponga en entredicho su virilidad. Es como una rutina, una coreografía: Sofía llega apurada y yo la espero sucio, desgreñado, sin bañarme, vestido con unas ropas viejas que encuentra divertidas, y ella, optimista y risueña como yo nunca puedo estar, me regala un chocolate o unas galletas o un sánguche, porque sabe que en esta madriguera nunca hay nada rico, y luego vamos a mi cuarto y hacemos el amor sin prisas, con el júbilo de dos amantes que descubren maravillados una suma de pequeñas complicidades íntimas. Después, y esto es tan rico como amarnos, dormimos una larga siesta desnudos, más desnuda ella que yo en realidad, porque yo siempre me resfrío y por eso me pongo una camiseta y unas medias, aunque ella insiste en sacarme los calcetines al hacer el amor, lo que a mí me debilita, me llena de dudas, conspira de un modo sibilino contra el dudoso poder de mi virilidad.
Ya de noche, Sofía y yo nos vestimos y ella se marcha a su casa, es decir, a la casa de su madre, allá lejos por los extrarradios de la ciudad, y yo me voy a correr por el malecón con una lentitud pasmosa, tan lento, desganado y apático, como si fuese un enfermo, que hasta los señores gordos que salen a trotar me sobrepasan, ni qué decir de los atletas que se entrenan para la maratón de Nueva York, que me desbordan a unas velocidades que encuentro inhumanas. Después de correr, me doy una ducha, me pongo encima un terno estragado y una corbata chillona y voy a la televisión a hacer mis piruetas disparatadas y entretener al público.
Así son mis días, lentos, previsibles, tristes porque no escribo. Cada día que pasa es una derrota secreta para mí, que sigo soñando con escapar de esta miseria y redimirme en los libros. Pero hoy no es una tarde cualquiera, es mi cumpleaños. No pienso ir a casa de mis padres, que son tan pesados y quieren reformarme, curarme, llevarme por el camino del bien. Tampoco creo que aparezca Sebastián, a quien no le he contado de mi cumpleaños y seguro que lo ha olvidado. Sólo Sofía se acuerda de que hoy cumplo veintisiete años, veintisiete años malvividos en esta ciudad en la que nací, veintisiete años a los que he sobrevivido tras dos tentativas de suicidio y toda la cocaína que me metí.
Читать дальше