Fue también Horacio quien salió al encuentro del inspector Serranillos y el agente Miranda cuando oyó llegar su coche. Ambos estaban visiblemente cansados.
—Han tardado más de lo que yo preveía, caballeros —dijo Horacio tras estrecharles la mano—. ¿Les ha costado encontrar el camino? Recuerdo haberles perdido de vista en una rotonda.
—Si le soy sincero, habríamos tardado menos en atravesar las estepas gallegas —comentó el inspector con ironía, mirando de reojo al agente Miranda, quien no tenía ganas de saber a qué estepas gallegas se refería su superior y ni siquiera si Galicia era un territorio estepario. Su preocupación se centraba en su espalda, la cual hizo crujir en cuanto se apeó del coche. Había pasado demasiado tiempo al volante y encima tuvo que hacer un esfuerzo extra para cambiar la dichosa rueda del coche.
Luego siguieron a Horacio hasta el lugar donde les esperaba el juez de guardia, que no dejaba de tomar notas. Tras los saludos de presentación, el inspector examinó el cadáver tendido en el suelo mientras Horacio narraba su versión de los hechos. Al cabo de unos minutos estudiando el terreno y calculando visualmente el conjunto de la situación hasta hacerse una idea aproximada de lo sucedido, el inspector puso los brazos en jarra y tuvo que admitir que lo que veía no encajaba con nada de lo que estaba escuchando.
—Si usted dice que nada más dispararle cayó desplomado al suelo, ¿cómo explica que este hombre se haya arrastrado unos veinticinco metros hasta llegar aquí? —preguntó torciendo el gesto.
—Y además sin apoyar el cuerpo —apuntó el agente Miranda—. Tan solo con las puntas de los pies, como si hubiese avanzado sujetándose a un parapente.
Horacio se limitó a guardar silencio y a mirar a Timoteo, que continuaba tomando notas.
—Por cierto, ¿hacia qué dirección dice que da la habitación de su hija? —quiso saber el inspector.
—Ezo ez lo de menoz —intervino el juez de guardia sin despegar sus ojos del cuaderno.
—¿Lo de menos? —dijo el inspector Serranillos con una ceja levantada—. ¿No cree que sea importante saber cómo es posible que el disparo se haya producido desde ese sitio y la trayectoria de la bala haya girado en el aire noventa grados para impactar en el pecho de este desgraciado, cuando se supone que debía de correr en dirección contraria?
En ese momento, Timoteo dejó de escribir y levantó la mirada.
—Buena obzervación, inzpector —dijo asintiendo con la cabeza—. Zin embargo, paza uzted por alto un pequeño detalle.
—¿Que la bala es inteligente? ¿Quizá que soplaba un viento huracanado que cambió la trayectoria?
—Nada de ezo, dezde luego. Pero eztá claro que algo tuvo que pazar.
—¿Que le dispararon a alguien? —volvió a ironizar el inspector, que empezaba a sospechar hacia dónde se dirigía el asunto.
—Ezo ez un hecho inconteztable —opinó el juez—. Rezulta obvio que le han dizparado por la ezpalda.
—Lo siento, pero debo discrepar —le interrumpió el inspector—. ¿Dónde ve usted un orificio de entrada en la espalda? Aunque primero prefiero que me responda a la anterior cuestión.
—La primera cueztión ha quedado rezuelta, que yo zepa.
—¿De veras? Pues he debido de quedarme dormido —el inspector miró al agente Miranda, situado a su lado con los brazos cruzados—. ¿Usted me ha visto dormir en los últimos cinco minutos?
—Puedo asegurarle que no, señor.
—Ahí lo tiene. Y no será por ganas, desde luego. En todo caso, ¿podría repetirme cómo es posible que la bala haya girado en el aire para…?
—La explicación ez muy zencilla, inzpector —dijo el juez de guardia, convencido—. Horacio tiene experiencia en la práctica de tiro y ha conzeguido darle un efecto azombrozo, al alcance de muy pocoz tiradorez.
El inspector Serranillos y el agente Miranda intercambiaron una mirada de desconcierto.
—¿Quiere decir que semejante disparo se debe exclusivamente a la habilidad de quien lo ha efectuado?
—Por zupuezto —respondió Timoteo antes de regresar a sus anotaciones—. ¿Qué otra coza puede zer zi no?
El inspector volvió a mirar al agente. En aquel momento parecía ser el único apoyo para continuar aferrándose a la realidad. Después se meció sobre sus pies, pensativo, y cuanto más lo pensaba menos sentido veía en la versión de Horacio del Río y Villescas. Lo del juez de guardia era un tema aparte. O estaba loco o pretendía volverles locos a ellos. Aunque la opción más lógica le llevaba a suponer que sabía muy bien lo que hacía, siempre y cuando favoreciera los intereses del señor que los observaba en silencio a su lado, el cual parecía tranquilo y nada afectado por lo sucedido.
—¿Puede decirme qué arma usó y dónde la guarda? —continuó preguntando el inspector.
—Una escopeta recortada —contestó Horacio con parsimonia—. La guardo en mi despacho.
—Entiendo. ¿Quién no guarda un arma como esa en su despacho? ¿Verdad, agente? —El agente Miranda no supo adivinar el sentido de la frase y prefirió no decir nada—. ¿Y cuál es la longitud del cañón?
—Diez pulgadas —dijo Horacio mientras echaba un vistazo a su móvil.
—¿No sabe que ese tipo de armas están prohibidas para uso civil?
—No zi zon para coleccioniztaz —intervino Timoteo—. Y eztamoz hablando de una lupara, como ze la conoce entre laz mafiaz zicilianaz. Toda una reliquia para los amantez de laz armaz, dezde luego.
—¿Considera usted que una escopeta recortada de diez pulgadas, por muy lupara que se llame, que ha reventado además a este negro, es un arma de coleccionista y, por tanto, incapacitada para poder usarse?
El juez de guardia dudó.
—Dicho de eze modo no, naturalmente. Pero eze tipo de detallez no hace falta ponerloz en el informe.
—Vaya, por fin empezamos a hablar claro —dijo el inspector Serranillos, satisfecho de que al menos no tratara de tomarlos por idiotas—. Así que todo se reduce a eso, a poner lo que conviene.
—Es usted muy perspicaz, inspector —comentó Horacio.
—En ese caso, supongo que cambiará la escopeta de cañón recortado por un oportuno ataque al corazón, dado que el disparo le dio en el centro del pecho.
—Una zugerencia interezante —dijo Timoteo—, aunque me temo que demaziado poco convincente, dadaz las circunztanciaz.
El inspector se rascó la cabeza. Era la primera vez que se enfrentaba a un caso en el que las pruebas, los hechos y hasta los testimonios estaban siendo manipulados en la propia escena del crimen. Recordaba algo parecido con el caso Tortosa, donde el informe policial hablaba de la violación y posterior asesinato de un camionero de metro noventa y ciento diez kilos a manos de un individuo de metro cincuenta y sesenta kilos, que había conseguido reducirlo por la espalda sin emplear ningún tipo de arma o sustancia química para, después de llevar a cabo el delito, golpearle en la cabeza y arrastrar su cuerpo durante kilómetro y medio hasta dejarlo abandonado en el interior de una propiedad privada, al otro lado de una tapia de más de dos metros de altura. La incongruencia de la narración no levantó ninguna sospecha, como tampoco lo hizo el modo empleado para lograr que el acusado confesase. Cinco días retenido en un calabozo, incomunicado e interrogado las veinticuatro horas del día, repartidas en varios turnos, solo podían conducir a semejante confesión. Pero el inspector Serranillos no quería recordar aquella experiencia. Por entonces él solo era un joven policía sin experiencia que debía limitarse a obedecer órdenes. Y las órdenes eran arrestar al primer sospechoso para cerrar el caso cuanto antes y acallar la presión social.
Lo que no podía imaginar es que muchos años después se iba a encontrar con un caso aún peor. Y esta vez era él quien estaba al mando. En cierta forma, se veía reflejado en el agente Miranda y pensó que tal vez se había precipitado al juzgarle como un simple policía que acataría órdenes durante todo el tiempo que durase su carrera profesional. Quizá la diferencia entre quienes ascendían y los que no consistía en saber obedecer en momentos en los que había que oponerse. El inspector dudaba sobre cuál de los dos ejemplos debía darle.
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