Alberto Méndez - Los girasoles ciegos

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Los girasoles ciegos: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra, que contaron en voz baja narradores que no querian contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabias. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre si, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narracion: la derrota. Todo lo que se narra aqui es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita estadisticas.

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Pudiera pensarse que mis recuerdos están al margen de la memoria del miedo, pero, a pesar del esfuerzo de mis padres para que yo no participara en aquella liturgia de temores, yo también estaba asustado por si se rompía la burbuja donde ocultábamos nuestra cotidianidad familiar y el exterior, lo de ellos, lograba penetrar en nuestro mundo arrasando nuestras ternuras silenciosas, nuestra felicidad disimulada. Recuerdo un día que estábamos jugando al parchís. El hecho de ser sólo tres jugadores lo utilizaban mis padres para darme una ventaja encubierta por ser el tercero en el tablero, de forma que mis fichas no tenían perseguidor pero yo tenía sus fichas a mi alcance. Me tocaba tirar a mí cuando el ascensor se puso en marcha. Era de noche, el portal estaba ya cerrado y no corrían tiempos para los trasnochadores. Parecía que nadie prestaba atención a los chirridos del ascensor renqueante, pero todo se detuvo en una parsimonia que parecía indiferente a lo que oíamos aunque justificaba todos los silencios.

Era tarde y era sábado. El ascensor se detuvo en el tercero. El silencio se transformó en quietud y el cubilete y los dados quedaron suspendidos en el aire hasta que sonó el timbre.

A mi alrededor comenzó un caos premeditado. Mi padre se fue diligentemente a su armario, mi madre recogió sus fichas del tablero, sólo las suyas, y a mí, que ya estaba en pijama, me acostó en una de las camas de su dormitorio.

— Pase lo que pase, hazte el dormido — me dijo.

Recolocó el rosario que ocultaba las bisagras del armario donde se escondía mi padre y, atenta a cualquier desorden, fue a abrir la puerta que estaba aporreando sin misericordia el visitante inoportuno.

La habitación se quedó a oscuras y, cuando mi madre abrió la puerta a los visitantes, el silencio regresó como si nadie lo hubiera ahuyentado, pero fue entonces cuando me acordé de que, con las prisas, no habíamos recogido los papeles de la mesa de mi padre. Ahora lo cuento como si estuviera hablando de las travesuras de un niño ajeno a mí y me resulta imposible, porque el miedo es inefable, describir el tremendo esfuerzo que supuso para aquel niño que tengo en la memoria abrir la puerta del dormitorio procurando no hacer ruido, ir a oscuras hasta la mesa de trabajo donde estaban las cuartillas que mi padre utilizaba para traducir, agruparlas en silencio mientras oía unas voces desabridas que insultaban a mi madre al otro lado del pasillo y, por último, regresar al dormitorio y arrojar los papeles dentro del armario donde se escondía mi padre y su silencio. Lo único que lamenté después de aquello es no poder contar a mis amigos mi proeza.

Desde el verano del año en que acabó la guerra, la policía no había vuelto a registrar la casa de Elena, pero una noche en la que la rutina familiar disimulaba las asperezas del miedo, llegaron cuatro hombres vocingleros al mando de uno más joven, con camisa azul y abrigo de mezclilla, que se ponía en jarra para preguntar y se atusaba el pelo lacio y grasiento mientras esperaba la respuesta. Los otros tres policías se sabían implacables, pero el joven se consideraba un dandi.

A empellones, llevaron a Elena hasta la cocina. Dos de ellos siguieron avanzando por el pasillo y el joven y otro policía que tenía la cara picada de viruela se quedaron junto a ella. Con la pistola sobre la mesa de mármol comenzó un interrogatorio caótico que Elena apenas escuchaba y que resolvía con monosílabos no siempre congruentes con las preguntas porque todos sus sentidos estaban persiguiendo a los dos policías que registraban la casa.

A las preguntas de si era cierto que su marido estaba escondido en Madrid, de si su marido había muerto, de si ella estaba amancebada con un cura, de si su hija era puta en Barcelona, de si no se le apetecía un revolcón con unos hombres de verdad, de si su marido había matado monjas en la guerra, de si era adepta al Movimiento Nacional, a todo esto, contestó que sí.

Sin embargo, contestó que no cuando le preguntaron si sabía que su marido estaba preso en Salamanca, que vivía con una furcia en el sur de Francia, si era adepta al Movimiento Nacional, si sabía quién era el padre de su hijo, si tenía contactos con el Imperio Británico o si pensaba huir a Rusia para reunirse con su marido que era un capitoste del Ejército Rojo.

El interrogatorio y sus respuestas, que hubieran sido distintas de haberse formulado en otro orden, quedó interrumpido cuando uno de los policías que registraban la casa apareció en la puerta de la cocina llevando a Lorenzo arrastrado de una oreja. El niño estaba descalzo y caminaba de puntillas como si quisiera levitar para mitigar el dolor.

— ¡Deja a mi hijo en paz! — gritó Elena mientras se abalanzaba a coger a su hijo en brazos.

A partir de ese momento la conversación de los cuatro policías se tejió entre ellos como un juego de obscenidades y procacidades dichas al desgaire mientras recorrían la casa desordenando los armarios, los libros, la vajilla, los juguetes de Lorenzo y todo aquello que pareciera estar en su sitio.

Pero a pesar del tiempo que estuvieron en el dormitorio de Elena comentando las infinitas posibilidades de felicidad que podrían proporcionarles aquellas camas si ella fuera de verdad una mujer, no descubrieron que, tras el rosario de cuentas de madera, había unos goznes que abrían el armario donde estaba escondido un hombre angustiado por si no lograba contener el llanto.

La verdad, Padre, es que me gustaba verla moverse entre la gente, caminar recatada y grácil hacia su casa con el paso apresurado de la mujer hacendosa. En dos ocasiones me hice el encontradizo y la invité a sentarse en la terraza de un café donde servían malta con leche y mojicones. Mis desvelos por el pensamiento encontraban siempre una respuesta adecuada en el ámbito de sus sentimientos. Todo parecía armónico. Éramos como dos ángeles procedentes de distintos coros. En nada nos parecíamos y en eso estribaba nuestra armonía. Yo pensaba y ella sentía, yo analizaba y ella sufría por lo agitado de los tiempos que le había correspondido vivir.

El hombre reflexiona con la cabeza para que el pensamiento descienda al corazón donde encuentra su vigor, mientras que la mujer discurre con el corazón para que su instinto recobre la luz de la razón. Ahora sé que sus procedimientos para comunicar la verdad son tan diferentes de los nuestros como los modos que tienen de alcanzarla. Yo trataba de desvelar su enigma, ella de persuadirme de su candidez. Si al varón corresponden los sonidos brillantes y mayores, a la mujer competen los tonos menores, suaves y velados. Ella se adecuaba a la armonía del Universo.

Todo esto pensaba yo, padre, para justificar lo esquivo de sus respuestas, lo que convertía a Elena en algo cada vez más codiciado. Decidí aproximarme más a ella, buscar más su contacto.

— No bebas más, Ricardo, te estás matando.

— ¿Beber es lo que me está matando? No digas bobadas.

— Necesitamos estar lúcidos para…

— Para vivir como si no existiéramos, ¿es eso?

— No, para seguir juntos, para resistir todo el tiempo necesario. No me gusta que Lorenzo te vea tan deshecho. Por favor…

Con un gesto rápido retiró la botella de la mesa y fue a la cocina a guardarla en la fresquera. La casa estaba a oscuras y la tenue luz del pasillo sólo insinuaba los perfiles de las cosas. Aun conociendo la casa como la palma de la mano, había momentos en los que tenía que caminar a tientas. Cuando Elena regresó al comedor, la luz estaba encendida y su marido asomado a la ventana abierta de par en par. Pese al frío, casi todas las ventanas estaban abiertas para que el olor a manteca quemada y a coliflor revenida no impregnara su pobreza. Serían las diez de la noche y Lorenzo hacía tiempo que dormía.

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