Alberto Méndez - Los girasoles ciegos

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Los girasoles ciegos: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra, que contaron en voz baja narradores que no querian contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabias. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre si, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narracion: la derrota. Todo lo que se narra aqui es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita estadisticas.

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Los demás rieron su gracia, pero yo sentí un miedo irracional a que el secreto guardado en mi casa fuera descubierto, y, al mismo tiempo, una complicidad entrañable con aquel vecino. Ahora no sabría decir por qué, dado que mis padres, que yo recuerde, nunca me hablaron ni de la Iglesia, ni del clero, ni mucho menos de la religión, que, convertida en asignatura de Historia Sagrada y Catecismo, era simplemente algo que yo tenía que fijar en mi memoria, tarea en la que colaboraban tomándome la lección de vez en cuando. Esto me hace pensar que mis padres tenían miedo de enseñarme lo que pensaban y yo tenía miedo de saber lo que pensaban. Era otra forma de complicidad, como el armario donde vivía mi padre o la viudedad de mi madre. Todo era real pero nada verdadero.

¿Ha de ser en la renunciación donde se recojan las flores que nacen del espinoso arbusto de la vida? me preguntaba yo, ¿o podré convertirme en el árbol robusto que se ha erguido a fuerza de pecados y arrepentimientos, de descarríos y regresos al camino, de altanerías y humillaciones? Le confieso, Padre, que, tras tantos años de inviernos y sequías, noté formarse en mí los brotes de una flor capaz de dar su fruto. Pensé en preterir mi vocación de pastor para formar parte del rebaño. Habian transcurrido más de seis meses desde mi primera conversación con Elena y se habían producido otros encuentros, forzados o casuales, en los que yo había destilado la sinceridad de mis afectos e incluso, como ya le he contado, la vehemencia de mi amistad celante.

La pérdida de su esposo que, aun formando parte de los aherrojados por nuestra razón histórica, era a la postre el padre de sus hijos, la falta de noticias de su hija Elena que el vendaval de la guerra había arrastrado a la terra incógnita del silencio y la necesidad imperiosa de sacar adelante a un vástago vivaz y triste al mismo tiempo, todo esto y muchas cosas más, me explicaban su dulzura esquiva, su falta de disposición para hablar de otra cosa que no fuera su hijo, sus prisas en dar por terminados los encuentros y el pudor que sentía cuando hablaba de sí misma. Por entonces yo, Padre, justificaba esta actitud llamándola decoro.

Varias veces fui a su casa durante las horas lectivas para tener oportunidad de hablarle de mis intenciones, pero nunca estaba en casa. Quizás este hecho, tan insólito en una mujer, debiera haberme puesto sobre aviso, pero mi aturdimiento ante opciones brotadas repentinamente en mi futuro no me permitió analizar lo extraño de los hechos.

Aunque mi función en el colegio era puramente administrativa y mis salidas estaban justificadas por la necesidad de recaudar contribuciones caritativas para la buena marcha de la Orden, el hermano Arcadio, nuestro Superior, me reconvino por la disipación de mi conducta. Tenía razón. Las oraciones se me hacían interminables, las ceremonias religiosas ya no provocaban en mí la desazón que todo pecador debe sentir ante los ojos de Dios, y, créame, Padre, que, de todas las lecturas de la Sagrada Biblia, de todas mis horas piadosas, sólo quedaba una frase de los Salmos en mi memoria: Son tus pechos dos crías de gacela paciendo entre azucenas.

El ascensor se detuvo en el tercero. Elena estaba en la cocina limpiando lentejas y se paralizó como si esa labor provocara un estruendo. Ricardo, satisfecho porque acababa de encontrar la forma de traducir un endiablado verso de Keats, dejó en el aire sus dedos sobre el teclado de la Underwood como si le hubieran sorprendido haciendo algo prohibido. Sólo el reloj de pared del comedor siguió moviéndose después de sonar el timbre.

Toda esa quietud se deshizo en una rutina agitada y silenciosa. Elena recorrió sigilosamente el pasillo hasta comprobar que Ricardo se estaba escondiendo en el armario. Recompuso el rosario que tapaba las bisagras, fue a la mesa donde trabajaba su marido y retiró todo lo que estaba escrito a mano. Abrió el balcón de par en par para dejar entrar la primavera y, procurando no hacer ruido, fue hasta la puerta de la entrada. Permaneció escuchando, esperando algún sonido que identificara al visitante, pero, de repente, un nuevo timbrazo la sobresaltó tanto que no pudo evitar que se escapara un grito sofocado.

Era el hermano Salvador. Su cara redonda y una calvicie incipiente estaban al otro lado de la mirilla sonriendo con los labios apretados y unos ojos semicerrados con un gesto que quería ser beatífico e implorante. Elena abrió la puerta y él entró salmodiando buenos días, buenos días, buenos días…

Ya dentro preguntó si podía pasar y, sólo entonces, Elena cerró la puerta diciendo «Pase, hermano» y le acompañó hasta el comedor. No le invitó a sentarse pero él se sentó de todos modos y aludió al tremendo calor que daba la sotana. Ella le ofreció agua, pero el rostro del huésped recuperó la sonrisa beatífica y sugirió que, quizás, un poquito de vino.

Cuando Elena regresó de la cocina con la botella y un vaso, el religioso tenía unos libros en la mano que había cogido del aparador. Farfulló algo sobre la lectura y la soledad y levantó con un a su salud, Elena, el vaso que ella le había servido. Bebió a tragos cortos y rápidos para terminar con un chasquido de la lengua sonoro y grosero que se resolvió en una vaharada prolongada que pretendía ser un elogio del Valdepeñas. Quería hablarle de Lorenzo.

— ¿Le ha pasado algo?

— No, no, todo lo contrario. Es un magnífico muchacho. Podría ser el primero de su clase, pero su timidez… — Y comenzó una larga disertación sobre el aprendizaje de la vida, la gallardía necesaria para ser el mejor, un «primum inter pares» , el mejor ante los ojos de Dios. Quizá la ausencia de su padre…

El silencio de Elena propició una verborrea del religioso que habló del sacrificio de la enseñanza, de las satisfacciones que daba, de la obligación de detectar a los mejores para proporcionarles la energía necesaria y que llegaran a ser adalides de las grandes causas.

— Yo podría conseguir que ingresara en el seminario.

Elena no pudo evitar una sonrisa.

— ¡Pero si es sólo un niño!

— Encauzar, encauzar, Elena, ésa es nuestra obligación y lo que se espera de nosotros. Eso no le compromete a nada. Tendría una formación excelsa, una preparación para el futuro que, si Lorenzo así lo desea, no tiene por qué terminar cantando misa. Míreme a mí, he estado doce años en el seminario y creo que ya no quiero ser sacerdote…

— ¿Usted no es sacerdote?

— ¡No, mujer! Soy sólo diácono, servidor de la Iglesia, pero algún día encontraré a alguien con quien formar una familia…

Quizá por disipar el gesto de sorpresa que se había apoderado del rostro de Elena, preguntó por el retrete. Elena, solícita, le indicó dónde estaba y aprovechó el momento para comprobar que no había señales de la presencia de Ricardo en aquella casa. Poco a poco se habían acostumbrado a eliminar todo vestigio de su presencia y, desde el tabaco al que había renunciado para evitar explicaciones en los despachos de la cartilla de racionamiento, hasta los cuadernos manuscritos que su marido utilizaba para sus traducciones literarias, pasando por la ropa que nunca se tendía y se secaba con la plancha, la vida de Ricardo se había resuelto como la del aire: estaba pero no ocupaba lugar en el espacio.

Cuando el hermano Salvador salió del cuarto de baño, llevaba en la mano la cuchilla de afeitar que utilizaba Ricardo. La insolente mirada del diácono columpiándose de la cuchilla a los ojos de Elena y de los ojos de Elena a la cuchilla se convirtió en un interrogatorio silencioso donde se atropellaban todas las preguntas y se atoraban todas las respuestas.

— ¿Y esto?

— Es una cuchilla de afeitar

— Eso ya lo veo. No me irá a decir que Lorenzo ya se afeita.

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