Bienaventurados los justos , quoniam et ipsi saturabuntur, porque serán hartos. Ahora me pregunto, Padre, ¿seremos hartos aunque tengamos que clamar el perdón entre los muertos, entre los fracasados, entre los pecios de la guerra?
Tres largos años olvidando la vida, la propia y las ajenas, terminan convirtiendo al cruzado en un soldado y a las huestes de Dios en soldadesca. La vida del superviviente necesita algo más que la vida misma: la celebración del triunfo sobre el Mal es otro elemento más de la Victoria. La furia de Dios puede enloquecernos. Padre, conocí la carne.
La carne es como los tigres que habitan en el hombre, el Anfión que sabe con arte remover todas las piedras, mover todos, todos, los cimientos del alma. La carne, Padre, usted lo sabrá por el confesionario, es algo prodigioso. Puede inocularnos el orgullo de pecar e incluso la aviesa satisfacción de hacer gozar a un cuerpo que quiere morir y, a pesar de su humillación, exhala un grito de vida capaz de derretir el yunque sobre el que el soldado pretende forjar su acero.
Probablemente los hechos ocurrieron como otros los cuentan, pero yo los reconozco sólo como un paisaje donde viven mis recuerdos. Sigo preguntándome cómo eran los árboles cuando los plantaron o cómo era mi madre siendo joven o qué aspecto tenía yo cuando era niño.
Todo lo que ha sobrevivido ha alterado poco a poco su recuerdo porque su presencia real es incompatible con la memoria, pero lo que hemos perdido en el camino sigue congelado en el instante de su desaparición ocupando su lugar en el pasado.
Por eso sé cómo era lo que ha desaparecido, lo que abandoné o me abandonó en un momento de mi vida y nunca regresó a donde lo real se altera poco a poco, a donde su actualidad no deja lugar a su pasado.
Quizá por eso recuerdo a mi padre joven, alto, escuálido y vigoroso abrazado a mi madre anciana cansada y dulce. Recuerdo al Hermano Salvador con su sotana castrense acosando a mi madre anciana, cansada y dulce y a unos policías procaces insultando a mi madre anciana, cansada y dulce. Pero sobre todo recuerdo a un niño lleno de complicidades con su madre anciana, cansada y dulce, a la que no logro recordar como me dijeron que fue: joven, vigorosa y dulce.
¡Ah! Ellos pretendieron alterar el orden de las cosas, modificar los designios del Señor, ignorando que non est potestas nisi a Deo y tuvimos que enseñar un nuevo orden a los inicuos. Tuvimos que glorificar nuestra Victoria.
Cuando regresé, Padre, macerado de desdichas y pecados, buscando el perdón al seminario, quizás hubiera sido mejor vuestro perdón que la dilatada prueba a la que vosotros, mis maestros, decidisteis someterme. Mi formación era superior a la de casi todos mis camaradas, pero acepté de buen grado incorporarme como profesor de Párvulos y Preparatoria en el Colegio de la Sagrada Familia. Acepté el diaconato en la orden del Santo Padre Gabriel Taborit dedicada enteramente a la enseñanza. Me incorporé a una orden menor donde olvidar mis desvaríos y recuperar la Luz.
¡La Luz! Padre, con cuánto desconsuelo hablo hoy de la Luz. A mis párvulos les hablaba de la Luz, porque necesitaba despertar su inquietud bobalicona: «Numera stellas, si potes», les decía para que se sintieran minúsculos, ínfimos, vasallos. Pero la Luz tarda mucho en atravesar la obscuridad y el dolor. ¡Con qué profundo arte Dios ha creado el dolor! En realidad, ahora me doy cuenta, de lo que quisiera hablar es del Dolor porque he aprendido que la Luz y el Dolor forman parte de la misma incandescencia.
Todo empezó con un alumno extraño entre los párvulos. Sólo Dios sabe por qué entre más de doscientos treinta alumnos tuve que fijarme en él. Todos estaban tan desnutridos que su delgadez no significaba nada. Todos eran tan obedientes, tan sumisos, que su poquedad se difuminaba en esa caterva de niños asustados que veían en el hábito el símbolo de la autoridad recuperada, el otro uniforme de los ejércitos de Dios. Jugaba en el recreo, sí, como sus compañeros, callaba en las filas como sus compañeros, atendía en clase como los demás…, pero había algo en él que, poco a poco, comenzó a llamar mi atención. Lo primero que me sorprendió es que, a pesar de sus siete años, dominaba ya las cuatro reglas mientras sus compañeros balbucían ante El Catón tratando de trabar las letras entre sí para formar palabras que no lograban comprender. Lorenzo, que así se llamaba el niño, leía de corrido, por supuesto.
— Vamos, Lorenzo, que son las ocho.
Lorenzo buscó en el fondo de las sábanas las trizas del sueño interrumpido.
— Vamos a llegar tarde al colegio… Te preparo el desayuno.
El invierno estaba pegado a los balcones acechando la tibieza y el olor a achicoria del interior de la casa. Lorenzo podía protegerse de todo menos del hambre y se levantó dócil y lentamente. Se puso el abrigo sobre el pijama y recorrió el pasillo hasta la cocina situada en el otro extremo de la casa. Su padre, ya vestido y sin afeitar, estaba trajinando en el fogón para que al menos un hornillo mantuviera el calor suficiente para templar la leche.
— Buenos días, hijo.
Un sonido gutural y un gesto mohíno fueron la única respuesta de Lorenzo, que se dejó caer con desgana sobre la única silla de la cocina.
Además del fogón de hierro, había una mesa de mármol sobre una estructura de hierro colado pintada de purpurina y un fregadero de piedra artificial que imitaba el granito. Una placa de zinc sobre la carbonera servía de repisa para un sinfín de cacerolas y sartenes perfectamente limpias, perfectamente ordenadas.
La ventana con fresquera daba a un patio estrecho por el que se intuía la luz del día. Unos visillos y la bombilla apagada protegían la intimidad de la cocina. En el patio, voces desabridas y un incesante batir de huevos daban fe de que el día había comenzado.
— Tómate la leche.
El pan de centeno no flotaba. Se hundía en el fondo del tazón sin asas, pero el hambre estaba tan domesticada que aguardaba sabiamente a que aquellos mendrugos se embebieran en leche y se hicieran comestibles.
— No quiero ir al colegio, papá.
— ¿A qué viene eso?
— Es que el hermano Salvador me tiene manía…
La conversación quedó en el aire porque la madre, ya vestida, entró en la cocina con la ropa del niño y, con una maternidad apresurada y eficaz, lavó su cara con una toalla mojada en el agua templada de un puchero que se mantenía también sobre la placa del fogón. Le puso los calcetines, le quitó el abrigo y la chaqueta del pijama para ponerle una camisa de franela gris. Todo esto tenía lugar sin que Lorenzo dejara de desayunarse con la leche y el pan de centeno. Ella le embutió en un jersey cerrado de lana gruesa que encontró no pocas dificultades al pasar por la cabeza y, casi sin levantar a su hijo de la silla donde estaba derrumbado, le quitó el resto del pijama para sustituirlo por unos pantalones cortos con peto que deslizó, con la habilidad de un prestidigitador, bajo el jersey hasta que pudo abotonarle los tirantes. El final del desayuno coincidió con un peine que a duras penas logró domeñar un remolino en la coronilla que daba al niño cierto aspecto de personita en fuga. Un abrigo de paño azul rozado por los codos y una bufanda verde que cubría el rostro de Lorenzo hasta los ojos eran la señal de que el tiempo disponible había concluido.
— Hale, que vamos a llegar tarde al colegio. Dale un beso a papá.
Toda la docilidad con la que había soportado ser lavado, vestido, peinado y abrigado al mismo tiempo que se tomaba el pan de centeno con la leche se convirtió en una mueca mimosa brindada a su padre.
— No quiero ir al colegio, papá.
— Habla más bajo, que pueden oírte.
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