Alberto Méndez - Los girasoles ciegos

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Los girasoles ciegos: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra, que contaron en voz baja narradores que no querian contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabias. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre si, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narracion: la derrota. Todo lo que se narra aqui es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita estadisticas.

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Nunca supo que Juan Senra quería saber dónde encontrar a la segoviana embarazada para decirle que Eugenio le era fiel y la añoraba. Nunca supo que Juan estaba preocupado por las heridas que se causaba en la cabeza aliviando la irritación que le producían los piojos.

Un amanecer, pegado a pesar del frío a las rejas de la ventana sin cristal, escuchó el nombre de Eugenio Paz en la voz del oficial que enumeraba los elegidos para morir aquel día. Juan hizo el último esfuerzo físico de su vida subiéndose a pulso hasta asomarse a la ventana y gritó:

— ¡Eugenio, no subas al camión! ¡Soy Juan!

La voz del oficial continuó gritando nombres como si nada ni nadie pudiera interrumpirle. Las fuerzas poco a poco le abandonaron y Juan se dejó caer desmadejado al suelo. Lloró como nunca hubiera pensado que se podía llorar después de una guerra. Cuando el ruido del motor del camión se desvaneció tras el portón del patio, algún intérprete de los sollozos, algún avezado traductor del llanto, hubiera colegido que, entre aquellos sonidos entrecortados, Juan había pronunciado la palabra «adiós». Pero nadie le oyó y una languidez insensible al frío, al hambre, al aliento de los demás se apoderó de él durante dos días y dos noches, como si su biología sé hubiera detenido, como si el mismísimo tiempo se hubiera muerto de tristeza. Juan supo que ya no tendría mucho tiempo para acabar su carta. Con una letra parsimoniosa y minúscula siguió escribiendo hasta agotar todo el papel que había conseguido:

«Aún estoy vivo, pero cuando recibas esta carta ya me habrán fusilado. He intentado enloquecer pero no lo he conseguido. Renuncio a seguir viviendo con toda esta tristeza. He descubierto que el idioma que he soñado para inventar un mundo más amable es, en realidad, el lenguaje de los muertos. Acuérdate siempre de mí y procura ser feliz. Te quiere, tu hermano Juan.»

Trató de imaginarse el gesto del alférez capellán cuando tuviera que censurar su carta. Cerró el sobre, puso la dirección de su hermano y se la entregó al guardia de turno para que le diera curso. Era lo habitual.

Así se despedían siempre los muertos de los vivos.

Al tercer día, la voz del sargento Edelmiro repitió su nombre hasta que Juan salió de su abatimiento. Alguien le ayudó a llegar hasta la puerta y los soldados no le custodiaron esta vez porque necesitaron de todas sus fuerzas para llevar en andas a Juan Senra ante la mujer del abrigo de astracán. Y allí estaba, solícita, maternal, ocultando con su rapacidad oscura la diminuta presencia del coronel Eymar, que, como siempre, se mantenía en un discreto segundo plano.

Ella preguntó si estaba enfermo. Juan tardó en contestar, como si no comprendiera, y, al fin, logró decir: Estoy muerto. Vamos, vamos, dijo animosa la mujer, llevándole hacia el poyete. Todo pasará. Juan se dejó llevar y negó con la cabeza.

— Eres joven y todo esto pasará. Ya lo verás. — Pero Juan seguía negando mansamente con la cabeza-. Te he traído un bocadillo.

— No tengo hambre.

— Tienes que comer, tienes mal aspecto.

— Estoy bien.

— ¿Y qué te pasa?

Juan miró a aquellos dos seres melifluos que le hablaban y se comportaban con él con una actitud parecida a la del propietario. Juan era su juguete, algo que tenía que funcionar cuando ellos le dieran cuerda, moverse cuando le empujaran, pararse cuando se lo ordenaran. Por eso no entendían su comportamiento.

— Es que he recordado — dijo.

Y aquella mujer cometió el error de preguntar qué era lo que había recordado para ponerse tan enfermo. Juan le dijo que había recordado la verdad, que su hijo fue justamente fusilado porque era un criminal, no un criminal de guerra, calificación en la que los juicios de valor cambian según el bando, sino un criminal de baja estofa, ladrón, asesino de civiles para robarles y venderlo después de estraperlo, muñidor de delincuentes y, lo que era peor, traidor a sus compinches. Gracias a él había caído toda una organización de traidores, gracias a él se habían desbaratado organizaciones que traficaban con medicamentos. Pero afortunadamente de nada le había servido ser un cobarde, porque, al final, había sido condenado a muerte por un tribunal justo y ejecutado por un pelotón aún más justo. Y no fue heroica su muerte, yo — en esto mintió- estaba presente mandando el pelotón que le ejecutó. Se cagó en los pantalones, lloró, suplicó que no le matáramos, que nos diría más cosas sobre las organizaciones leales a Franco que había en Madrid…, fue un mierda y murió como lo que era. Todo lo que les he contado hasta ahora es mentira. Lo hice para salvarme, pero ya no quiero vivir si eso le produce a usted alguna satisfacción. Ahora quiero irme.

Todo fue como un fulgor, una sacudida que congeló el aliento del coronel Eymar y de su esposa. Escucharon aquel fugaz retrato de su hijo trazado con unos colores que identificaron inmediatamente como los colores de la verdad. Nadie miente para morir.

Ni siquiera se opusieron a que saliera del cuartucho adonde había sido conducido exangüe y que ahora abandonaba ordenando al sargento que le subiera a la galería. Aunque el suboficial buscó el consentimiento del coronel. La mirada cristalizada de su superior jerárquico fue interpretada como aprobación y, recuperando una marcialidad a la que, de repente, se sentía obligado, dio un empellón a Juan Senra y mantuvo una distancia cautelosa mientras subían la escalera que llevaba a la segunda galería.

Juan Senra no habló con nadie. No guardó cola para recoger el sopicaldo en su escudilla y permaneció en silencio frente a la ventana a través de cuyos barrotes intuía un cielo inmenso y gris capaz de negar las primaveras.

Dos días después, su nombre fue el primero de la lista para acudir ante el tribunal. Fue el primero en comparecer ante el coronel Eymar. Fue el primer condenado a muerte de aquel día y ni siquiera las amenazas del alférez Rioboo ni los golpes en la cara del secretario albino, pintor de estandartes, lograron obtener algo parecido a una posición de firmes.

A la siguiente madrugada su nombre fue el primero de la lista para bajar al patio y cuando el camión que le conducía junto a otros condenados al cementerio de la Almudena traspasó el portón de la cárcel, Juan pensó que Eduardo López estaría más tranquiló sabiendo que no había ninguna razón para mantenerle vivo. Trató de adivinar qué arcanos criterios habría aplicado el alférez capellán para censurar la carta que había escrito a su hermano y le tranquilizó pensar que jamás sería enviada.

Además, y esto también le otorgó cierto sosiego, del rostro del coronel Eymar desaparecería para siempre esa mueca de satisfacción impune.

Sólo dejó de odiar cuando pensó en su hermano.

Cuarta derrota: 1942

Los girasoles ciegos

Reverendo padre, estoy desorientado como los girasoles ciegos. A pesar de que hoy he visto morir a un comunista, en todo lo demás, padre, he sido derrotado y por ello me siento sicut nubes …, quasi fluctus…, velut umbra, como una sombra fugitiva.

Lea mi carta como una confesión, al cabo de la cual, Dios lo quiera, absuélvame, pero si, como me temo, mi pecado no tiene perdón, rece por mí, porque de mi contrición yo mismo tengo dudas — tal es el Demonio de mi cuerpo-, aunque de mi atrición esta carta pretende dar cumplida cuenta.

Todo comenzó cuando, siguiendo su consejo, Padre, me alisté en el Glorioso Ejército Nacional. Combatí tres años en el frente participando en la Cruzada, conviviendo con seres gloriosos y horrendos, con soldados llenos de ideales y mezquinos instintos, pero propensos a Dios cuando tienen que elegir entre la perdición y la Gloria. A ellos me uní, me fundí con ellos. Cierto es que no fui ejemplo de santidad porque, ante tanto horror, los instintos son, a la postre, un ancla de la vida y es deber del soldado saber que los muertos no ganan las batallas. Contribuí con mi sangre a transformar el monte Quemado en un monte Exterminio.

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