Sine sanguinis effussione, non fit remissio, es cierto, no hay perdón si no se derrama sangre. Ahora comprendo todo el significado de esa Epístola a los hebreos. Dios me había utilizado como herramienta de su justicia. Por eso me alineé con los que conquistaron imperios, con los que taparon la boca a los leones, obturaverunt ora leonum, con los que escaparon al filo de la espada, effugerunt aciem gladii. ¡Saulo, Saulo! Como Gedeón, como Barac, como Jefté y como el mismo Sansón tuve en mi mano el arma para castigar a los que, desoyendo la voluntad de Dios, se patriam inquirere, todavía buscan patria.
Llevado por un vigor en el que aún no me reconozco, Padre, arremetí contra el templo bien guardado que esa mujer me tenía vedado. Y bastó un gramo de mi ira para que saliera de su escondite el instigador del mal, el abyecto organizador de ese entramado de mentiras. El marido de Elena estaba oculto en esa casa.
Gritando algo ininteligible, Ricardo se abalanzó sobre el hermano Salvador, que logró incorporarse llevándole sobre sus espaldas sin comprender lo que estaba ocurriendo. Cuando logró zafarse de aquel aparecido que se aferraba a su cuello como si quisiera estrangularle, le bastó un manotazo para que su agresor volara literalmente por los aires. Durante unos instantes prevaleció el estupor sobre la ira y el religioso vestido de seglar se volvió hacia Lorenzo, que estaba inmóvil en la puerta, y le preguntó:
— ¿Quién es ese hombre?
— Es mi padre, hijo de puta — contestó el niño, y corrió junto a Elena, que acababa de romper en un llanto agónico y caminaba a gatas para socorrer a su marido.
Fue entonces cuando el hermano Salvador comenzó a gritar reclamando la presencia de la policía mientras reculaba por el pasillo con los brazos extendidos como si quisiera cortar el paso a un ejército de demonios en fuga.
Mi padre parecía un alfeñique comparado con la corpulencia del hermano Salvador. Mi madre se arrodilló junto al cuerpo tendido de mi padre y cuando me acerqué me acogió en el amasijo desvalido que formaba y mantuvo nuestros cuerpos apretados como si quisiera ocultarnos de todas las miradas. Cuando mi padre tuvo fuerzas suficientes para abrazarnos a su vez, los tres comenzamos un llanto que lo recuerdo como si hubiera durado varios años. Pero no hubo años para todos. El armario, el escondite, las mentiras y todos los silencios habían llegado a su fin.
Ricardo logró levantarse a duras penas porque la debilidad, el dolor y el peso de su mujer y de su hijo se lo impedían, pero cuando comprobó que podía caminar, avanzó por el pasillo siguiendo el sonido de los gritos del diácono, que había abierto todas las ventanas y pedía a gritos que alguien avisara a la policía.
Poco a poco fueron apareciendo rostros detrás de los visillos en las ventanas del patio, pero ninguna se abrió por si aquella locura se metía en sus hogares.
Sentí la fuerza de Yavhe en mi brazo y la ira de mi Patria en la garganta, pero yo quería justicia, no venganza. El Maligno quiso trocar mi orgullo en remordimiento y buscó la forma de humillarme.
Ahora ya no sé lo que recuerdo, porque aunque veo a mi padre sentado a horcajadas en el alféizar de una de las ventanas del pasillo, aunque le oigo despedirse de nosotros con una voz dulce y serena, mi madre dice que se arrojó al vacío sin pronunciar una palabra.
Se suicidó, Padre, para cargar sobre mi conciencia la perdición eterna de su alma, para arrebatarme la gloria de haber hecho justicia.
Ricardo dudó un instante antes de arrojarse a aquel patio del que llevaba tanto tiempo protegiéndose. Se tomó, ya vencido hacia el vacío, el tiempo suficiente para mirar a Elena y a su hijo con una sonrisa triste como las que suelen usarse en las despedidas tristes.
Debe de tener razón ella, porque no he podido olvidar nunca la mirada de mi padre precipitándose al vacío, su rostro sonriente mientras el patio engullía su cuerpo abandonado, aunque esto es imposible porque mi estatura no me permitía entonces asomarme a esa ventana.
Aquí termina mi confesión, Padre. No volveré al convento y trataré de vivir cristianamente fuera del sacerdocio. Absuélvame si la misericordia del Señor se lo permite. Seré uno más en el rebaño, porque en el futuro viviré como uno más entre los girasoles ciegos.
FIN
SOLAPA 1
La guerra civil española se convierte en la pluma de Alberto Méndez en una colección de susurros, de historias contadas por fin con la boca abierta, sin eufemismos, y que desnudan fundamentalmente una inquietante verdad: después de toda aquella devastadora carnicería no hubo rastro de victoria alguna, no existió presunto héroe que no hubiese sido fatalmente derrotado. Los rumores broncos y las sílabas miedosas de aquel período forman en Los girasoles ciegos un pentagrama frágil, cuajado de notas perdidas y consonantes desgarradas que terminan por evocar una melodía, narrada en cuatro relatos que nos hablan de las vidas que fueron borradas, suprimidas.
El capitán Alegría, un miembro del ejército ganador que el día antes de la victoria se pasa al bando republicano; un joven poeta que huye con su chica embarazada y debe enfrentarse tempranamente al misterio último de la muerte; un preso que se resiste a ser fusilado cubierto de mentiras, y prefiere arrastrar consigo a la muerte los falsos y tranquilizadores recuerdos de los verdugos; y un niño que protege celosamente un secreto de las malvadas invectivas de un cura abrasado por la lascivia: los personajes de Méndez componen la memoria de una batalla sin victorias, se reivindican como los perdedores heroicos que toda guerra deja tras de sí. Porque la injusticia de la devastación en ocasiones sólo puede ser contrarrestada por un acto luminoso de justicia poética.
SOLAPA 2
Alberto Méndez
El 30 de diciembre de 2004, Alberto Méndez fallecía en Madrid a los sesenta y tres años de edad, ocho meses después de que viera la luz su único libro, "Los girasoles ciegos". Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid después de haber estudiado el bachillerato en Roma, su vida profesional se desarrolló siempre dentro del mundo editorial (fue el fundador, a finales de los sesenta, de la editorial Ciencia Nueva, cerrada posteriormente por Manuel Fraga), pero hasta 2004 no se decidió a publicar la que se convertiría en su única novela. Antes, había ganado el premio Internacional de Cuentos Max Aub de 2002 por una de las narraciones que integran "Los girasoles ciegos". Después, cosechó con esta exquisita colección de relatos otros dos galardones: el premio de la Crítica concedido por la Asociación Española de Críticos Literarios, y el Nacional de Narrativa en octubre de 2005, concedido a título póstumo.
TEXTO DE CONTRATAPA:
Una guerra no es sólo una epidemia: es una enfermedad crónica del hombre, la inexplicable necesidad de escenificar el infierno sin más imaginación que la de incrementar el número de cadáveres. Especular sobre la vacuna o el remedio que pueda cicatrizar la herida mas antigua de la humanidad está en manos de unos pocos; Alberto Méndez es un cirujano protector, una voz que se alza para dotar a la muerte y la derrota de su propio halo de dignidad.
Este capítulo, modificado, fue finalista del Premio Internacional de Cuentos Max Aub 2002 y publicado por la Fundación Max Aub. Agradezco la autorización para incorporarlo a su lugar original.