Odio a Sebastián por ignorarme y ser tan hipócrita, por tener miedo de saludarme delante de sus amigos, como si todos supieran que nos acostamos, cuando en realidad no lo sabe nadie, pero él es tan tonto que se asusta y me da la espalda, avergonzándose de mí. No sé qué le pasa al tarado de Sebastián, que no me ha saludado, le digo a Sofía, y ella no me hace mucho caso y dice no te ha visto, y está medio zampado y, además, estás conmigo, o sea, que olvídate de él. De pronto me doy cuenta de que ella tiene razón, no debo preocuparme por Sebastián, él no me quiere de verdad, sólo para meterse a escondidas en mi cama, y debo disfrutar de tan inmejorable compañía, la de esta mujer que me sonríe, me cuida y me consigue otra copa de champagne tal vez porque está pensando, como yo, que está bueno emborracharnos un poquito antes de escapar a hacer el amor. No me hago el difícil, bebo más champagne, no le cuento de mi pasado cocainómano porque no quiero asustarla, sé que con ella estoy en buenas manos y puedo tomar un poco más, no mucho tampoco, porque me emborracho fácilmente. Le pregunto dónde está el baño y ella me dice ven, yo te llevo, y me toma de la mano y me lleva por un pasillo alfombrado.
Entramos al dormitorio de uno de sus primos, ella cierra la puerta, me señala el baño, se sienta en la cama y enciende el televisor. En el umbral de la puerta del baño la miro y le digo ven, y ella sonríe con malicia y se acerca sin rodeos. Luego entramos al baño, cierro la puerta y empezamos a besarnos, y me descontrolo y quiero amarla allí mismo, en el baño de su primo, y ella no me detiene, me deja avanzar. De pronto golpeo con un brazo la copa de champagne que dejé en el tablero del lavatorio y la copa cae al piso de mármol negro, fundiéndose en seguida el ruido de esa copa despedazándose y el de Sofía partiéndose de la risa porque, no puede ser, tengo que estar bajo un maleficio, he roto ya tres copas de champagne esta noche. Ahora estamos Sofía y yo, de rodillas, medio borrachos, yo del todo en realidad, recogiendo los cristales rotos del piso, cuando deberíamos estar haciendo cosas más divertidas, pero yo soy así, un chico tonto y resbaloso que deja caer las copas en las circunstancias más infortunadas. Entonces le digo vámonos de acá, no es mi noche, si nos quedamos voy a terminar rompiendo todas las copas y las ventanas, y ella ríe y tiramos los cristales al basurero y salimos tomados de la mano, como si fuéramos una pareja, sin importarnos que sus primos o sus amigos nos vean así. Subimos a mi auto, cuatro puertas, automático, y le digo ¿vamos a mi depa?, pero ella me sorprende y dice no, vamos allá arriba, señalando el morro solar, donde se levantan las antenas de televisión y la cruz iluminada que erigieron cuando vino el papa, y yo ¿estás segura, no es muy peligroso?, y ella no pasa nada, vamos, la vista es alucinante, te va a encantar. Sólo porque estoy borracho, no mido el peligro que entraña manejar hasta la cumbre de aquel cerro en medio de la oscuridad. Conduzco lentamente mi auto, serpenteando por unas curvas polvorientas e inhóspitas hasta llegar no mucho después a la cumbre, desde la cual Lima es una suma de luces pequeñitas, una hendidura rocosa que corta bruscamente la ciudad y un pedazo de mar oscuro que se pierde en el horizonte. Ahora Sofía y yo bajamos las ventanas del auto y sentimos la fuerza inquietante del viento, y hay algo turbio en el ambiente, una sensación de peligro que hace más propicio el acto del amor, al que nos entregamos sin reservas, a sabiendas de que pueden asaltarnos en cualquier momento en este cerro abandonado al que hemos subido de madrugada para amarnos con violencia en el asiento trasero de mi auto.
Cuando terminamos, bajamos del coche y contemplamos en silencio el siniestro perfil de la noche. La abrazo y me siento bien de ser un hombre y estar aquí arriba con esta mujer. No extraño a Sebastián. Sofía ha hecho renacer en mí al hombre que tenía dormido, me ha hecho gozar esta noche peligrosa como nunca antes había gozado con nadie. Yo sé que nunca seré un hombre del todo, pero tal vez podría ser lo suficientemente hombre para amar a esta mujer y hacerla feliz. No se lo digo, sólo lo pienso, luego la abrazo, la beso y le digo vámonos de acá, que ahorita viene una pandilla y nos violan, y ella me dice bueno, entonces quedémonos un ratito más, y nos reímos los dos, y yo ¿tan malo soy como amante?, y ella se ríe, me besa y me abraza. Pienso entonces que Sofía me llena de vida, me hace olvidar la existencia gris y mediocre a la que me he condenado en esta ciudad de la que quiero irme, me hace recordar que quiero ser un escritor y no un periodista de televisión que entrevista gente famosa como si le importase, cuando en realidad sólo le importa cobrar su sueldo y salir en los periódicos. Mientras bajamos lentamente del morro, pienso que esta mujer es lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo y que no voy a dejarla caer de mi vida como si fuera una copa de champagne.
Agonizo. La resaca me tiene destruido, hecho polvo, arrastrándome. Me siento un imbécil: aunque sé que el trago me deja enfermo, no me ha importado emborracharme. Estoy en pijama, o lo que yo llamo pijama, una camiseta rosada que compré en Gap hace años, unos boxers celestes de igual procedencia y antigüedad y unas medias gruesas, porque yo no puedo andar descalzo, me resfrío en seguida y me da asco andar pisando el polvo en esta ciudad tan polvorienta. Mientras pierdo el tiempo saltando de un canal de televisión a otro, intoxicándome con los programas del domingo, me pregunto, entristecido por mi ruinosa condición, cuándo tendré el valor de sentarme a escribir.
No lo sé, pero me estoy suicidando a plazos por entregarme a la vida fatua y licenciosa de una estrellita local de la televisión. Suena el timbre. Veo desde la ventana a Sofía en su Volvo guinda. Me sorprende porque no le había pedido que viniera y tampoco me anunció su visita, aunque, como he desconectado el teléfono, víctima de un dolor de cabeza, quizá me ha estado llamando en vano y por eso aparece así, repentinamente, en la puerta del edificio. Corro a abrirle y me pregunto, mirándome al espejo, si estaré presentable para recibirla así, tan maltrecho y harapiento, con esta cara de atropellado y este aliento aguardientoso, pero decido, en un raro ejercicio de honestidad, esperarla tal cual, en tan calamitoso estado. Sofía llega preciosa, con un vestido rojo, unos zapatos lindos y un aire fresco que no sé de dónde ha sacado para este domingo después de la francachela que hemos perpetrado la noche anterior.
Esta mujer no pierde la alegría y menos la belleza, y por lo visto tampoco conoce los efectos devastadores de la resaca, que conmigo se ensaña de una manera innoble. Sofía, un ángel, llega provista de pastillas para el dolor de cabeza de distintas marcas y en frascos coloridos, tylenols, advils, mejorales, alkaseltzers, vitaperinas, un montón de cápsulas, brebajes y pócimas burbujeantes para aliviar este malestar que me está matando y que ella ha adivinado tan bien. Me abraza con una ternura infinita y se ríe recordando los episodios desmesurados de la noche anterior, las copas que caían y el combate amoroso en la oscuridad del cerro. Luego me echa en la cama, me acaricia la cabeza, me da pastillas con un tecito de mandarina y ya estoy mejor, sus caricias son el mejor remedio para la resaca.
Sofía me regaña porque no tengo nada en la refrigeradora, sólo un yogur con la fecha vencida y unos plátanos negros de la semana pasada. Cómo puedes vivir así, sin nada en la refri, me dice, asombrada de mi desidia, y yo le digo es que no hay nada que odie más en el mundo que ir de compras al súper, y ella se ofrece a comprarme frutas, yogures, bebidas, cosas ricas para mitigar el trance áspero de la resaca, pero yo le ruego que no, que se quede, que no tengo hambre, sólo sed, y me basta con las botellas de agua mineral que tengo allí, al pie de la cama, unas llenas y otras vacías, que me recuerdan a un periodista veterano, amigo mío, que conocí en el diario La Prensa y que murió alcoholizado en el cuarto de una pensión, rodeado de decenas de botellas de trago barato, ron principalmente, que había consumido en un viaje suicida, su última borrachera kami-kaze.
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