Alberto Méndez - Los girasoles ciegos

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Los girasoles ciegos: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es el regreso a las historias reales de la posguerra, que contaron en voz baja narradores que no querian contar cuentos sino hablar de sus amigos, de sus familiares desaparecidos, de ausencias irreparables. Son historias de los tiempos del silencio, cuando daba miedo que alguien supiera que sabias. Cuatro historias, sutilmente engarzadas entre si, contadas desde el mismo lenguaje pero con los estilos propios de narradores distintos que van perfilando la verdadera protagonista de esta narracion: la derrota. Todo lo que se narra aqui es verdad, pero nada de lo que se cuenta es cierto, porque la certidumbre necesita aquiescencia y la aquiescencia necesita estadisticas.

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Trató de buscar ayuda, pero todos los que veían a aquel hombre ensangrentado, con una enorme herida en la cabeza, cerraban sus puertas con las fallebas del pánico.

Nadie le socorrió, nadie le prestó una camisa para ocultar la sangre que coagulaba la suya, nadie le alimentó ni nadie le dijo cuál era el camino para regresar a la casa de sus padres.

A finales de abril fue de nuevo detenido en Somosierra y enviado, otra vez, al cuartel de Conde Duque para volver a rehacer el sendero de la muerte.

Cuando le preguntaban su filiación los tercos oficiales de la cárcel, siempre contestaba lo mismo: Me llamo Carlos Alegría, nací en 18 de abril de 1939 en una fosa común de Arganda y jamás he ganado una guerra.

Por eso le llamaban El Rorro.

Juan sentía cierta simpatía por este hombre solitario y taciturno. Le atraía su perenne ausencia, que, por otra parte, desmentía la general sospecha de que se trataba de un infiltrado en busca de información. Al anochecer de uno de esos días sin listas se acercó hasta el lugar donde Juan dormitaba y le dijo al oído: «Tú y yo vivimos de prestado. Tenemos que hacer algo para no deberle nada a nadie», y se alejó hacia el final de la galería donde estaba situada la reja de acceso. Comenzó a gritar centinela, centinela, centinela con un tono de voz desgarrado y perentorio al mismo tiempo.

Todos los presos permanecieron impávidos en la postura en la que les sorprendieron los gritos. El Rorro, golpeando su escudilla contra los barrotes de la reja, seguía gritando con una energía que nadie hubiera supuesto en aquel hombrecillo tatuado por la muerte. Por fin, se acercaron dos soldados que con las culatas de sus fusiles trataron de apartarle de la puerta. Pero su capacidad de sentir el dolor se había agotado tiempo atrás ante un apresurado pelotón de fusilamiento y la contundencia de los culatazos no parecía afectarle.

En el forcejeo, logró asir la culata de uno de los fusiles y con un gesto eléctrico e imprevisible se lo arrancó al soldado que le estaba golpeando. A un lado de la reja un soldado armado, otro desarmado y, en el interior de la galería, un silencio colectivo acumulado en una inmovilidad infinita tras El Rorro apuntando a sus guardianes.

Y ese silencio desbordó la reja, la galería, la noche prematura y los jadeos de El Rorro justiciero. Ni siquiera el soldado armado hizo ningún ruido al dejar su Mauser en el suelo obedeciendo una indicación imperiosa de aquel loco que con un gesto profesional y rápido había montado el cerrojo de su arma. Lentamente volvió el fusil hacia sí, se puso la punta del cañón en la barbilla y dijo que nunca había matado a nadie y que él, sin embargo, iba a morir dos veces. Disparó para romper aquel silencio, para pagar su deuda.

Los gritos, los pitidos, las órdenes tajantes y el estupor pusieron fin a aquel día que estuvo a punto de transcurrir sin muertes. El alférez capellán dio la extremaunción a un alma deshecha en mil pedazos.

Al día siguiente sí hubo listas en el patio y camiones de hombres dóciles provenientes de la cuarta galería, pero no hubo llamadas para acudir a la Capitanía General ante el coronel Eymar. Juan seguía impresionado por el comportamiento de El Rorro y su propia docilidad ante la muerte le resultaba cada vez más insoportable.

¿Muerte? ¿Por qué muerte? Todavía nadie le había acusado de nada en concreto que no fuera haber vivido en Madrid durante la guerra. Nadie sabía que había regresado desde Elda comisionado por Fernando Claudín para tratar de organizar un atentado contra el coronel Casado.

Se tomó un tiempo que no tenía para estudiar las rutinas de Casado, anotó minuciosamente a qué horas entraba y salía en Capitanía, dónde vivía, qué trayectos hacía habitualmente…

Cuando todo estuvo dispuesto para el atentado, Madrid se rindió a las tropas del general Franco. No había conseguido retrasar ni siquiera un día la derrota.

Eso sólo lo sabían Togliatti y Claudín y nadie iba a preguntarles nada. Aún podía ser un simple funcionario de prisiones. Era demasiado joven, demasiado oscuro para atribuirle cualquier responsabilidad en la guerra. Y esto le consolaba. Podía ser simplemente un derrotado más, un perdedor fortuito porque fortuitamente estaba en Madrid el 18 de julio de 1936.

Quizá lograra ocultar la derrota de Juan Senra.

Oyó su nombre rebotando con resonancias de caverna por las escaleras que daban acceso a la galería. El eco precedió al sonido y cuando el sargento Edelmiro gritó otra vez su nombre junto a la reja que cerraba la galería, ya todos le estaban mirando, quietos, sumisos, sorprendidos. La muerte tenía un horario y ésta era su deshora.

Sin soltar la escudilla levantó su mano y un imperioso ven aquí le abrió camino entre los corrillos inmóviles para dejar franco el paso hasta la entrada. Precedido por el sargento Edelmiro y escoltado por dos soldados deshilachados y frágiles, fue conducido hasta un cuartucho sin ventanas que había junto a las cocinas, en el sótano.

Allí estaban el coronel Eymar y la mujer del abrigo de astracán asida todavía a su bolso como las rapaces retienen a sus presas. Estaban sentados en un poyete de ladrillo y ella hizo ademán de levantarse, pero un gesto rápido y gatuno del coronel se lo impidió.

El sargento y los soldados estaban esperando una orden de su superior jerárquico que al final llegó con un gesto impreciso y blando.

— ¿Quiere quedarse solo con el preso, mi coronel? — preguntó el sargento, sorprendido.

Pero el gesto impreciso se trazó, esta vez con mayor amplitud, en el aire y con un a sus órdenes, mi coronel salió de la habitación seguido por los dos soldados. No cerraron la puerta y permanecieron lo suficientemente lejos para no oír pero lo suficientemente cerca para ver qué ocurría en aquel cuarto.

Y lo que vieron es que el coronel y su esposa permanecieron sentados frente a Juan Senra, que, quieto, esperaba una explicación de lo que estaba ocurriendo.

Y vieron también cómo la mujer del abrigo raído de astracán sacaba despaciosamente una fotografía de su bolso y se la mostraba al preso, que asintió con la cabeza.

El sargento Edelmiro no pudo oír cómo Juan Senra les contaba a los padres de Miguel Eymar lo sencillo y espontáneo que era su hijo. Su carácter indómito y el arrojo que demostró al negarse a huir de Madrid cuando todo se puso en su contra. No pudo oír las historias que urdió Juan Senra ante aquella madre cuyo rostro se iluminaba en la medida en que los fósiles de la mentira sustituían la atrocidad de los hechos.

Tampoco pudo intuir — la guerra no deja sensibilidad para los detalles- cómo el instinto de supervivencia iba cediendo paso a la compasión por una mujer enloquecida por un dolor que Juan Senra reconocía como se reconoce el último estertor.

Sólo vio cómo ella se acercaba al preso Senra, que, con una elocuencia desconocida, hablaba y hablaba monótonamente ante preguntas breves y suplicantes de la esposa del coronel. Y vio también, con gran sorpresa, cómo ella le tomaba por el brazo y maternalmente le obligaba a sentarse junto al atónito coronel en el poyete que, por quedar a la derecha de la puerta, el sargento Edelmiro sólo lograba ver parcialmente. Uno de los soldados pidió permiso para liar un cigarro y los tres testigos se desentendieron de lo que estaba ocurriendo sin atreverse a cuestionar el comportamiento de un superior jerárquico.

Cuando Juan regresó a la segunda galería, aún sonaban las últimas palabras de aquella mujer en sus oídos — te traeré un jersey, que hace mucho frío- y el suplicante Violeta por favor de coronel justiciero.

Casi no se atrevía a contar a nadie lo que estaba ocurriendo y, excepción hecha de Eduardo López, nadie le preguntó. Sólo la endogamia propia de las relaciones de militancia le obligó a sincerarse ante el comisario político, que no ocultó su desconcierto.

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