LA EPOPEYA DEL CORAZÓN INDOMABLE
PRIMERA PARTE:
LA PASIÓN DE LOS OLVIDADOS
Juan Manuel Martínez Plaza
© Juan Manuel Martínez Plaza
© La epopeya del corazón indomable. Primera parte: La pasión de los olvidados
Enero 2021
ISBN ePub: 978-84-685-5630-7
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“… y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes…”
San Pablo (Primera epístola a los Corintios).
Índice
La Peregrina
Capítulo I
1
2
3
Capítulo II
1
Capítulo III
1
2
3
Capítulo IV
1
2
3
Capítulo V
1
2
3
Capítulo VI
1
2
Capítulo VII
1
2
3
Capítulo VIII
1
2
Capítulo IX
1
2
Capítulo X
1
Una primera despedida
La Peregrina
Nadie sabe muy bien cuándo fue la primera vez que aquella anciana indigente y chiflada se dejó ver, como surgida de la nada, por los alrededores del pueblo. Algunos dicen que ocurrió un soleado día de principios de otoño, otros que uno de esos días de perros de mediados del mes de Ocaso, según el dichoso nuevo calendario. Tampoco supimos jamás cuál era su nombre, a pesar de todo ella nunca lo dijo y, si así fue, no hay constancia de ello en ninguna parte. Tal era el misterio que la rodeaba.
Como tantos otros vagabundos parecía llevar como única indumentaria una sucia montaña de harapos superpuestos y empujaba un vetusto y oxidado carrito atestado de toda clase de trastos, cachivaches y cosas recogidas de la basura. A pesar de eso se la empezó a ver por los alrededores de la iglesia, registrando los contendores destinados a la caridad. Hablaba sola, a veces incluso a grito pelado, casi siempre cosas ininteligibles. Por eso todos pensaron que era una borracha o estaba ida, entre los de su clase aquello era habitual. No faltaban los que decían que su presencia resultaba molesta, pero tampoco los buenos samaritanos como el señor Simons, el propietario de la pequeña tienda de comestibles de producción local, que siempre se preocupaba de proporcionarle algo de comida. A pesar de las habladurías aquella pobre anciana no le hacía ningún daño a nadie, razón por la cual el inspector Wise y sus hombres decidieron no echarla del municipio.
Aquello sin embargo no evitó que acabara convertida en el objetivo prioritario de las pandillas de adolescentes, que deambulaban por las calles del pueblo a la búsqueda de nuevas diversiones. La vagabunda era la novedad en aquellos días y acosarla por puro entretenimiento pronto se convirtió en el deporte de moda. La mayor parte del tiempo podía parecer enajenada, pero cuando se la molestaba volvía en sí inmediatamente y reaccionaba de manera furibunda.
- ¡Fuera de aquí malditos mocosos! - amenazaba señalando con el dedo -. No sabéis con quién os la estáis jugando. Si lo supierais bien haríais en salir corriendo a vuestras casas para no volver a salir de ellas.
De joven debió de ser bastante alta y con buena planta, pero el peso de los años la había dejado menguada y encorvada. Además estaba medio ciega y sus movimientos distaban mucho de ser ágiles. Por más que gritara y agitara los brazos en señal de enfado no intimidaba a nadie, más bien al contrario despertaba lástima. Aunque no a sus habituales acosadores, que siempre trataban de robarle cosas de su carrito, lo arrojaban al suelo o la empujaban a ella entre risas y burlas. Había quien decía que los padres de algunos de esos muchachos les habían animado a martirizar a aquella pobre infeliz para que así se largara de una vez. Nunca pasó de ser un simple rumor, pero tampoco faltaban los que decían que, con respecto a la vagabunda, la policía local no estaba haciendo su trabajo. Tal vez los más jóvenes tuvieran que hacerlo en su lugar.
Hasta que un día la cosa pasó a mayores y papá se vio obligado a intervenir. Esa tarde un grupo de críos, y no tan críos, acorraló a la anciana en un callejón junto a unos cubos de basura. De las burlas y los insultos se pasó directamente a la agresión cuando ella intentó abrirse paso para escapar. Sobre su maltrecho cuerpo llovieron escupitajos, restos de comida, latas vacías y, finalmente, algún que otro objeto mucho más contundente. Por lo visto el impresentable de Andy, que siempre se las daba de duro y presumía de toda clase de fechorías, llegó a decir que iban a rociarla con un líquido inflamable y a prenderle fuego. Puede que sólo fuera una broma de mal gusto, pero a nadie en la situación de aquella desdichada le hubiera hecho la más mínima gracia.
Papá fue siempre una persona calmada y de temperamento afable, excepto cuando, por el motivo que fuera, se le terminaban hinchando las narices. Era entonces cuando parecía convertirse en un gigante, su voz un trueno anunciando tormenta, y ay de aquel que hubiera osado provocarle hasta tal punto. Al ver lo que aquellos chicos le estaban haciendo a la vagabunda no dudó ni un segundo. Andy se llevó un buen puntapié en su huesudo trasero y finalmente todos los gamberros se dispersaron. Su víctima había quedado tendida en el suelo y la herida sangrante que tenía en la frente no ofrecía muy buen aspecto. Papá la tomó en brazos y la llevó de inmediato al ambulatorio para que la atendieran. No recuerdo un mal gesto en su rostro a pesar del hedor que desprendía aquella mujer, más bien al contrario procuró tranquilizarla con palabras amables mientras ella regresaba a su ensimismamiento de murmullos incomprensibles.
En la consulta el doctor Stein la curó y le hizo un reconocimiento a fondo. Debió de encontrar algo extraño o realmente perturbador en ella. Si bien no hizo comentario alguno al respecto, papá dijo más tarde que eso lo pudo adivinar por el insólito estado de excitación en el que se encontraba Stein, un hombre habitualmente impasible, y por las preguntas que misteriosamente quedaron sin respuesta. El doctor indicó también que aquella mujer era realmente anciana, con toda probabilidad superaba los cien años y la vida que había llevado le estaba pasando la última factura. Sus riñones estaban empezando a fallar y padecía una neumonía que, si no se trataba debidamente, tendría consecuencias fatales. Aparte estaban sus problemas de visión, que más pronto que tarde la incapacitarían por completo. Se hallaba completamente sola y no sobreviviría al invierno si permanecía en la calle.
Fue entonces cuando papá, llevado por ese sincero sentimiento de caridad cristiana que siempre lo había guiado, tomó la decisión que cambiaría nuestras vidas, muy especialmente la mía. El pueblo era pequeño y no disponía de instalaciones para albergar indigentes y en el centro de acogida más próximo no quedaba ni una cama libre, pues en ese momento se estaban realizando reformas y la mayor parte del espacio no podía ser utilizado.
-Esta pobre mujer está muy enferma - afirmó -, si ha llegado su hora tenemos la obligación moral de hacer todo lo posible por ella, Dios así lo quiere. Nadie merece morir tirado en la calle como un animal. No, eso no puede ocurrir, no en nuestra comunidad. Somos gente civilizada.
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