Clarisa dio la última calada, expulsó el humo y se acercó al cadáver de Orlando. Era solo un cuerpo sin vida, un pobre idiota que se había cruzado en el camino de su padre. Se quedó unos segundos observándolo sin pestañear. En el fondo le daba pena porque iba a ser una víctima más. Manipularían su historia, como la de Emmanuel, y los convertirían en culpables de unos delitos que jamás habían cometido. Y ella, además, tenía que formar parte de la farsa.
Quizá fuese ese el motivo de que, con cierta sorpresa, se viese a sí misma limpiándose una lágrima que se deslizaba suavemente por su mejilla. En el fondo no podía ser feliz y sabía que, si las cosas seguían así, nunca lo sería.
—¿Está usted seguro de que es por aquí? —preguntó por tercera vez el inspector Serranillos al agente Miranda.
—El coche de Horacio ha tenido que seguir este camino, no queda otra. ¿Lo ve?
Pero por mucho que el inspector miraba el mapa que el agente había desplegado y que ocupaba más de la mitad del salpicadero no lograba orientarse. Habían seguido al vehículo de Horacio del Río y Villescas casi todo el tiempo, pero lo perdieron de vista al llegar a una rotonda muy transitada.
—Creo que lo mejor es que preguntemos a alguien —comentó el agente con el coche aparcado a un lado del arcén en mitad de un valle donde ni siquiera pasaban otros vehículos.
—Buena idea. Escoja a alguien al azar —dijo el inspector, mirando cansinamente en dirección a una plantación de girasoles.
Después de pasar por el mismo camino tres veces llegaron hasta un pequeño pueblo llamado Fresnedillas del Álamo. Allí el agente Miranda decidió preguntar a un peatón que paseaba a su perro.
—¿La finca de los Del Río y Villescas? —repitió el hombre mientras miraba en todas las direcciones hasta que pareció darse cuenta de dónde se encontraba—. Pues debe seguir todo recto. Al llegar a aquella curva que hay allí, justo al lado de aquel árbol grande, donde está la casa de Venancio, tuerzan a la derecha y dos calles más allá, pasado el taller mecánico, giran otra vez a la derecha y salen a una carretera que les conducirá directos a la finca, a unos seis kilómetros. Antes de llegar verán un bar que se llama El Topo, en letras grandes. Y después está el desvío. Hay que ser muy tonto para perderse.
Siguieron sus indicaciones hasta pasar las dos calles donde supuestamente debían encontrar el taller mecánico. En cambio, aparecieron en una urbanización en la que no había salida, por lo que tuvieron que echar marcha atrás y acabaron regresando al árbol grande, junto a la casa del tal Venancio. Después tomaron una calle que les condujo hasta la plaza del ayuntamiento, donde una amable señora que acababa de comprar una barra de pan les dijo que estaban yendo por la dirección equivocada. Tras corregir dos veces el recorrido volvieron a pasar por la plaza del ayuntamiento una segunda vez y solo cuando el agente y el inspector hubieron memorizado casi la totalidad de las calles del pueblo lograron dar con la carretera adecuada sin necesitar la ayuda de ningún otro vecino.
Condujeron hasta llegar al bar El Topo. Un poco más allá encontraron, en efecto, el desvío hacia la mansión. Tras dirigirse hacia allí y detenerse frente a la puerta de acceso a la finca, el hombre que estaba dentro de la cabina los observó un instante.
—¿Quién va? —dijo con cierta displicencia, sin sacarse el palillo de entre los dientes.
—¿Cómo que quién va? —preguntó el inspector Serranillos, cuyo intenso día, junto con el último paseo turístico por el anterior pueblo, había situado su paciencia sobre una bicicleta sin sillín.
—Sí, ¿quién va? —repitió el hombre del palillo—. Se supone que ahora ustedes deberían responder la otra parte de la contraseña.
El inspector levantó una ceja y después miró al agente Miranda, quien tampoco parecía entender nada. Por lo visto, ese día todo el mundo se había puesto de acuerdo para complicarle la vida.
—No sé de qué contraseña me habla —dijo— ni tampoco sé quién le ha dado esa idea tan absurda. Soy inspector de policía y este es el agente Miranda. Y le aconsejo que abra esa puerta si no quiere que le acuse de obstrucción a la justi… ¿Puedo saber de qué se ríe?
El inspector Serranillos acababa de ver como a aquel tipo se le escapaba una risita ahogada sin venir a cuento.
—No me río de nada, señor. Es solo que… —titubeó el guardia.
—¿Sí?
—Es solo que su apellido es gracioso. Me recuerda a un amigo que tuve. Se apellidaba igual que usted y le apodábamos el Serrucho porque tenía unos incisivos muy…
—No dudo de que su historia sea apasionante —le interrumpió el inspector, al que le traían sin cuidado los apodos que pudieran tener sus amigos—, pero ahora no tengo tiempo. Así que, si no le importa, me gustaría que abriese esa puerta. Insisto, está usted obstruyendo a la justicia y le recuerdo que, según artículo 508.1 del Código Penal, eso es considerado como un delito grave.
El guardia se quedó pensativo un momento. Ignoraba que existiera ese artículo en el Código Penal; de hecho, desconocía todos los demás. Pero se le daba bastante bien no dejar pasar a un recinto privado a nadie que no dijera correctamente la contraseña. Horacio del Río y Villescas había sido muy claro al respecto minutos antes.
—Yo no obstaculizo ninguna justicia, señor —dijo cuando reunió la confianza adecuada—. Solo me limito a cumplir órdenes. El dueño de la finca me ha dicho que…
—Precisamente, el dueño de la finca nos ha llamado para que viniésemos —comentó el inspector, cada vez más tenso.
—¿En serio? —preguntó el guardia mientras se rascaba la cabeza—. ¿Tendrían la amabilidad de enseñarme su identificación?
El inspector Serranillos hizo un gesto de fastidio. A continuación buscó entre los pliegues de su abrigo, sacó la cartera y le mostró la placa al guardia. Este la observó unos segundos. Estaba claro que era una placa de policía. Aun así, no estaba convencido del todo. Sabía que existían buenas falsificaciones. Y si era verdad que Horacio del Río y Villescas les había llamado, les habría dado también la contraseña. Además, aquellos dos tipos tenían más pinta de ser periodistas que cualquier otra cosa y no era la primera vez que los de su gremio habían tratado de pegársela.
Por si acaso, decidió quitarse el palillo de la boca.
—¿Y puedo saber cuál es el motivo de la visita?
—Pues mire, sí. Venimos a una rifa —dijo el inspector.
—¿Una rifa?
—Sí, al parecer se están rifando un par de hostias por la zona.
—¿Cómo dice? —dijo el guardia, un tanto confuso.
—El inspector quiere decir que venimos a investigar un caso de asesinato —intervino el agente Miranda, tratando de mostrarse más conciliador.
—¿Asesinato?
—Dos, para ser exactos —añadió el inspector mirando el reloj y lamentando el tiempo que estaban perdiendo en lo que se suponía que debía ser un mero trámite.
Por su parte, el guardia los miró en silencio. Tenía que reconocer que lo del asesinato encajaba con el hecho de haber permitido el paso al juez de guardia horas antes. Mientras tanto, el agente Miranda se bajó del coche, se acercó hasta la cabina y le mostró su placa.
—Fíjate bien en ella. Es metal auténtico y tiene incluidos todos los dibujitos. Toca, toca. ¿Lo ves? No te miento. Así que no nos hagas perder más el tiempo y ábrenos, ¿de acuerdo?
—Está bien, les dejaré pasar —pareció ceder por fin el guardia—, pero antes quisiera anotar sus números de placa.
—Por Dios bendito —intervino el inspector, al borde de perder la paciencia—. ¿Quiere hacer el favor de levantar la jodida puerta y decirme por qué es necesaria una contraseña si ya hay un individuo en la entrada capaz de convencer a un maldito terrorista de que se inmole aquí mismo?
Читать дальше