Alberto Méndez - Los girasoles ciegos

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Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra, que contaron en voz baja narradores que no querian contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabias. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre si, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narracion: la derrota. Todo lo que se narra aqui es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita estadisticas.

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Para salir del paso, mi madre resolvió la situación hablando de un fantasma que de vez en cuando venía a visitarnos. Naturalmente la explicación heló la sangre de todos los presentes, pero estábamos tan hechos al miedo, tan acostumbrados a las imágenes del Infierno, conocíamos tan bien lo aciago y sus horribles moradores, que todos dieron por buena la explicación. Seguimos jugando al parchís y al cabo del rato se oyó el ruido de la cisterna del retrete que, al rellenarse, producía un traqueteo que terminaba en un silbido parecido al ulular del viento. El estupor y el miedo les paralizó, pero mi madre se limitó a comentar con naturalidad: «Siempre hace lo mismo este fantasma. Tira de la cadena y se marcha». Una sensación de alivio se derramó sobre mis amigos y continuamos jugando.

Hay un no sé qué de ternura en lo sublime, flebile nescio quid, que dijera el poeta, y es el don de las hermosas lágrimas. Las vi aflorar, Padre, en los ojos de Elena un día en que, después de dejar al niño en el colegio, la seguí hasta un piso en la calle Torrijos donde irrumpí de sopetón llevado por una curiosidad malsana, lo reconozco. Comencé a seguirla, no tanto para vigilarla cuanto por el placer de admirarla, porque aún hoy, cuando los hechos inexorables extinxerunt impetum ignis, han apagado el vigor del fuego, sigo sobrecogiéndome al recordar la cadencia de su caminar pausado. Entró en un edificio de porte señorial y tuve tiempo de ver que el ascensor se detenía en el cuarto piso. Resultó ser un taller de confección de prendas íntimas femeninas cuya hechura se realizaba por encargo de lúbricas mujeres que, sin duda, formaban parte de lo más disoluto de nuestra sociedad. Elena cosía a destajo para este taller y, debo confesarlo, sentí cierta ira al ver que aquellas manos, nacidas para acariciar a sus hijos, a sus allegados, se estaban desperdiciando en tan fútiles labores. No puedo explicar la razón por la que, rodeado de aquellos procaces maniquíes que vaticinaban el uso de aquellas prendas, tomé sus manos entre las mías y las llevé hasta acariciar mi cara mientras le susurraba que Dios las había creado para más altos designios. No las apartó, Padre, y pensé que me comprendía. Las dejó inertes sobre la piel de mi rostro y sentí el céfiro de su tacto invadiendo los cimientos de mi vocación sacerdotal, transfigurando mi proyecto, confundiendo las razones de mi diaconato.

Cuando la miré a los ojos, ante la inmovilidad de las costureras presentes, a las que sin duda infundía un profundo respeto mi sotana, Elena estaba llorando silenciosamente. ¿De qué se arrepentía, Padre? ¿De dedicar el primor de sus manos a tan indigna tarea? ¿O, como yo pensé en aquel momento, estaba conmovida por la intensidad de mi afecto? Ahora sé, Padre, que sus lágrimas no brotaron por nada de esto, pero, ¡ay de mí! ha tenido que morir un hombre para que yo lo comprendiera.

Balbucí una excusa que no me importó que fuera estúpida para explicar mi presencia en aquel piso y regresé al colegio satisfecho porque, a mi modo, ya le había dicho a Elena que yo estaba dispuesto a protegerla. Si no aceptaba, sería tan necia como la estatua que rechaza su pedestal.

— ¿Quieres mucho a tu mamá?

Lorenzo asintió con la cabeza. El hermano Salvador acarició al niño en señal de aprobación. Al menos un centenar de párvulos correteaban por el patio formando un enjambre ruidoso y caótico que solamente ellos comprendían. Como el espacio no era suficiente para todos, los grupos se entremezclaban pero los juegos no, porque todos sabían con quién y contra quién jugaban.

— ¿Y tu papá no os escribe?

Lorenzo negó con la cabeza.

— ¿Por qué?

— Porque está muerto.

El hermano Salvador acarició otra vez la nuca del niño mientras hablaba de la voluntad del Señor, de sus designios inescrutables, de la entereza de los santos y otras cosas que Lorenzo no entendía.

— ¿Y tu mamá no tiene a nadie que la ayude?

— A veces viene la señora Eulalia. Pero ahora está en la cárcel.

— ¿Y por qué está en la cárcel?

— Por vender pan de estraperlo.

¡Por fin pudo decir algo que era cierto! Eulalia era una mujer compacta, ancha y alta, a la que sus sesenta y tantos años de vida habían estriado el rostro con arrugas uniformes que conferían a su mirada azul el fulgor de un ascua y a su sonrisa los perfiles de un camafeo.

Se ganaba una vida precaria como asistenta, pero eran tales los rigores de las casas que atendía que sólo lograba trabajar de tarde en tarde.

Cuando el hambre superaba su capacidad de subsistencia, pedía a Elena un chusco de pan blanco y se iba a venderlo con descaro al mercado de Abastos que había en la calle Hermosilla.

Elena, que conocía a Eulalia desde niña porque había trabajado desde siempre en casa de sus padres, le daba el pan y se comprometía a ir a verla a la cárcel de mujeres de Las Ventas.

Eulalia, con su refajo medieval y su cabello blanco, se las componía para ser vista por los guardias y cada detención suponía dos comidas diarias durante diez o quince días, según el descaro que mostrara ante el rigor del comisario.

Los jueves, a las seis, Elena y Lorenzo se apostaban en la acera de enfrente de la cárcel de mujeres y un pañuelo ondeando entre las rejas de una tronera era la señal de que Eulalia estaba recuperando fuerzas para seguir viviendo cuando saliera.

Los ojos de Lorenzo estaban fijos en un grupo de niños que jugaban a la pelota. El hermano Salvador, con un gesto de condescendencia, le dejó unirse a sus compañeros y se quedó observando cómo se integraba en un juego cuyas reglas sólo los jugadores comprendían. Las respuestas del niño, no sabía por qué, le habían llenado de un regocijo tal que le impidió tirar de las orejas a un párvulo desdentado que, como los judíos al Señor, escupió a un compañero que le había quitado la peonza.

Los gritos, el juego agitado de los niños, el sol templando un aire transparente, el candor de una respuesta, el orden natural de cada cosa, el tiempo pautado en un horario, el rebaño y su pastor, la jerarquía, devolvieron al presente el sabor que tuvo antaño cuando aún era no vencedor sino hacedor de la Victoria. El hermano Salvador se sintió un desheredado al que ahora correspondía heredar la Tierra. «Porque ellos serán hartos», pensó, y, casi sin advertirlo, cruzó aquel patio mascullando: ¡Saturabuntur!

En Alcalá 179 vivía un personaje inquietante: Silvenín. Era algo mayor que el resto del grupo pero la diferencia de edad no justificaba su desapego. Era un personaje sólido, tan encorvado siempre hacia delante que parecía caminar sólo para guardar el equilibrio. Raras veces se incorporaba a nuestro grupo. Su padre era un adulto transparente en el que nadie hubiera reparado a no ser por la compañía de su mujer, que, sin ser hermosa, era un ejemplo de dulzura que aún hoy recuerdo como un refugio silencioso entre la hosquedad de los adultos que regían nuestro mundo. Ella se limitaba a saludar, su marido ni eso hacía de lo apocado que era.

Silvenín tenía la seriedad de su padre y los ojos azules además de la sonrisa de su madre: nos producía respeto. Recuerdo que en una ocasión en la que estábamos todos reunidos en torno al poyete de la clínica dental que daba a la calle Ayala, pasó por delante el párroco de la iglesia de Covadonga, un ser casposo y sucio con un lobanillo en la frente y unos labios flácidos siempre húmedos que salpicaban saliva cuando predicaba tonante contra el pecado en la misa del domingo y acumulaba una espuma densa y blanca en las comisuras al bisbisear sus oraciones. Todos nosotros, siguiendo las enseñanzas que habíamos recibido en el colegio, nos precipitamos a besarle la mano que él, sin detenerse, dejaba lánguidamente a merced de nuestro obsequioso respeto. Todos menos Silvenín, que, cuando se recompuso el grupo, nos preguntó: «¿Creéis que los curas no se limpian el culo?».

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