Martínez Olguín, Juan José
El parpadeo de la política / Ensayo sobre el gesto y la escritura - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Miño y Dávila, 2021.
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ISBN 978-84-18095-48-1
Thema: QDTS [Social & political philosophy]; QDT [Topics in philosophy]
BISAC: LAN009050 [Linguistics / Sociolinguistics]; PHI019000 [Political]
WGS: 710 [Social sciences, law, economy / Social sciences general]; 730 [Social sciences, law, economy / Political science]
Edición: Primera. Febrero de 2021
ISBN: 978-84-18095-48-1
Depósito legal: M-14050-2020
© 2021, Miño y Dávila srl / Miño y Dávila editores sl
Diseño: Gerardo Miño
Armado y composición: Eduardo Rosende
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Índice de contenido
Prólogo.De náufragos y trapecistas
, por Eduardo Rinesi
Introducción
Capítulo I.Logocentrismo y filosofía política
Capítulo II.El espacio público y la proximidad del habla
Capítulo III.El parpadeo de la política
Capítulo IV.Platón y la muerte de la escritura
Capítulo V.La soledad de la escritura
Capítulo VI.El espacio literario
Capítulo VII.El tiempo de la escritura
Capítulo VIII.El trabajo de la escritura
Capítulo IX.El gesto y la escritura
Capítulo X.Una política de la sensibilidad
Bibliografía
A Amapola y a María, los amores de mi vida
Prólogo
De náufragos y trapecistas
por Eduardo Rinesi
¿Y si el hombre fuera un animal político –se pregunta Juan José Martínez Olguín cerca del final del estimulante recorrido que propone en este libro– no porque habla sino porque escribe, no cuando habla sino cuando escribe? ¿No cuando hace oír su voz en la proximidad compartida del espacio público, de la asamblea o del encuentro vivo, presentemente vivo, entre los cuerpos, sino cuando, en silencio y soledad, incluso a veces en secreto, construye a través de la escritura, con unos otros (sus lectores) que en algunas ocasiones sabe pero que por regla general no sabe –no puede saber– quiénes son o quiénes puedan ser, una cierta forma de comunidad? A esa comunidad, a ese tipo de comunidad, la filosofía francesa del siglo XX, de la que este libro de Martínez Olguín es fuertemente tributario, la ha calificado ora como imposible, ora como inconfesable, ora como revocada o “des-obrada”. ¿Pero no es acaso a esta misma revocación, a esta misma des-realización (y por cierto: a esta misma imposibilidad), a lo que nos hemos habituado a dar, en la tradición de esa misma filosofía francesa contemporánea, el viejo nombre de política? Hay política, en efecto, justo porque nunca son precisos, y siempre son, por el contrario, objeto de disputa y de redefinición, los límites, las formas de organización y las divisiones del campo en el que son posibles las conversaciones en torno a lo común. Así, si el problema de la escritura nos dice algo sobre el problema de la política es porque el tipo de conversación que propone la escritura pone en crisis esos límites, esas formas de organización y esas divisiones, y esto porque –y en la misma medida en que– esa escritura está siempre dirigida a un otro o a unos otros que necesariamente habrán de completarla (de suplementarla) después y en otro sitio.
Así, la ruptura de la “unidad fonocéntrica” entre cuerpo y habla, entre el cuerpo (del) que habla y los cuerpos (de los) que escuchan, lejos de constituir un motivo para tener que deplorar, como lo ha hecho la gran tradición anti-representacionalista desde Rousseau, alguna forma de la degradación o de la muerte de la política en manos del imperio de los signos o del simulacro, es quizás justo lo que nos permite pensar la política en un sentido propio o fuerte. “Emancipatorio”, escribe Martínez Olguín. Hay política, entonces, hay política en un sentido propio, fuerte o emancipatorio, porque la escritura nos permite construir, contra el señorío de los modos de organización de lo sensible, es decir, de las cosas y de las relaciones en el aquí y ahora en que escribimos, otra forma de comunidad: la comunidad entre el que escribe, entre el que en la soledad en la que escribe inscribe la marca de su yo en su escritura, y el que o los que, en otro lugar y en otro tiempo, pero siempre ya entrevistos en y por la acción misma de escribir, completarán (suplementarán) con su lectura el gesto del que antes escribió. El ejercicio de la lectura, en efecto, está en la misma base, desde el comienzo y como presupuesto, es decir, como condición o como garantía, del ejercicio de escribir. De otro modo: que no hay escritura –escribe Martínez Olguín– sin la posibilidad de la lectura. Es interesante esta idea de “posibilidad”, que si por un lado determina el estatuto, digamos, hipotético o conjetural –es decir, “espectral”– de la figura de ese otro (de la necesaria presencia, aunque sea ausente, o mejor: justo porque no puede sino ser ausente, de ese otro que es el posible o potencial lector “que, como un espectro, recorre el espacio que inaugura el que escribe”), por el otro configura la acción misma de escribir como algo del orden de la apuesta.
Es tentador sugerir que esa apuesta se parece mucho a la del náufrago que mete lo que escribe en una botella y tira la botella al mar, y proponer que todo escritor es en el fondo ese náufrago, que espera que del otro lado alguien abra esa botella. Pero me gusta más la figura que usa Ricardo Piglia (y que me indica, charlando sobre esto, mi amiga Antonia García Castro) a cierta altura del primer tomo de Los diarios de Emilio Renzi, cuando compara al narrador con un trapecista que se lanza al vacío y, después de dar dos saltos mortales en el aire, atrapa las manos de su compañero. Eso es narrar, escribe Piglia: “tirarse al vacío y confiar en que algún lector lo sostendrá en el aire”. (Por cierto: Al comienzo del canto IV de La Odisea, el joven Telémaco, que llevaba unos quinientos versos navegando en procura de noticias sobre la suerte de su padre, llega a los dominios del gran Menelao, a quien encuentra celebrando, con toda su corte, las bodas de su hija. El clima era de felicidad, de alegría, de fiesta: había comida y bebida, “un aedo divino cantaba tañendo su gran lira”, y –atención– “un par de payasos hacían cabriolas”. O, en otra traducción: “dos volatineros pirueteaban al son de la melodía”. Piruetear, hacer cabriolas: es extremadamente sugestiva la presencia, en este relato –que compone, con La Ilíada, la primera obra escrita, la primera pirueta, de la literatura occidental– de estos dos payasos voladores dando vueltas por el aire a la espera, cada uno, de que el otro los agarre de las manos.) Escribir, entonces, es como apostar o como lanzarse al vacío, sin saber si del otro lado (un “otro lado” que hay que imaginar en otro lugar y en otro tiempo), si en el lugar de la “cierta ausencia” en el que el escritor está obligado a imaginar –a esperar– a su lector, habrá en efecto alguien apostado para justificar ese salto, ese gesto, con su lectura.
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