Alberto Méndez - Los girasoles ciegos

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Los girasoles ciegos: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra, que contaron en voz baja narradores que no querian contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabias. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre si, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narracion: la derrota. Todo lo que se narra aqui es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita estadisticas.

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A punto estuvo Juan de hablar de un lenguaje incomprensible, pero algo le dijo que Eduardo López sólo llamaba pan al pan y vino al vino. Al día siguiente era domingo.

Todos los presos fueron obligados a asistir a la misa que el alférez capellán celebró en la misma galería. En su homilía, bélica, furibunda, patriótica, habló de El Rorro. Condenó el suicidio con ferocidad arcangélica pero no habló de otras muertes. Todos escucharon en silencio y algunos, con más instinto de supervivencia que los demás, se acercaron a comulgar cuando llegó el momento. El muchacho de las liendres entre ellos. Los comulgantes, al regresar a sus puestos, se arrodillaban tapando sus rostros con las manos, en una actitud que más que fervorosa era huidiza.

Cuando Juan le preguntó al muchacho si pensaba que comulgar cambiaría su destino, le contestó que a lo mejor sí, pero sobre todo la oblea era algo de alimento y él siempre tenía mucha hambre.

El discurso del capellán le indujo a terminar su carta inconclusa. Había algo en el tiempo que transcurría tan lentamente que precipitaba los hechos, los aceleraba, aunque los segundos tenían cada vez una lentitud más exasperante.

Apenas pudo apartarse recuperó el lápiz y el papel y continuó escribiendo:

«…Sigo vivo. El lenguaje de mis sueños es cada vez más asequible. Hablo de amortesía cuando quiero demostrar afecto y suavumbre es la rara cualidad de los que me hablan con ternura. Colinura, desperpecho, soñaltivo, alticovar son palabras que utilizan las gentes de mis sueños para hablarme de paisajes añorados y de lugares que están más allá de las barreras. Llaman quezbel a todo lo que tañe y lobisidio al ulular del viento. Dicen fragonantía para hablar del ruido del agua en los arroyos. Me gusta hablar en ese idioma.»

El muchacho de las liendres se sentó a su lado y guardó silencio. Juan interrumpió su carta y supo que había aprendido a catalogar las tristezas, a distinguir una desesperación de otra, a reconocer el miedo con odio, el odio a secas y el miedo químicamente puro. Sabía incluso diferenciar al que se arrepiente por no haber hecho algo del que se arrepiente por haberlo hecho. Pero aquel muchacho tenía en la mirada la cicatriz de un sentimiento que ya casi había olvidado: la añoranza. Probablemente por esa razón hablaron despaciosamente mirando el cielo cuarteado a través de una ventana enrejada. Juan le habló de Mozart — otro derrotado- y de Salieri, le habló de Ramón y Cajal — un luchador solitario- y de cómo se formaban las nubes. Le habló de Darwin y de la importancia del dedo pulgar para que el hombre se hubiera hecho hombre, bajara del árbol y aprendiera a matar a sus iguales.

— Pero todo lo que ha pasado, el Frente Popular, la guerra, era para acabar con eso, ¿no?

Aquella tarde heladora en una galería inexorablemente apeada del movimiento natural de las cosas, Juan no tuvo fuerzas para consolarle. Todo ha sido inútil porque no era verdad el punto de partida. Hagas lo que hagas, siempre tendrás a la mitad de tu gente en contra. Es como un castigo. Nadie está obligado a hacerlo bien entonces. ¿Te estoy aburriendo?

— ¡Lo que daría por poder liarme un cigarro! — fue toda su respuesta.

Y hablando de esto y aquello se olvidaron de la muerte y transcurrió un domingo subrepticio en una ciudad almibarada de miedo. Vinieron días y más días con listas al amanecer y llamamientos ante el tribunal del coronel Eymar. Pero, a medida que pasaba el tiempo, los descansos eran más frecuentes. Hoy no había camiones de la muerte, mañana no había comparecencias ante el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo… Y a Juan nunca le llamaban.

Al cabo de unas semanas, al atardecer, su nombre fue gritado por los pasillos y el sargento Edelmiro le acompañó otra vez al cuartucho que estaba junto a las cocinas. Allí estaba el fiero coronel inane y su mujer embozada en el abrigo de astracán. Nada más verle le tendió un jersey verdoso. «Era de Miguelito», le dijo, y recomenzó como si no hubiera pasado el tiempo desde la conversación del día anterior.

Ella le contaba anécdotas de su hijo a cambio de las mentiras de Juan, que recordaba que una vez Miguel se quitó unos calcetines de lana para prestárselos a otro preso aterido de frío, o que en una ocasión arrojó el rancho al rostro del cocinero que había negado el pan a un preso que cantaba el Cara al sol siempre que le dirigían la palabra…

Eran mentiras no del todo inventadas, pero atribuidas a alguien que no merecía ser su protagonista, al que nunca se hubiera podido atribuir algo heroico, ni altivo tan siquiera. La estrategia funcionó. Juan Senra lo comprobó porque en dos ocasiones el sargento Edelmiro fue ignorado cuando asomó la cabeza pronunciando un servil lo que guste usted mandar, mi coronel y, porque al final, cuando ya la impaciencia del coronel Eymar se transformó en suaves Violeta, que es tarde o en Violeta, no tenemos autorización más que para quince minutos, las manos de la mujer abrieron el bolso y le tendieron un bocadillo de arenques envuelto en un papel de estraza.

— Volveré — dijo desafiante, mirando a su marido.

Juan soportó el rutinario interrogatorio de Eduardo López y compartió el bocadillo con el muchacho de las liendres. ¿Qué le hacía pensar al comisario político que algún día iba a hacer uso de la información que acumulaba? El hecho de que él todavía estuviera vivo se debía simplemente a la casualidad, a un orden arbitrario de la muerte. Además, era imposible tener contacto alguno con el exterior de la cárcel y aun así, bendita disciplina, él seguía acumulando información y analizando el comportamiento de los presos.

Se excusó con evasivas para terminar la conversación porque la vida olía a arenques y eso la hacía maravillosa.

Pasaron los días y el mes de marzo fue frío y húmedo como lo es el tiempo deshabitado.

Aunque sentía rechazo por el jersey de Miguel Eymar, agradeció el calor que le daba durante aquellas noches interminables.

Siguieron las listas, aunque cada vez más cortas y, lo que era más esperanzador, supieron de varias condenas a cadena perpetua pero no a muerte.

Eso era algo parecido a la vida.

Tuvo otra visita de la mujer del abrigo de astracán y su sumiso marido. Volvió a mentir, a inventarse historias y detalles heroicos que arrancaban la complacencia de aquellos labios incoloros y rígidos a los que nadie nunca hubiera atribuido la capacidad de besar. Pero, como a Sherezade, aquellas mentiras le estaban otorgando una noche más. Y otra noche más.

Y otra noche más.

Hasta que un día el primero de la lista para someterse al veredicto del coronel Eymar fue el muchacho de las liendres. Juan esperó todo el día el regreso de los juzgados. Por la ventana logró preguntar a gritos si alguien sabía qué le había ocurrido a Eugenio Paz. Nadie daba razón de él. Ni siquiera el capellán supo decirle qué había sido del muchacho. Comenzaron unos días de una angustia nueva para Juan, una angustia sobre la angustia, una incertidumbre sobre la incertidumbre.

Las vidas larvadas en las prisiones reconstruyen con tal urgencia un historial de afectos, de recuerdos agolpados en el tiempo, que los propios presos se sorprenden de que, para generar los afectos anteriores, los de fuera, se necesite toda una vida vivida intensamente. Pese a ello, Juan se horrorizó al pensar que, si estuviéramos vivos en la tumba, terminaríamos por amar a los gusanos.

Sobornó al sargento Edelmiro con el jersey de Miguel Eymar, pero sólo logró saber que estaba en la cuarta galería, no la pena que le había sido impuesta. Trató de mandarle un recado pero ya no tenía con qué pagar sus súplicas y Eugenio Paz nunca supo que Juan Senra le había mandado un abrazo de amigo y de hermano.

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