Tanto en un caso como en el otro exhibió su maestría Valle-Inclán, cuyo teatro chocaba, evidentemente, con el modelo que dominaba en la escena española. Antes de ocuparnos de esta, conviene señalar las principales tendencias europeas. Por un lado, mencionemos el teatro naturalista, un movimiento basado en Émile Zola. Los temas tratan la problemática social, sean sus protagonistas de clase alta o baja. Su lenguaje debe ser realista. Los autores más representativos son el noruego Henrik Ibsen (1828-1906), cuyos dramas aburrían a Max (IV); el ruso Antón Chéjov (1860-1904), quien defiende la integridad personal frente a las convenciones sociales; el irlandés George Bernard Shaw (1856-1950), el cual defiende la educación como medio de superación social, y el sueco August Strindberg (1849-1912), quien evidencia los conflictos entre clases y la necesidad de romper las ataduras.
El teatro simbolista aparece en Francia en 1880. Descubre lo que está más allá de la realidad externa; es decir, el lenguaje teatral no debe imitar la realidad, sino descubrir el mundo interno del ser humano por medio de símbolos. Su autor más representativo es Maurice Maeterlinck (1862-1949), quien expone el poder salvador del amor.
Hay también dos figuras señeras: el francés Alfred Jarry (1873-1907), cuyo Ubú rey significó un claro antecedente del teatro del absurdo, con su disparatada crítica al poder; y el alemán Bertolt Brecht (1898-1956), el creador del teatro épico y de las técnicas de distanciamiento.
La escena española estaba dominada por corrientes comerciales, ya se tratara de obras destinadas a un público burgués, como las de Benavente y Echegaray, ya de productos dirigidos al pueblo llano, como las zarzuelas de Federico Chueca y Amadeo Vives. La crítica y la denuncia, si existían, solo podían ser suaves, porque ni el público burgués ni el popular buscaban complicaciones. Formalmente, la representación estaba marcada por convenciones; esto es, un hombre y una mujer eran los protagonistas, el escenario sufría pocas alteraciones y la obra se dividía en las tres partes clásicas: presentación, nudo y desenlace. Era llamado «teatro de salón» porque la acción tenía lugar en un salón lujoso y luminoso.
La alta comedia estaba dominada por José Echegaray (1832-1916), cuyas obras son de carácter moralizador, ambientes acomodados, conflictos sentimentales que hacen peligrar la familia y final feliz que reafirma el modelo burgués. El teatro realista, en el que importa más la agilidad de los diálogos que la acción, está representado por Benito Pérez Galdós (1843-1920), autor que los modernistas criticaban con dureza (IV). El teatro costumbrista estaba representado por dos hermanos andaluces, los Álvarez Quintero.
La visión pintoresca de la vida que transmitían estos autores andaluces fue ridiculizada por Valle-Inclán en la escena XIV de Luces de bohemia, aquella en la que el Marqués de Bradomín y Rubén Darío hablan del teatro de Shakespeare.
Ahora bien, para que Valle apadrinase una literatura profunda que rompía con el teatro anquilosado y burgués, tuvieron que ocurrir muchas cosas. La primera, su nacimiento. Ramón José Simón Valle Peña, cuyos padres fueron don Ramón Valle y doña Dolores Peña, nació el 28 de octubre de 1866 en Vilanova de Arousa (Villanueva de Arosa, en Pontevedra). La divergencia entre los apellidos de la fe de bautismo y los empleados después por el escritor radica en un episodio familiar. En 1758, un antepasado de nuestro autor tuvo que presentar unas pruebas de linaje para obtener una beca. Los familiares confirmaron el buen origen de «don Francisco del Valle Inclán de los Santos». En el mismo documento, el interesado utilizó el apellido «Valle-Inclán» y la forma abreviada «Valle». Un hermano suyo consignaba en los documentos tanto la forma «del Valle-Inclán» como «Inclán del Valle».
La infancia y la adolescencia de Valle-Inclán transcurrieron en un entorno acomodado. Su culta familia favoreció el contacto con las tradiciones populares y la literatura. Estudió el bachillerato en Pontevedra y se matriculó en Derecho en Santiago de Compostela. En 1889 publicó su cuento A media noche en una revista de Barcelona. Al morir su padre, en 1890, y atraído por el mundo literario tras conocer a José Zorrilla en una conferencia, abandonó la carrera y se fue a Madrid, donde empezó a publicar en los periódicos Los Lunes de El Imparcial, El Globo y La Ilustración. También comenzó su habitual asistencia a las tertulias literarias. Físicamente, era de mediana estatura y muy delgado. Llevó casi toda su vida melena y largas barbas y, habitualmente, anteojos, capa y sombrero.
Valle-Inclán en 1930.
En 1892, llevado por el afán de aventura, viajó a México donde publicó en los diarios El Universal y El Correo Español con el nombre de Ramón María del Valle-Inclán. México vivía una época de auge económico y cultural, y allí nuestro autor conoció una obra fundamental de Rubén Darío, Azul, y asimiló rápidamente la estética modernista con su gusto por la riqueza verbal, la belleza y el exotismo. También parece que en la compleja política mexicana está el origen de su interés por la política. A su regreso a Madrid, a fines de 1892, pasó por Cuba. En 1893 se trasladó a Pontevedra. Allí, mientras sigue publicando artículos y cuentos en Madrid, se dedicó a leer, especialmente al italiano Gabriele d´Annunzio, y en 1895 publicó un libro de narraciones modernistas: Femeninas (Seis historias amorosas).
En 1895 volvió a Madrid, donde consiguió un empleo de funcionario en el Ministerio de Instrucción Pública, y colaboró en periódicos y revistas, como ABC. En 1897 publicó su segundo libro, Epitalamio (Historias de amores). En 1898 conoció a Josefina Blanco, que sería su esposa nueve años después. Ambos actuaron ese año en La comida de las fieras, de Jacinto Benavente. En 1899 volvieron a coincidir como actores en el estreno de Los reyes en el destierro, adaptación de una novela del francés Alphonse Daudet, realizada por Alejandro Sawa, amigo de Valle-Inclán.
Su protagonismo en las tertulias fue intenso. Acudía habitualmente al café de la Montaña, en la Puerta del Sol, junto a Benavente, y al café de Madrid, con Baroja, Azorín, Villaespesa, Sawa y Martínez Sierra. Otras tertulias eran las del Nuevo Café Levante, el café Pombo y los cafés de París y Francia. En el café del Real se solía reunir con los modernistas. Participaba de muchos de los hábitos de la bohemia (interés artístico, marginación de los círculos burgueses, vida nocturna, provocación…), pero él se debía a su obra por encima de todo y mantuvo una capacidad envidiable de concentración y trabajo riguroso. Su bohemia fue controlada y extremadamente productiva.
En una noche de 1899, estaba en el café de la Montaña del hotel París. Dado a polemizar, defendía su visión del duelo, que consideraba «una de las bellas artes». Había ocurrido que dos jóvenes –el dibujante portugués Leal da Câmara y el español López del Castillo– se habían retado a duelo. Un periodista, Manuel Bueno, dijo que este no se debía realizar porque Leal era menor de edad y Valle-Inclán, molesto, le respondió: «¡Y usted qué entiende de eso, majadero!». Bueno amenazó con su bastón sobre la cabeza de Valle y este agarró una jarra de agua y se la tiró al periodista. No acertó, pero el otro le arreó un bastonazo que le abrió una brecha en la cabeza. Valle se protegía con el brazo izquierdo mientras que con la mano derecha continuaba lanzando vasos y platos. Bueno respondía con más golpes, que causaron a su rival cortes en el brazo. Terminó la pelea y, al cabo de unos días, la herida del brazo se agravó y gangrenó. Hubo que amputarlo. En este mismo año, los amigos de Valle estrenaron su obra Cenizas (Drama en tres actos), con el ánimo de recoger dinero para un brazo ortopédico, que él no usó. Mientras tanto, seguía asistiendo a varias tertulias, junto con Baroja, Azorín, Antonio y Manuel Machado, Rubén Darío (en sus estancias en Madrid) y los pintores Zuloaga y Julio Romero de Torres.
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