Alberto Méndez - Los girasoles ciegos

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Los girasoles ciegos: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra, que contaron en voz baja narradores que no querian contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabias. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre si, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narracion: la derrota. Todo lo que se narra aqui es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita estadisticas.

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El muchacho había publicado unos poemas — pindáricos, decía él- en Mundo Obrero y en algunos boletines del Ejército Popular y temió ser ajusticiado por ello. Se ocultaron en casa de Eulalia, una antigua criada de los padres de Elena, hasta que encontraron la oportunidad de salir clandestinamente de Madrid en un camión que transportaba ganado a Valladolid. No volvieron a tener noticias de ellos aunque les consolaba pensar que habían logrado exiliarse.

Hablar siempre en voz baja es algo que, poco a poco, disuelve las palabras y reduce las conversaciones a un intercambio de gestos y miradas. El miedo, como la voz queda, desdibuja los sonidos porque el lado oscuro de las cosas sólo puede expresarse con silencio.

Fui ingenuo, Padre, porque creí que todas las cosas del mundo tenían ya su nombre, es decir, estaban ya clasificadas. Yo pensaba que en eso estribaba la armonía. Para mí era suficiente con llamar a las cosas por su nombre, buscar los sentimientos en el diccionario de las Sagradas Enseñanzas para saber si estábamos hablando de la Gracia o de la Perdición. Pero hay un campo de nadie, Padre, que no está donde está el pecado y su castigo, ni está tampoco donde la virtud y su recompensa: si tuviera que dibujar un mapa trazaría una ancha franja oscura a la que, con el derecho que se otorga a los descubridores, me atrevería a llamar Elena. Elena era y es la madre de Lorenzo. Voluntas bona, amor bonus; voluntas mala, amor malus. ¡Santo Tomás se hubiera sorprendido con la complejidad de mi mapa! Hay un lado turbio en todos los paisajes que nunca podremos reducir a la simple geografía. Padre, hay un punto oscuro en nuestro ser que no contemplaron nuestros Padres: entre lo beatífico y lo abyecto hay un campo inmenso que no resuelve el problema del Bien y del Mal, un ámbito ambiguo, ahora lo sé, que es precisamente el de los hijos de Adán. Padre, hay que ser hijo predilecto del Señor para no tener que elegir entre lo divino y su contrario. Yo sólo soy un hombre, Padre, hijo del error original y la maldición que conlleva.

Mi hogar se distribuía a ambos lados de un pasillo. El edificio estaba dividido también en dos mitades: los pisos con balcones a la calle de Alcalá, que formaban la parte noble del vecindario, y los más humildes, que daban a la calle Ayala. Nosotros vivíamos en uno de estos últimos.

Aunque podría describir palmo a palmo aquella casa, lo imborrable de aquel piso serán siempre las ventanas que acechaban eternamente nuestras vidas, eran la parte frágil de nuestro reposo familiar. Si estaban abiertas, sólo podía hablar en voz alta con mi madre; si era de noche tenía que esperar a que mi padre abandonara las habitaciones para encender la luz. Todo este juego de silencios y oscuridades estaba transido por un tercer elemento que cristalizaba cualquier situación en la que se produjera: el ruido del ascensor.

Desde que se ponía en marcha hasta que llegaba a nuestro piso, el tercero, había un tiempo que todos teníamos interiorizado y perfectamente medido. Si se paraba en el segundo, o continuaba más arriba, todo seguía en el punto en que se había detenido; si se paraba en el tercero, no sólo se congelaba el tiempo sino que se petrificaba el aire hasta que oíamos un timbrazo en cualquiera de las otras tres viviendas de nuestro rellano. Entre todos los ruidos, entre todas las voces, entre todas las expresiones de vida a nuestro alrededor, mi padre, mi madre y yo teníamos perfectamente catalogados los que presagiaban peligro y los que reflejaban rutina. Nadie aludía nunca a esos silencios que el ascensor provocaba, como nadie hacía comentario alguno cuando mi padre, si alguien llamaba a nuestra puerta, se escondía en un armario empotrado tras un tocador con dos mesillas a ambos lados de un espejo.

El armario no había sido construido para la finalidad que ahora tenía. Antes de la guerra, aprovechando una irregularidad del dormitorio que ahora parecía cuadrado, habían creado un espacio triangular disimulado tras un tabique sobre el que se apoyaba un espejo, enmarcado en caoba oscura, que llegaba hasta el suelo y que era en realidad la puerta de un gran armario empotrado. Cabía una persona holgadamente, tumbada o de pie y las bisagras de la puerta estaban disimuladas con un enorme rosario de tupidas cuentas de madera con un crucifijo de plata en el que había un Cristo deforme pero con un gesto de dolor tal en su rostro que procuraba no quedarme nunca a solas con él en aquel cuarto.

Había, además de dos camas de hierro niquelado con cabeceros adornados con hojas metálicas de parra y un cristal oblongo, un enorme armario de tres cuerpos con una luna enorme en la parte central que me servía a mí para soñar en un mundo donde mi derecha era su izquierda y al contrario. Recuerdo que mi padre definió mi confusión algo así como «puntos de vista diferentes a la hora de ver las cosas». En ese armario se guardaba mi ropa y la de mi madre. Olía a naftalina. La de mi padre se ocultaba con él en su cobijo. He conservado el olor de ese escondite y lo he reconocido en las cocinas pobres, en las uñas sucias, en las miradas desgastadas, en los desahuciados por los médicos, en los humillados por la vida y en las garitas de guardia de los cuarteles. En las cárceles no huele a eso, huele a lejía y al olor que tiene el frío.

Me sentí pastor y fui feliz al saber que había descarriados en mi rebaño. ¡Cuan lejos estaba yo, Padre, de saber que yo era el lobo! Como Bossuet, hice acopio de mi cáliz para darles de beber los secretos del Señor. Comencé a hacerme el encontradizo.

Nunca más obligué al niño a cantar, aunque no me pasaba desapercibido su fingimiento. Al romper filas, cada tarde, los alumnos se abalanzaban hacia la puerta de salida del colegio. Yo espiaba el comportamiento de Lorenzo y no pocas veces tuve ocasión de encontrarme con su madre. Al principio nos limitábamos a saludarnos formalmente y, aunque ella rehuía mi conversación, poco a poco comenzamos a intercambiar algunos comentarios sobre el niño, luego sobre la infancia alborotada, sobre la misión de la docencia y otros temas que, pensé, me llevarían a hablar de las verdades del alma. Yo, Padre, notaba que me sentía a gusto junto a ella, pero pensé que si Dios había querido dotar al hombre de una compañera semejante a su primera criatura, adjutorium simili sibi, era también Su Voluntad que yo sintiera la complacencia que sentía. Lorenzo guardaba silencio si bien es cierto que buscaba con insolencia la mirada de su madre, pero yo, lejos de notar las complicidades que se traían entre manos, me complacía también por el amor filial que su madre le inspiraba. La pez es densa y es oscura para ser impenetrable, Padre.

No niego que intuí en Elena el ancestro de Eva, no el de la Eva hermosa, pura y grácil, formada para cautivar el corazón del hombre y subir con él en común vuelo hasta Dios, sino el de la Eva caída, desnuda y arrepentida, la primera inductora del mal. Pese a ello, convertí en rutina acompañar a Lorenzo y a su madre durante un trecho del camino que recorrían para regresar a casa. Había algo en Elena que me inducía a librar mi propia batalla. Fueron momentos felices de mi diaconato en aquel colegio.

— El niño no volverá al colegio. Diles que está enfermo.

— Eso levantará aún más sospechas.

— Pero no podemos exigirle que soporte eternamente los acosos de ese fraile. Tenemos que cambiarle de colegio, o lo que sea.

— Los dos aguantaremos a ese untuoso, no te preocupes.

Cada mañana, las resistencias del niño a ir al colegio adquirían formas nuevas: unos días fingía una tos que le hacía vomitar el desayuno, otros un dolor insufrible de estómago le mantenía con la cabeza en las rodillas mientras su madre trataba de vestirle con dulzura, otros, sin más, lloraba dócilmente.

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