Felipe Corrochano Figueira - Tiempos felices

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Esta historia comienza en la finca de los del Río y Villescas, una de las familias más influyentes del país, y más concretamente después de que su cabeza de familia, Jimena del Río y Villescas, octogenaria y, en opinión de sus hijos, al borde de la demencia, decidiera contraer matrimonio con su enfermero. Será en ese momento cuando Horacio, director de un periódico, y Sigfrido, político del partido conservador, verán peligrar la herencia e intentarán por todos los medios encauzar la situación.Tiempos felices es una obra que refleja la constante lucha por la supervivencia de unos personajes que, como cualquiera de nosotros, tratarán de abrirse paso a través de la espesura salvaje de una sociedad que nos pone a prueba a cada instante, aunque para lograrlo haya que aferrarse a los instintos más primitivos o incluso perder la cordura en el difícil y tortuoso camino. Sálvese quien pueda.

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Al escuchar la palabra «terrorista», el guardia contuvo la respiración.

—Lo que mi jefe quiere decir es que lo mejor que puedes hacer es dejarnos pasar para que podamos realizar nuestro trabajo. Tú abres, nosotros entramos; tú cierras, nosotros trabajamos y todo en orden. ¿OK?

—Claro —asintió el inspector al salir del coche—. Y ya que al parecer no hablo el mismo idioma que ese capullo, dígale que yo personalmente me encargaré de que el apellido Serranillos sea recordado durante varias generaciones por toda su descendencia. Tradúzcalo tal cual para que no se le olvide.

El agente Miranda vaciló. Pensaba que no hacía falta traducir nada porque ya se había entendido suficientemente bien. A veces le costaba distinguir cuándo el inspector hablaba en forma figurada y cuándo no. En aquel momento se decidió por lo segundo.

—El inspector dice que…

—Agente, déjese de gilipolleces y levante la puta barrera —le interrumpió el inspector, señalando hacia el interior de la cabina. Luego volvió a sacar su cartera del bolsillo y le mostró una vez más su distintivo, el cual situó a un palmo de las narices del guardia—. ¿La ve bien así o le traigo una lupa? ¿Puede leer mi nombre? ¿Sí? Genial. Al menos es capaz de leer. Y ahora que nos estamos haciendo amigos, supongo que me dirá cuál es la dichosa contraseña, ¿verdad?

El guardia llevaba ya un tiempo dudando sobre lo que debía hacer, y más viendo al tipo que decía ser agente accionando el botón de apertura. Además, ¿qué otra cosa podía hacer? Si realmente aquellos dos hombres eran policías, haría el ridículo llamándoles a ellos mismos. Y hacerles frente tampoco iba a mejorar su situación, debido sobre todo a que no le estaba permitido portar armas de fuego en caso de que tuviera que defenderse. Analizando bien las opciones en su conjunto, resultaba obvio que la decisión más acertada pasaba por quitarse de encima aquel marronazo cuanto antes.

—Barbie y Ken —dijo el guardia entre dientes.

—¿Perdón? —dijo el inspector, al que había pillado algo distraído.

—¿Quién va?

—¿Cómo dice, agente?

—«¿Quién va?» es la pregunta en clave, señor —explicó el agente Miranda.

—¿Y la respuesta es Barbie y Ken?

—Eso parece, señor.

El inspector miró al guardia.

—Bien, en ese caso hágame la pregunta.

—¿Cuál?

—¿Quién va?

—Pero eso tengo que preguntarlo yo —quiso aclarar el guardia.

Entonces los tres hicieron un alto en la conversación para intentar ordenar algunas ideas.

—Pues pregunte —dijo el inspector, dando la impresión de haber llegado antes a la salida de la cueva.

—¿Quién va?

—¿Barbie y Ken?

—¿Me está preguntando?

—Afirmo.

—Entonces, ¿quién va?

—Barbie y Ken. ¿Contento?

El guardia asintió y los tres respiraron aliviados. A continuación el inspector y el agente montaron en el coche y se dirigieron, por fin, a la mansión.

La carretera principal no era demasiado ancha y además estaba custodiaba a ambos lados por una barrera de piedras amontonadas con cemento que la protegía del paso del ganado. En su improvisado viaje a un cada vez más inhóspito territorio, el inspector Serranillos contempló colinas, abruptas laderas y planicies gigantescas en las que pudo distinguir vacas y ovejas pastando libremente en un espacio tan amplio que ni siquiera era capaz de abarcarlo con la vista. También pudo ver patos flotando en pequeños estanques formados por las lluvias caídas en los últimos días y algún que otro cervatillo escabulléndose entre la maleza al escuchar el ruido que producían las ruedas del coche deslizándose sobre la gravilla del camino.

Aquella finca era mucho más grande de lo que había imaginado, circunstancia por la cual el inspector pensaba que resultaba el lugar perfecto para cometer crímenes. Siendo un terreno privado y con unas dimensiones como las que tenía la finca de los Del Río y Villescas, lo extraño habría sido que nunca hubiese sucedido un hecho luctuoso.

Sea como fuere, el caso es que era bueno realizar una salida al campo de vez en cuando. Respirar aire puro oxigenaba los pulmones y aclaraba la mente. Y si era verdad que se habían cometido dos crímenes en aquel lugar, el inspector necesitaría mostrarse más lúcido que nunca, así que bajó la ventanilla y cogió todo el aire que pudo. El olor a hierba mojada mezclado con el suave aroma de los eucaliptos hizo que se sintiera mucho más liviano. Luego fue otro olor el que se antepuso a todos los demás, el propio del estiércol en pleno proceso de sembrado, cuyo particular aroma se pegó al paladar del inspector y durante un momento estuvo cerca de hacerle vomitar.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó el agente Miranda al ver que cerraba precipitadamente la ventanilla del coche sin parar de toser.

—Joder, pero qué pestazo —dijo el inspector Serranillos—. Como este sea el perfume general, aquí no aguanto ni diez minutos.

Un poco más adelante llegaron hasta una bifurcación donde un pequeño cartel indicaba la división de la carretera. Había dos alternativas: la granja o la mansión. Sin embargo, cuando el agente Miranda torció para tomar el camino que conducía a la residencia de la familia se produjo un extraño ruido en la parte trasera del vehículo.

—¿Y ahora qué sucede? —quiso saber el inspector.

—Creo que hemos pinchado, señor —comentó el agente Miranda, deteniendo el coche y apeándose de él.

Al escuchar aquellas palabras, el inspector Serranillos se llevó una mano a la cara y maldijo entre dientes. Parecía imposible que algo saliese bien ese día.

15

Esa posibilidad la estaba barajando también Sigfrido del Río y Villescas, cuyo mayor deseo en aquel momento era que alguien le ayudara a liberarse de las cuerdas que lo mantenían atado a la cama. No sabía cuánto tiempo había transcurrido ya desde que su mujer hubiese huido con las fotos en su poder. Maldita zorra psicópata, pensó Sigfrido con rabia al ver que su propia esposa acababa de chantajearlo. Desde luego que pagaría por ello. Si creía que se iba a quedar de brazos cruzados viendo cómo ponía en riesgo su credibilidad, estaba muy equivocada. Antes estaba decidido a acabar con ella y, sobre todo, con su horrible traje de cuero. En cuanto a Lucy… En el fondo él… ella no tenía culpa. Solo había intentado cumplir con su trabajo. Y muy bien, por cierto. Debía reconocer que no tenía motivos para quejarse, por mucho que Sigfrido no hubiese contratado sus servicios. Pero no había necesidad de entrar en detalles. Unos detalles que si llegaban a hacerse públicos situarían su rostro en las portadas de las revistas más vendidas y no precisamente por haber hecho un gran discurso en el Congreso.

—¿Pero todavía hay alguien aquí? —Escuchó la voz de una mujer que entraba en la habitación en ese momento. Tiraba de un pequeño carro con utensilios de limpieza e hizo un gesto de desaprobación al encontrarse con un hombre atado de pies y manos en la cama—. Hay que ver lo que es el vicio. Algunos nunca tienen suficiente. Qué barbaridad —dijo mientras daba media vuelta y desaparecía por la puerta, dejando nuevamente solo a Sigfrido.

En realidad, era lo mejor que podía haber hecho. Sigfrido no tenía ganas de ver a nadie y mucho menos de que lo vieran a él. Aún estaba tratando de asumir la novedosa experiencia, una experiencia que además había sido retratada con todo detalle. Y lo peor es que su mujer lo había amenazado con hacerlo público si no cumplía con su parte del trato. ¿Qué era eso que había dicho sobre hacer un discurso en contra de la nueva reforma de la ley del aborto? No serviría de nada. Y presionar a algunos diputados tampoco. La muy imbécil no tenía ni idea de cómo funcionaban las cosas en la política.

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