Esta figura, sonoramente derrideana, de la “cierta ausencia” en la que hay que suponer o sospechar al otro del acto de escribir (en la que, para ponernos a escribir, debemos suponer o sospechar al otro de esa escritura que emprendemos) es la que da el tono del tipo de comunidad que este libro nos invita a imaginar. Que es una comunidad política, entonces, justo porque no es un dato de la realidad sino una apuesta de la imaginación. Martínez Olguín insiste, en lengua heideggeriana, en que esta comunidad es menos del orden de lo óntico que del orden de lo ontológico, pero ya que recién citamos a Derrida podemos hacernos los graciosos y agregar nosotros, repitiendo uno de los conocidos juegos de palabras del autor de De la grammatologie y de Spectres de Marx, que el saber que puede saber sobre ese orden es en realidad menos una onto-logie que una hanto-logie: menos un saber sobre el ser de las cosas que un saber sobre el no ser (mejor: sobre el ser-no-siendo) de los espectros. De lo que ya fue pero no deja de insistir aun después de ya haber sido, pero también, y acaso sobre todo (y acaso sobre todo en este libro, y acaso sobre todo –me gustaría sugerir– en este tiempo de catástrofe planetaria que vivimos, que nos exige poner en discusión, en una amplia conversación entre todos los hombres y mujeres de la Tierra, las condiciones mismas para la vida humana en el planeta), de lo que, no siendo todavía, no deja sin embargo de anunciarse todo el tiempo como posibilidad, como promesa o como proyecto. Me gusta leer la cabriola de este libro como una apuesta a favor de ese proyecto: el de construir, bajo la forma de una conversación, sub especie conversationis, ese gran sujeto colectivo al que vale la pena seguir dando el bello nombre de humanidad.
Más allá de la forma que adoptó en un principio, de las lecturas que en algún sentido o en otro lo iniciaron y lo fueron en el transcurso del tiempo modificando, la pregunta que estuvo en el origen de este ensayo fue siempre la misma. Diría, para ponerlo rápidamente en palabras, que esa pregunta es la ya clásica pregunta por la política. Y digo clásica porque ella está ligada, precisamente en su origen, al pensamiento clásico, es decir a Aristóteles y a la filosofía griega. La pongo entonces en palabras: ¿qué es la política? ¿Cuándo y dónde hay política? ¿Qué es lo que hace que eso que es o eso que identificamos como una experiencia política, sea efectivamente una experiencia política? ¿Cómo y cuándo tiene lugar una práctica a la que podemos asignarle el estatuto de política? Porque a pesar de que en estos años esa pregunta y su enorme abanico de posibilidades –que no se agota de ningún modo en la limitada enumeración que menciono más arriba– haya sido siempre la misma, ella no dejó de estar sujeta, precisamente desde el inicio, a un sinnúmero de contratiempos y desventuras. Es decir: no siempre la respuesta o el camino que había adoptado para responderla fue necesariamente el mismo. Quisiera entonces volver acá, y en primer lugar, sobre estos contratiempos o desventuras o, mejor aun, sobre los desafíos y los caminos diversos y no tan diversos a los cuales el intento por responderla fue llevándome a lo largo de este trayecto. Y la razón por la cual quiero volver sobre esto es una razón tan profunda como sencilla: por un lado, porque el espíritu de este trabajo está en gran parte descrito por esas desventuras o por esos caminos que recorrí al realizarlo y, por el otro, porque la transformación de esa pregunta y de la forma de transcurrir por su respuesta explica mejor que cualquier otro intento por qué este ensayo pudo tener lugar y sobre todo por qué el lugar que ahora ocupa tiene en el centro de su tratamiento al siempre maltratado problema de la escritura.
Comencemos entonces por el comienzo: en un primer momento el interrogante sobre la política adoptó una formulación bien precisa. Al inicio, ese interrogante estuvo determinado por el interés que despertaron en los primeros pasos de este trabajo las prácticas y las experiencias de los obreros peronistas durante el primer período de la “Resistencia peronista”. Sabemos bien lo que con ese nombre se designa en la historia argentina: el largo período de proscripción del peronismo que, como producto del decreto 4161, inicia la autodenominada Revolución Libertadora para asestarle un golpe de muerte definitivo al movimiento político de mayorías que había fundado el derrocado Juan Domingo Perón. El célebre decreto que tenía como objetivo desterrar no solo los restos simbólicos sino materiales del peronismo abarcaba desde el pasaje a la ilegalidad del partido peronista hasta la más llana y obtusa prohibición de la mención de los nombres de Perón y de Evita y de cualquiera de los símbolos que directa o indirectamente estuvieran relacionados con los líderes de esa identidad política. Entonces: ¿en qué sentido nuestro interrogante podría estar determinado por este interés en la Resistencia peronista? Básicamente a través del tenue hilo que entrelaza (o que podría haber entrelazado porque al fin y al cabo ese hilo nunca fue hilvanado puesto que esa investigación quedó trunca) la vieja categoría que sintetiza buena parte de las preocupaciones que ocupan, desde hace algún tiempo, a la filosofía política, la categoría de emancipación política o humana, con las prácticas y las experiencias clandestinas de los obreros peronistas durante este período tan singular de la historia argentina, en términos generales, y de la historia del peronismo en términos particulares1. La formulación precisa que, en suma, había adoptado nuestro interrogante en este primer momento podemos enunciarla como sigue: ¿en qué medida las prácticas clandestinas de los obreros peronistas podrían ser leídas a la luz de la noción de emancipación política o humana? ¿Cuánto de esas prácticas y de esas experiencias, que involucraban desde la impresión y la distribución –siempre clandestina– de volantes y manifiestos políticos en las fábricas hasta las reuniones ambulantes de militantes en colectivos o en casas particulares, eran efectivamente lo que podríamos llamar experiencias y prácticas de emancipación política o humana?
Quizás ni siquiera haga falta mencionarlo puesto que hoy en día su nombre está muy fuertemente ligado a esta categoría de emancipación política, pero este primer período del trabajo estuvo condicionado en su dimensión teórica y filosófica por los textos de Jacques Rancière y más precisamente por ese hermoso y profundo libro, escrito en los límites de la literatura y la filosofía, que lleva por título La noche de los proletarios2. Por aquél entonces lo que explicaba casi unilateralmente la influencia de este texto, y más ampliamente de la filosofía de Rancière en el camino que había tomado era la convicción de que en La noche de los proletarios el filósofo francés ponía en juego una hipótesis que sin dudas aparecía como una hipótesis absolutamente singular e inédita para lo que podemos llamar el campo de la filosofía política. Sumergido en los archivos de los obreros saint-simonianos y de trabajadores de distintos oficios del siglo XIX, la noche se revelaba para esa capa de individuos hiper-explotados por el capitalismo de aquella época como un tiempo glorioso al que esos obreros y trabajadores podían destinarle mucho más que las horas de sueño que demandaban los largos días de trabajo: escribir poesía, intercambiarse cartas que relataban los lamentos por los que tenían que pasar cada uno de ellos en sus actividades laborales, convertirse en periodistas o cronistas de los periódicos que ellos mismos publicaban y editaban se mostraba, para Rancière, que recolectaba cada una de esas experiencias como producto de un vibrante trabajo de archivo cuyos documentos fueron en parte publicados en otro libro3, como una verdadera apertura hacia lo que hasta entonces, y como resultado de otras condiciones, designábamos en la tradición de la filosofía política con la noción de emancipación política. Resalto “como resultado de otras condiciones” porque precisamente allí radicaba la originalidad de la hipótesis que ponía en juego el texto rancièriano: esas prácticas y esas experiencias obreras que Rancière recogía en La noche de los proletarios no se realizaban en la esfera pública sino en la esfera privada. Por primera vez en la filosofía política –e insisto en remarcarlo: en la filosofía política, puesto que “desde la filosofía” el estoicismo y el último Foucault, para mencionar solo algunos ejemplos, ya habían marcado un cierto camino en ese sentido– alguien osaba en escribir sobre la emancipación política o humana para referirse a prácticas que no ensanchaban el ámbito de la esfera pública sino que borraban, de otro modo, la diferencia entre lo público y lo privado desde la oscuridad, desde la noche, de experiencias que no salían del mundo de lo privado4.
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