No obstante, ¿qué sabía ella de sus particulares pasatiempos como para afirmar que nunca lo había probado? Vieja estúpida loca, pensó Sigfrido con cierta amargura. Lo cierto era que la muy zorra se la había jugado. Iba a saber lo que era vengarse en cuanto se liberara de aquellas cuerdas.
—Hola, guapo. —Oyó decir a una voz cuyo tono, acento y forma no entraban dentro de su catálogo de voces femeninas. Después miró hacia la puerta y vio de nuevo a su mujer, acompañada de otra persona. Tras echar un rápido vistazo a su indumentaria se dio cuenta de que era necesario emplear otro calificativo para describir el conjunto de su visión. De hecho, el conjunto lo llevaba puesto, porque el hombre, o lo que quiera que fuese, lucía un sujetador que hacía juego con el tanga y este a su vez no desentonaba con las medias y el picardías. A ello había que añadirle unos tacones de aguja, razón por la cual aquel hombre parecía medir más de dos metros. Su musculatura indicaba que era un asiduo de los gimnasios y que, en líneas generales, podía ser considerado como la versión latina de Silvester Stallone en sus buenos tiempos.
Sigfrido cerró los ojos y estuvo a punto de perder el sentido. Su mujer no podía ser capaz de hacerle algo así, se repetía a sí mismo mientras deseaba con todas sus fuerzas que al volver a abrir los ojos pudiera descubrir que en realidad todo había formado parte de una horrible pesadilla.
—Muy bien, cielo. Así me gusta. —Escuchó la voz de Katy, borrando de un plumazo toda esperanza—. Cierra los ojos y déjate llevar. Lucy hará el resto.
—Como a ese cabrón se le ocurra ponerme una mano encima…
—Claro que te la pondrá, amor —le interrumpió su mujer, volviendo a activar el contador de la cámara de fotos de su teléfono—. De hecho, te pondrá las dos y además te pondrá el pirulo tan brillante como un inocente querubín. ¿Qué te parece? Vamos, sonríe. Repite conmigo: pi-ru-lo.
Y a continuación otro relámpago iluminó la habitación y cegó unos segundos los incrédulos ojos de Sigfrido, desesperado ante lo que, sin lugar a dudas, era una nueva experiencia para él en cualquiera de sus apartados. Por su parte, Katy se divertía al revisar las fotos obscenas que estaba consiguiendo desde todos los ángulos posibles. Lucy arriba, Lucy abajo, Lucy de lado y Lucy agarrando el pirulo y haciendo, en definitiva, lo que mejor sabía hacer.
Mientras tanto, las lágrimas de Sigfrido demostraban la emoción que estaba sintiendo. Porque, más allá de los detalles, resultaba evidente que era una emoción. Permaneció todo el tiempo con los ojos cerrados, haciendo un esfuerzo titánico por imaginar que quien se encontraba agachada entre sus piernas era una mujer espectacular y no un Rambo de labios carmesí y sujetador de copa.
—Esto te ayudará a tomarte las cosas más en serio, cariñito —decía su mujer, abandonando la sala sin poder ocultar su satisfacción. Con aquel material en su poder, estaba convencida de que a partir de ese día su marido haría todo cuanto ella le pidiese, incluso hacer lo imposible por derogar la maldita ley del aborto.
Ajeno a lo que estaba sucediendo en el centro social para mayores, Sebastian Gifterberg había emprendido su huida hacia ninguna parte comprando en la estación un billete en el primer tren que saliera, bajándose después en la primera estación que considerara lo suficientemente alejada de la ciudad como para perderse por el primer sendero que encontrara. Solo llevaba una mochila con lo más básico y, puesto que preveía acabar en mitad del campo, de camino a la estación había comprado una tienda de campaña y un móvil de segunda mano por si acaso debía utilizarlo en caso de emergencia.
Caminó durante varios kilómetros a través de un sendero abierto, cuyo paisaje resultaba demasiado monótono. Apenas unos cuantos setos y un par de árboles suavizaban algo el agreste terreno. Esa circunstancia facilitaba el hecho de que Gif avanzara con paso lento, sumergido en sus pensamientos y sin llevar un rumbo fijo. No importaba ni el dónde ni el cómo; lo único que quería era alejarse. Y cuanto más se alejaba, menos sentido le daba a su vida. De hecho, había llegado a preguntarse por qué narices estaba en aquel lugar con una mochila a la espalda y caminando por el campo para tratar de calmar su agitado espíritu. Podía ser muy romántico, pero también poco inteligente. Su espíritu podía encontrar el sosiego anhelado en una montaña, cerca de un riachuelo o contemplando un atardecer desde la cima de alguna colina, pero cuando volviera a su casa —o, mejor dicho, a su piso compartido con un admirador de Kurt Cobain y un jodido cazador de pokémones— probablemente su espíritu, o lo que quedara de él, volvería a gritar histérico y a querer estrangular a medio mundo.
No, las expectativas de futuro no eran muy buenas, como tampoco lo eran las expectativas más cercanas en el tiempo. Con una carrera de Periodismo recién terminada y la remota posibilidad de que pudiera encontrar trabajo en algún medio de comunicación en el que dedicarse a vivir de lo que realmente le apasionaba, sus esperanzas laborales pasaban por una especie de túnel oscuro, en cuyo final le aguardaba una realidad tan difusa como desalentadora. Se veía a sí mismo trabajando doce horas en distintos empleos para conseguir reunir un salario global medianamente digno. E imaginarse en una situación en la cual solo pudiera gozar de una o dos horas libres al día le agobiaba hasta el extremo de tener que hacer un alto en su caminata para coger aire.
Pero si el aspecto laboral no era nada halagüeño, el familiar lo era aún menos. Y no digamos ya el amoroso. De su familia no podía esperar grandes noticias. Tenían tantas deudas que primero su padre y después su madre habían decidido tratar de combatirlas juntos, dándose chapuzones en el alcohol.
—Ya sé que las penas siempre flotan, hijo —le dijo un día su padre cuando lo descubrió con una botella de whisky escocés en la mano—, pero eso mismo decían del Titanic y mira dónde acabó. Por lo menos así flotamos junto a ellas.
No fue el mejor modo de justificarse, pero a tenor de su propia experiencia debía reconocer que no le faltaba razón. Dicha lógica también podía ser aplicable a la felicidad. Nada flotaba eternamente, ni las desgracias ni las alegrías. Gif trató de animarse con este pensamiento; sin embargo, de pronto apareció el rostro de su reciente exnovia y todo volvió a oscurecerse. ¿Qué era aquello que le había dicho horas antes? Algo sobre su escasa valentía para enfrentarse a la vida, algo sobre… Ah, sí, sobre su habilidad para culpar al mundo de todos sus males. Bien, ¿y qué había de malo en echarle la culpa a una sociedad que le estaba haciendo la vida imposible? ¿O es que acaso tenía él la culpa de no encontrar un trabajo donde pudiera tener un sueldo decente? Claro, para ella era muy fácil hablar siendo una de esas niñas consentidas a quienes sus papis les compraban todos sus caprichitos. Por eso quería un novio que cubriera sus frívolas necesidades.
—Tú lo que eres es un soplapollas. —Había sido una de sus últimas frases, con un argumento poco desarrollado, por otra parte. Sin embargo, él tenía una imagen bien distinta de sí mismo, algo más cercana a la del ingenuo soñador o al soñador medio idiota. Ambas opciones eran posibles y hasta resultaban compatibles.
Gif le dio una patada a una piedra, intentando sacar la rabia acumulada. Luego echó un vistazo al GPS de su móvil para saber dónde se encontraba. En ninguna parte, cerca de nada y alejado de todo. No era un lugar propiamente dicho, pero al menos ya estaba situado donde quería. Desde ahí podía llegar a cualquier sitio, de eso no cabía duda.
Antes de reanudar la marcha sintió curiosidad por saber qué andaban diciendo sus amigos en las redes sociales. Tal vez su repentina desaparición fuese el tema principal de las conversaciones.
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