—¿Qué piensa de todo esto, agente? —le preguntó para ponerlo a prueba.
—No me pagan para pensar, señor —dijo convencido.
—Interesante —comentó el inspector, quien trató de dejar a un lado el hecho de que en el fondo a él tampoco le pagaban para hacer tal cosa.
Luego, movido por la certeza de que el agente Miranda había optado por la decisión más lógica, dadas las circunstancias, le ordenó bajar hasta donde se encontraba el cuerpo de Emmanuel con la intención de que moviera el cadáver hasta un ángulo desde el cual pudiera verse desde la ventana de la habitación de Clarisa.
—Un poco más atrás, agente —decía el inspector mientras observaba cómo arrastraba el cuerpo—. Bien, siga, siga. Pasado el seto. Así es. No le queda nada. Ya casi lo tiene, agente. Ahí, perfecto. No se mueva. Acérquese, señor juez. Y usted también, Horacio. ¿Se ve bien?
Ambos asintieron en silencio. Aquel detalle supondría una leve corrección en el informe, así que Timoteo tachó donde ponía «la bala dio un giro de noventa grados en el aire» y lo cambió por un «disparo seco de media distancia que evitó la huida del agresor» mucho más apropiado. Después Horacio le dio las gracias, se estrecharon las manos y el inspector firmó en el informe que el juez de guardia había extendido sobre el escritorio de Clarisa, a un metro del cadáver de Orlando.
—Puede eztar tranquilo, zeñor. El cazo eztá zobrezeído —dijo Timoteo, satisfecho—. Avizaré para que ze pazen a recogerloz.
Pero el inspector, que había cogido gusto a eso de alterar las pruebas de un delito, no dejaba de mirar el cuerpo sin vida tendido a sus pies. Y entonces le pidió al juez de guardia que le ayudara a arrastrar a Orlando hasta situarlo sobre la cama de Clarisa.
—Así parecerá que no hubo tiempo de reacción entre el atacante y el momento en que usted apretó el gatillo —dijo, haciendo gala de una notable sobreactuación.
Con la cabeza de Orlando tocando el suelo al otro lado de la cama, Horacio se preguntó si no estaría llevando demasiado lejos el tema de manipular la escena del crimen.
—¿Cree que es necesario adornarse tanto? —preguntó como si estuviera haciendo un esfuerzo al pronunciar las palabras.
—De ninguna manera —repuso el inspector Serranillos, empleando su habitual ironía—. De hecho, debería descerrajar sobre él un par de balazos más para reforzar la creencia de la rabia que debió de haber sentido al ver lo que pretendían hacer con su hija. Yo en su lugar habría descargado sobre este hijo de puta toda la munición que llevara encima.
Aunque Horacio y Timoteo pensaron que se estaba excediendo en el rigor empleado a la hora de colaborar con ellos, en realidad lo que había sucedido era que el inspector acababa de sufrir una catarsis en toda regla. En su interior bullía la incómoda sensación de estar haciendo las cosas mal, muy mal. Allí había dos muertos e independientemente de que uno fuese latinoamericano —y no es que tuviese algo en contra de los latinoamericanos, pero no le gustaban nada— y otro fuese de algún lugar de África —y no es que tuviese nada contra la raza negra, pero tampoco sentía simpatía hacia ellos—, eran dos hombres cuyas vidas habían llegado a su fin sin que las causas estuvieran bien aclaradas. El inspector Serranillos tenía lo que viene siendo un cargo de conciencia, acentuado además por el hecho de que todos los que se encontraban en la habitación de Clarisa no parecían haber dudado ni un segundo en colaborar con aquella farsa, incluidos él y el agente Miranda.
Cuando ambos se despidieron de Horacio y entraron en el coche policial se quedaron unos segundos en silencio, contemplando la entrada de la mansión. En la vida podía haber muchas cosas que alteraran la honestidad de una persona y la conveniencia de hacer lo que más beneficiara tus propios intereses era, probablemente, la peor de todas. El inspector y el agente acababan de darse cuenta de ello. Tal vez no fuese demasiado tarde para volver a la senda correcta.
A Gif, en cambio, le era indiferente la senda que pudiera estar llevando. Había dejado atrás un río y se había cruzado con un pastor que tuvo la amabilidad de saludarle desde la distancia, bastón en mano, y a quien Gif no correspondió por creer que estaba llamando a alguna de sus ovejas. Luego se encontró con una mujer que iba montada en bici y a la que preguntó por un restaurante cercano. Aunque no tenía hambre, era costumbre de las personas comer a esa hora y, a pesar de todo, él seguía sintiéndose una persona. Así que continuó andando casi sin levantar la mirada del suelo, sumido siempre en sus repetitivas reflexiones. El restaurante apareció ante Gif casi sin que este se hubiese dado cuenta. A primera vista, el lugar carecía de entusiasmo, como el Camarero que le atendió, quien parecía tan poco ilusionado con su trabajo como él por la vida. Minutos después la comida que le habían servido carecía también de entusiasmo y, en general, a ojos de Gif todo tenía el mismo entusiasmo que un día lluvioso.
Tras comer con desgana volvió a emprender una caminata aburrida, donde los caminos se alargaban interminablemente por paisajes que no tenían ningún interés visual. Eso de que caminar suavizaba el desánimo era, según su particular experiencia, una completa tontería. De hecho, cada vez que hacía un alto para descansar y pegar un trago de agua su mente recorría una distancia mucho mayor de la que habían recorrido sus piernas, lo cual acababa cansándole aún más. Si bien, al contrario de lo que sucedía con el terreno que dejaba atrás, su cabeza siempre regresaba al mismo sitio, un sitio cuyo escenario era gris, mortecino y carente de cualquier atisbo de esperanza.
Gif se sentía cada vez más triste, cada vez más desanimado e incomprensiblemente atascado en un pensamiento rígido que no lograba ablandar. Sabía que no debía pasar tanto tiempo sumido en esos oscuros pensamientos, pero también sabía que eso era muy fácil decirlo. Mientras sacudía una de sus botas para librarse de alguna piedrecita molesta, allí, sentado sobre unos troncos recién talados y amontonados al borde del camino, volvió a preguntarse una vez más qué podía hacer con su vida. Se suponía que el futuro era eso hacia lo que la gente se dirigía desde la solidez de un presente que no extendía sus tentáculos de forma amenazante. Para Gif dicho presente podía ser representado por un trapecista suspendido a quince metros de altura y que atravesaba un cable metálico sin que ninguna red le protegiera de una posible caída. Un movimiento en falso, cualquier gesto no calculado y se precipitaría al vacío sin remisión.
El rostro de Gif hizo una mueca de desagrado al imaginarse al trapecista aplastado en el suelo rodeado de un charco de sangre. Después trató de borrar esa imagen de su mente, echándole un vistazo al mapa que llevaba en la mochila. Intentó localizar el punto exacto donde debería de encontrarse. Levantó la vista y se fijó en una colina que había a su derecha, la cual usó como referencia. Después observó el resto del entorno para hacerse una idea de la distancia que había recorrido desde el restaurante. Fue entonces cuando recordó el menú que había pedido y se preguntó en qué narices estaba pensando para probar aquella sopa insulsa de primero, aquel filete más pasado que la suela de sus botas, acompañado de unas patatas asadas tan crudas como las rebanadas de pan que, afortunadamente, no había querido probar ante el temor de que se le quedaran incrustadas en la garganta y, para rematar una más que probable indigestión, la especialidad de la casa como postre, una tarta de la abuela que lo convenció de que dicha abuela debía de llevar mucho tiempo muerta, tal vez enterrada junto a su propia receta.
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