Las constituciones suelen expresar complejos compromisos políticos y establecen a nivel de principios una serie de valores, fines y derechos fundamentales (que pueden entrar en conflicto entre sí). Implementar los derechos sociales –según Carbonell (2008: 9-16)– “exige que la interpretación constitucional se ‘materialice’ en distintas políticas públicas sustantivas”, incluida la distribución del gasto público; por su parte, proteger a las minorías, grupos vulnerables o históricamente discriminados, implica discutir la función del Derecho en nuestras sociedades para decidir cuándo se debe aplicar un trato igual estricto o están justificadas, por ejemplo, las políticas de discriminación positiva; la interpretación constitucional debe lidiar, en fin, con la tensión entre el principio democrático y de deferencia al legislador con los principios de supremacía y control constitucional (que resguardan el “coto vedado” de los derechos fundamentales).
Sin perjuicio de la dimensión “política” de la interpretación constitucional, la Constitución es la norma fundamental del sistema y los derechos que garantiza han de realizarse en la vida política y social, por lo que el discurso constitucional ha de conservar el status de Derecho. Es en ese sentido que Ackerman (2011: 39) niega “que el derecho sea la política por otros medios y que la interpretación constitucional sea pura pose”. El texto es el punto de partida de la interpretación y el discurso constitucional debe ofrecer el marco de referencia para el diálogo y el debate político tendiente a crear, modificar o derogar normas generales. La teoría constitucional debe mostrarnos las modalidades de la argumentación de los órganos aplicadores de la Constitución, sin olvidar que “la autoridad fluye hacia quienes pueden relacionar los compromisos fundamentales de la Constitución con las creencias e intereses que estimulan al pueblo” (Post y Siegel, 2013: 41).
Esta es la manera en que podemos eludir el riesgo de que el Derecho quede indeterminado y se vea totalmente absorbido por la moral (que esta pase a ser el género rector de la Política). Advierte Nino (2014: 137) que si fueran genuinas las paradojas de irrelevancia e indeterminación radical del Derecho, “el derecho positivo sería una gran ficción de nuestra cultura. Sería simplemente una pantalla sobre la que los jueces y juristas proyectarían sus opiniones morales haciéndolas aparecer como prescritas por una autoridad política legítima”. Por consiguiente, si bien el derecho constitucional y la política democrática están íntimamente vinculados, en lo que toca al derecho de origen judicial la regla de imparcialidad requiere que el juez sea “independiente de la política” (Fiss, 2007b: 34), esto es, independiente de la influencia y el control de quienes detentan poder político (o el económico). Ese es el principal alcance que debe darse a la tesis de la “separación”: mantener y garantizar la independencia de los jueces.
Para que el Derecho pueda cumplir su función social de guiar las conductas, resolver conflictos y facilitar la cooperación, necesita apoyarse en el mecanismo de la autoridad, que reposa sobre el hecho de que la mayoría reconozca legitimidad a las prescripciones emanadas de los poderes públicos (Nino, 2014: 160-161). Es clave para ello reconocer que la acción de los constitucionalistas, legisladores, gobernantes y jueces “consiste, en general, en aportes a una obra colectiva cuyas contribuciones pasadas, contemporáneas y futuras no controlan y solo influyen parcialmente” (ibíd., 140-141). Sería irracional –sostiene Nino– pretender modelar la sociedad sobre la base de una Constitución ideal desconectada de la realidad y el contexto histórico en el que surge, que un legislador impulsara una ley que vulnere abiertamente derechos garantizados por la Constitución vigente, o que un juez quisiera resolver un caso como si estuviera refundando, con su decisión, todo el orden jurídico o toda una rama del mismo.133
Lo objetable entonces no es recurrir a consideraciones valorativas para interpretar el Derecho, sino, como dice Nino (2014: 107-108), hacerlo de forma encubierta, pues ello implicaría que tales valoraciones –con su apariencia de necesidad científica– no estarían sometidas al control de la discusión democrática. La interpretación constitucional es tarea de la “sociedad abierta de los intérpretes constitucionales”; por eso dice Häberle (2001: 149 ss., 286): todos los ciudadanosˮ son “guardianes de la Constitución”, ya que la defensa de los valores fundamentales no puede ser monopolio de un solo poder sino que es “asunto de todos”. El Estado de Derecho actual ofrece, de esta forma, una respuesta al reto de Hobbes: la democracia es, después de todo, “gobierno de personas” (Bellamy: 2010, 72 ss.). En ese contexto el Derecho es “gobierno de reglas y principios” emanados de decisiones populares o respaldadas por éstas, que permiten su mejora continua. De lo que se trata, en suma, es que el sistema constitucional logre un equilibrio adecuado entre ser “democráticamente sensible” y mantener autonomía profesional respecto del discurso meramente político para que pueda tener autoridad como Derecho (Post y Siegel: 2013, 113).
La práctica y las decisiones jurídicas carecen de sentido en tanto acciones aisladas; solo pueden contar como “contribuciones a una acción o práctica colectiva”. Cuando esa práctica resulta justificada por principios autónomos de moralidad social, pasamos –como señala Nino (2014: 161)– a una segunda etapa del razonamiento justificatorio “que presenta una estructura escalonada”, en que la acción y decisión debe justificarse “tanto a la luz de la preservación de la práctica como tomando en cuenta la posibilidad de mejorarla aproximándola a los principios de justicia”. Son las circunstancias de la política (el hecho del desacuerdo) las que conllevan la exigencia de una dogmática jurídica “líquida” o “fluida”, como dice Zagrebelsky (2011: 17-18), que “pueda contener los elementos del derecho constitucional” agrupándolos en una “construcción necesariamente no rígida”, que dé cabida a combinaciones que deriven (también) “de la política constitucional”.
La argumentación jurídica cumple, esencialmente, una función de justificación.134 Justificar una decisión jurídica quiere decir, siguiendo a MacCormick (1995: 17), dar razones que muestren que la decisión en cuestión asegura “la justicia de acuerdo con el Derecho” (la imparcialidad del juez) con miras a mantener el propósito de “certeza derrotable” que el Derecho debe perseguir.135 ¿Cómo se concilia nuestra noción de Estado de Derecho, cuyo propósito central es la certeza jurídica y la separación de poderes, con el carácter argumentativo (y retórico) del Derecho? MacCormick (1999, 2016) entiende el Estado de Derecho como un medio de protección contra la intervención arbitraria de agentes estatales en la vida y libertad de las personas. Por eso se basa sobre un sistema de reglas generales enunciadas con claridad, que operen de manera prospectiva, que exijan conductas posibles y que formen un conjunto coherente y no arbitrario (sigue en esto a Fuller, 1967). Al mismo tiempo, el rule of law asegura el derecho de defensa (en un procedimiento contradictorio) para cuestionar la relevancia de una demanda o acusación, así como las pruebas e interpretaciones en que ella se base. Los principios y tópicos aceptados en el Derecho sirven como punto de partida de la argumentación, pero son “desafiables” (en virtud del test de universalización y coherencia). Concluye MacCormick (1999: 21): “La certeza del Derecho es, por tanto, certeza derrotable” y “el carácter argumentable del Derecho no es la antítesis del Estado de Derecho, sino uno de sus componentes”.
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