Alberto Méndez - Los girasoles ciegos

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Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra, que contaron en voz baja narradores que no querian contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabias. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre si, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narracion: la derrota. Todo lo que se narra aqui es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita estadisticas.

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— Dice que el hermano Salvador le tiene manía.

— Claro que sí. Me está siempre haciendo preguntas y preguntas… hasta en el recreo.

Sus padres se miraron con una complicidad disimulada. Pese a las prisas, trataron de quitar importancia a su curiosidad.

— ¿Y qué te pregunta?

— Pues qué hace mamá, que por qué no vienes nunca tú a buscarme al colegio… y que si me gustan los libros…, de todo.

— ¿Y tú qué le respondes cuando te pregunta por mí?

— Que estás muerto.

Yo, reverendo padre, tengo un recuerdo dulce de mi infancia. La devoción de mis padres y la virtud de mis maestros me inculcaron desde muy niño el amor por Jesús. Amé al niño Jesús cuando fui niño, me preparé para ser soldado de Cristo cuando fui adolescente e ingresé en el seminario cuando llegó la hora de entregar mi vida a la Santa Madre Iglesia. Ahora recuerdo todo aquello como si mi cuerpo no existiera, como si la única substancia de mi vida hubiera sido la vocación de sacrificio. Después, una dulce marea de entregas y sufrimientos me mantuvo al margen de la vida y fue conformando un alma satisfecha por la conquista heroica de las virtudes teologales, la convicción profunda de la Fe y el silencio íntimo de la meditación.

Quizás por eso, Padre, cuando fui arrojado a la vida, siempre preñada de corrupción y desorden, me sorprendió indefenso porque hasta que lo vi, Padre, yo no había tenido conocimiento del Mal. Y creo que el Mal lo sabía.

Es cierto que acepté de buen grado unirme a la Cruzada, y, si me hubiera llegado la hora durante la contienda, usted y los míos sólo hubieran podido decir de mí lo mismo que el Padre pudo decir del Hijo: Oblatus est quia ipse voluit. Es verdad que fui. yo quien quiso el sacrificio, pero también es cierto que nunca intuí lo horrible que era el mundo. Fanfarrón, gregario, embustero, pecador y heroico. Poco a poco me fui desguarneciendo, como si yo estuviera perdiendo la batalla.

Ahora ya puedo hablar de todo aquello, aunque me cuesta recordar, no porque la memoria se haya diluido, sino por la náusea que me produce mi niñez. Recuerdo aquellos años como una inmensidad vivida en un espejo, como algo que tuve la desdicha de sufrir y observar al mismo tiempo. A este lado del espejo estaba el disimulo, lo fingido. Al otro, lo que realmente ocurría. Hoy, lo que recuerdo del niño que fui sigue asustándome porque con los años se impone la convicción de que, si yo no hubiera sido un niño, nada de lo que ocurrió habría sucedido.

Había un mundo que se llamaba Alcalá 177 y el piso tercero, letra C, era mi tierra. Este planeta estaba en un universo, inmenso y al acecho, que era una manzana triangular limitada por las calles de Alcalá, Montesa y Ayala. ¡Una manzana que ni siquiera tenía cuatro lados, como todas las demás, y, aun así, era mi cosmos! Más allá, había otras galaxias: la calle Torrijos y Goya por un lado y, por el otro, el sombrío mundo de la Fuente del Berro y la Plaza de Manuel Becerra donde habitaban niños más pobres que nosotros a los que nos vinculaba un odio recíproco e injustificado, explicable sólo porque, a la sazón, era todo banderizo: las aceras, la pelota, la peonza, la goma de borrar y los amigos. Además, recuerdo que había un pasadizo aséptico y urgente que desembocaba en el colegio de la Sagrada Familia, un palacete que hacía esquina a las calles de Narváez y O'Donell. Un cuarto de hora de camino que recorrí, acompañado o solo, miles de veces y, sin embargo, tan ajeno a mí que no consigo reconstruir del todo su paisaje. La verdad es que únicamente cuando regresaba a mi manzana volvía a estar en mi universo.

Pero, de todos los recuerdos, el que por encima prevalece es que yo tenía un padre escondido en un armario.

Hoy pienso, Padre, que me llamó la atención algo que le distinguía de los demás: era un niño triste pero con una serenidad extraña para su edad. En sus juegos sin discordia, en su obediencia sin sumisión, en su interés por aprender y su orgullo por saber, en su silencio… Quizá su infancia me recordó la mía y quise revivir en aquel párvulo el niño que yo fui. Pensé que sería un buen pastor en nuestra Iglesia. ¡Ay de mí! Noté algunas otras diferencias: recuerdo que, cuando todos los alumnos en fila, antes de salir del colegio, formaban marcialmente y entonaban el Cara al sol al atardecer como despedida de una jornada de jubiloso aprendizaje, Lorenzo no compartía el espíritu de Flecha que sus compañeros demostraban. Mantenía, sí, la compostura, pero un día me acerqué a él sigilosamente por detrás y advertí con sorpresa que mantenía el brazo en alto, movía los labios, pero no cantaba. ¡Le pedíamos amor a su Patria y nos devolvía su silencio!

Le castigué a no abandonar aquel patio si no cantaba el himno completo, pero no cantó. Se mantuvo erguido y con el brazo en alto aunque ni siquiera comenzó la primera estrofa. No sé si prevaleció en mí la ira por su rebeldía o la dicha por la oportunidad de doblegar con mi autoridad a un hijo impío de un siglo sin fe. «¡Canta», le ordené, «es el himno de los que quieren dar la vida por su Patria!»

«Mi hijo no quiere morir por nadie, quiere vivir para mí», dijo una voz suave y melosa a mis espaldas. Me volví y era ella.

Ahora comprendo la frase del Eclesiastés: La mirada de una mujer hermosa, pero sin virtud, abrasa como el fuego. Yo ignoraba entonces que así nacía mi desvarío.

Acostaron al niño y guardaron silencio en el comedor envuelto en la penumbra. El silencio formaba parte de la conversación porque ambos ocultaban sus lamentos. Aunque la ventana del comedor que daba también al patio de las cocinas estaba cubierta por una espesa cortina de terciopelo azul, vestigio de otros tiempos en que, antes de vender todo lo vendible, hubo un aparador con cabezas de guerreros medievales tallados en sus puertas, una alacena con platos de porcelana inglesa y un extraño pez de cristal de Murano con la boca abierta, el matrimonio permanecía en la habitación iluminada únicamente por la luz que llegaba del pasillo, para que nadie advirtiera que había dos adultos viviendo en esa casa.

Mientras la claridad del día prevaleciera sobre la luz del interior, Ricardo Mazo podía moverse con cierta soltura por el piso, evitando siempre acercarse a las ventanas y a los balcones. Las habitaciones del fondo daban a la calle Ayala y enfrente había un cine, el Argel, que estaba siempre vacío por las mañanas. Era ése el momento que aprovechaba Ricardo para, con las precauciones necesarias, ver la calle, la gente que vivía transitando una ciudad llena de espacios, de conversaciones, de saludos, de prisas y de parsimonias que él reconocía como suyas. Pero cuando oscurecía, Ricardo nunca entraba en una habitación iluminada, esperaba a que apagaran la luz del pasillo para ir al baño y caminaba con un sigilo que, en ocasiones, conseguía asustar a su mujer y a su hijo. Todo estaba preparado para que él no ocupara lugar en el espacio iluminado.

— Tengo que escaparme de aquí, intentar pasar a Francia.

Elena buscó las manos de su marido sobre la mesa. No hacía falta repetir que aún no era posible, que había que esperar que se fueran apagando los rigores de la venganza, que el gobierno de Vichy estaba deportando refugiados españoles a mansalva y que, de huir, lo harían todos juntos, ellos dos y el niño. Nunca más volvería a separarse lo que quedaba de familia. Su hija mayor, Elena, había escapado con un poeta adolescente al terminar la guerra y nunca volvieron a tener noticias de ella. Ni siquiera se atrevían a preguntarse si vivía.

Preñada de ocho meses, su hija huyó de Madrid a los pocos meses de terminar la guerra siguiendo a un aprendiz de poeta que se transfiguraba recitando a Garcilaso.

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