—Disculpe, señor, pero es que se ha dado la vuelta en cuanto ha visto que lo miraba y he tenido la impresión de haberle visto antes en alguna parte.
—Suele suceder cuando alguien nota que lo observan descaradamente —comentó el inspector, mirando de soslayo al hombre que había de pie junto a la barra.
—Ese tío tiene pinta de ser un famoso —continuó el agente Miranda.
—Agente.
—¿Sí, señor?
—Debo recordarle que no lleva puesto el uniforme.
—Lo sé, señor.
—En ese caso, deje de exponernos con esa clase de miradas.
El agente Miranda no dijo nada. Tan solo se encogió de hombros y volvió a coger la taza mientras hacía un esfuerzo mental tratando de recordar dónde había visto antes a aquel señor, que en ese momento era acompañado por el Camarero hasta el comedor. Por su parte, el inspector continuaba haciendo conjeturas acerca de las consecuencias que tendrían para su conciencia los asesinatos en la finca de los Del Río y Villescas.
Cuando ambos se levantaron para pagar el café se fijó en los dos cuadros que había colgados en la pared, detrás de la barra. Ambos tenían que ver con el mundo de la tauromaquia. El inspector no entendía demasiado de toros, pero preguntó al Camarero si acaso alguno de ellos estaba relacionado con la familia, puesto que su ganadería debía de ser muy conocida en la zona.
—Naturalmente que sí, señor —dijo con orgullo el muchacho que le atendía—. De hecho, los toros que ve formaron parte de su ganadería. Los míticos Pesadumbres, ya sabe.
Pero el inspector no sabía, aunque hizo un gesto de asentimiento. Prefería aparentar que sus limitados conocimientos sobre todo en general eran mucho más amplios de lo que en realidad su inteligencia le permitía. Además, para el inspector Serranillos el tema de la tauromaquia pertenecía a un aspecto puramente artificioso de la cultura nacional. Él siempre lo había relacionado con una manera como otra cualquiera de hacer negocio. Vincularlo al arte era contradictorio, pero al mismo tiempo necesario para asegurarse que dicha industria lograra recibir subvenciones del Estado. Era algo retorcido, aunque indiscutiblemente eficaz.
Minutos más tarde, ya en el coche camino de la comisaría, el inspector utilizó el ejemplo de esa tradición para imaginarse a sí mismo situado frente a un toro, representado por la familia Del Río y Villescas. De alguna manera, con su firma había aceptado un chantaje y desde ese momento estaría obligado a arrodillarse cada vez que surgiera un problema dentro de la finca, algo que sucedería más tarde o más temprano. La idea de enmendar ese error no dejaba de dar vueltas en su cabeza y cuanto más tiempo pasara sería peor. Si tenía que hacer algo, debía hacerlo ya. Tal vez lo mejor era abrir una investigación extraoficial y escoger a alguno de sus hombres para encargarle un trabajito de espionaje. Establecería un dispositivo policial con el que tratar de conocer mejor a la familia y, a ser posible, obtener pruebas de sus más que probables oscuros asuntos al margen de la ley. Si el juez de guardia había colaborado con ellos en otras ocasiones, estaba claro que antes o después daría con el hueso que le llevaría hasta el perro. Ponerle el collar y atarlo sería otra historia.
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