José Julio León Reyes - Derecho y política de la educación superior chilena

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Este libro se enfoca en el análisis de la evolución del sistema de educación superior chileno, desde un punto de vista jurídico y, a la vez, social, mostrando las continuidades y rupturas de la política y regulación estatal para el sistema desde la fundación de la República hasta la «gran reforma», aprobada por la ley N° 21.091, de mayo de 2018. Pretende, así, llenar un vacío en la literatura que, o bien, mira al pasado distante (e idealizado) del «Estado Docente», o bien al pasado reciente de la dictadura militar (1973-1990) en el que se sitúa el origen del «modelo de mercado» de la educación. Esta investigación se aparta de esas lecturas y muestra que principios tales como la iniciativa y participación privada, autonomía y libre elección en educación, tienen una larga historia en Chile y son parte de la tradición republicana, no un producto de la «agenda neoliberal» impuesta durante la dictadura militar. El autor, desde una perspectiva original que conecta el desarrollo del debate político, el contenido del Derecho y la configuración del sistema de educación superior, pone los problemas de la educación superior en el contexto más amplio de la tensión entre «lo público» y «lo privado», las funciones del Estado y los límites del poder estatal, la dominación burocrática y la autonomía de los particulares. Se trata de un ejercicio de interpretación jurídica-política que proporciona no solo una completa síntesis del derecho de la educación superior vigente en Chile, con sus antecedentes, sino que también se adentra en temas como el significado de los derechos fundamentales y los límites del poder estatal, que serán claves para comprender y participar en el proceso constituyente que ahora se inicia en el país.

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En un estudio clásico sobre el positivismo, Bobbio (1965: 39 ss.) distingue tres sentidos independientes de esa teoría: 1) como ideología, sostiene la obligación moral de obedecer las leyes válidas, independientemente de su contenido. Es el sometimiento a la razón “artificial” del gobierno (Hobbes) y a la voluntad general expresada en la ley (Rousseau). 2) como teoría general del Derecho, reduce el Derecho válido al Derecho estatal, cuya fuente principal es la ley. Lo que caracteriza al Derecho es su “forma”, los procedimientos de producción normativa y el recurso a la sanción coactiva. 3) Como “modo de acercarse al estudio del Derecho” considera el Derecho tal como es y no como debe ser. El Derecho es un fenómeno histórico y la validez de sus normas no depende de criterios valorativos.122 Atria (2004b: 128-131; 2016: 79 ss.) argumenta que esos sentidos no son independientes sino que se presuponen: el objetivo (ideológico) de afirmar la artificialidad y autonomía del Derecho, implica una teoría del Derecho con la ley como su forma paradigmática y una comprensión del mismo que lo conecta con el Estado, que es el agente de la soberanía.123

Desde que la Asamblea Nacional francesa –reunida “por la voluntad del pueblo”– asume el “poder constituyente” –el más alto poder imaginable, no sujeto a límites y capaz de configurar un nuevo orden político y social– se produjo una ruptura, un vuelco total: toda la representación del mundo social “cambió súbitamente” y apareció la imagen de una sociedad ideal, fundada en la libertad e igualdad de los ciudadanos, fluida y abierta (García de Enterría, 1995: 19-20, 26-7). El artículo 6º de la Declaración de 1789 dice que “la ley es la expresión de la voluntad general” y, por eso, la ley es el fundamento de toda autoridad.

La ley, general e igualitaria, determina el contenido de derechos y deberes, garantiza la libertad y proporciona certeza y seguridad jurídica. La codificación es la técnica para establecer sistemas de reglas abstractas ordenadas racionalmente; al amparo de la legalidad, a su turno, se organiza y expande una nueva Administración que atiende las necesidades públicas según los fines, funciones y procedimientos que fija la ley. Los jueces, finalmente, aplican la ley al caso concreto. Es el escenario perfecto para lo que Weber (2014) llamó “dominación legal con Administración burocrática”. Su complemento es la doctrina de Montesquieu en cuanto que el poder de juzgar –“tan terrible para los hombres”– debe hacerse “invisible y nulo”; de manera que las sentencias “deben corresponder siempre al texto expreso de la ley”.124 Es, supuestamente, la sumisión total del Derecho a la Política. Las normas jurídicas son siempre el resultado de actos de autoridades, cuya fuente de legitimidad es la voluntad popular. Quienquiera que se niegue a obedecer dicha voluntad general debe ser obligado a ello, lo cual no significa sino “que se le obligará a ser libre” (Rousseau, 1995: 51-52).

Se desarrolló así una extendida tradición, tanto en la academia jurídica como en las ciencias sociales, en orden a separar el Derecho de la Política (baste mencionar a Kelsen y Weber, como dos de sus principales exponentes). Se argumenta que pertenecen a dominios distintos –el del conocimiento y el de la acción–, y que una disciplina se relaciona con el deber jurídico (es normativa) y la otra con la praxis. Por ello, la teoría “pura” del Derecho lo estudia con un método y objetivo distintos a los de otras disciplinas: la ciencia jurídica se ocupa de las normas desde un punto de vista formal, mientras que las ciencias sociales se ocupan del contenido de las normas eficaces en una sociedad determinada y de los procesos que explican su surgimiento (sus fuentes “materiales”). De otro lado, la filosofía moral o la política jurídica se ocupan de la justicia de las normas desde una cierta “teoría sustantiva”. Esta tradición se forja bajo el paradigma de la ciencia “neutra”, a-valorativa, distinguiendo las esferas de la eficacia empírica y la validez normativa (Bobbio, 1996: 118).

Observa Nino (2014: 16-17) que jueces y juristas desarrollaron mecanismos institucionales y concepciones teóricas para aislar el Derecho de la política, entre los que se cuentan el common law de los países anglosajones, el judicial review y la dogmática jurídica. Todos esos mecanismos, desarrollados por la “razón profesional”, han servido para restar poder a los órganos políticos (legislativo y administrativo) y aumentar el poder de los jueces, como administradores de un “derecho no politizado” –y, por su intermedio, el de los intelectuales académicos– (ibíd., 18). Ante los hechos ineludibles de la existencia de lagunas, problemas interpretativos y antinomias en el derecho legal, el positivismo complementó el legado “legalista” con “la tesis de la discreción”. Cada vez que una norma constitucional haga depender la validez de una ley de razones morales el juez podrá decidir cómo quiera y las razones sustantivas que esgrima no formarán parte del Derecho.125 Así, el positivista pretende ser consistente con la tesis de las “fuentes sociales”: la autoridad del juez es el fundamento desnudo de la decisión (auctoritas, non veritas facit legem).

El resquicio teórico de la discreción judicial está ahora bajo fuego cruzado. No solo recibe ataques de los no positivistas, como Alexy o Dworkin, sino también desde las propias filas del positivismo. Moreso (2009: 186) la restringe con la “tesis de los límites del derecho”: en algunos casos –no todos– en que el Derecho apela a la moralidad, determina de esta manera la calificación normativa de las acciones. Atria (2004b: 92-93; 2016: 46 ss.) reconoce su implausibilidad y dice que “arroja” al positivista a una conclusión escéptica, propia de una tradición opuesta a los postulados del positivismo.

Dworkin (2005: 35 ss.), por su parte, criticó al positivismo como una “teoría semántica del Derecho”, y demostró –con una serie de casos– que juristas y jueces invocan principios, a veces implícitos, no solo a falta de reglas, sino también en contra de ellas. Dice Dworkin (2002; 2005) que si las reglas pueden ser modificadas o derrotadas en virtud de los principios, o bien éstos son jurídicos –de lo cual se sigue que las normas solo obligan prima facie– o ninguna norma lo es. Dworkin (2007: 43) agrega que los principios “pueden tener autoridad aunque para determinar qué requieren sea necesario acudir a una interpretación apoyada en la convicción moral” (pues el Derecho es una actividad interpretativa). Con todo, para Dworkin la moral no es una fuente independiente del Derecho. Resalta que los principios valen por su contenido y fuerza argumentativa. No hay principios jurídicos, cabe subrayarlo, que valgan exclusivamente por su peso moral.126

El Derecho Constitucional no puede definirse, identificarse y describirse en términos puramente empíricos (actos de autoridad más convenciones semánticas para interpretar sus textos); es necesario asimismo tomar en cuenta sus propiedades valorativas. Como sugieren, desde puntos de partida distintos, autores como Dworkin, Alexy o Ackerman, en la medida que la Constitución utiliza “conceptos interpretativos” (y ella misma es uno de ellos), positiviza valores y principios (generalmente sin jerarquizarlos), presupone otros (implícitos), reconoce y garantiza derechos fundamentales, la conexión entre Derecho y Política resulta inevitable. Mientras el Derecho, en relación con los derechos fundamentales, se pregunta: “¿Qué prescribe la Constitución?”, la misma pregunta en términos políticos reza así: “¿La razón de quién debe prevalecer?”. Y, entonces, la pregunta por el derecho que “es” se conecta directamente con la cuestión del Derecho como “debe ser”.127

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