En cualquier caso, aquel no era el mejor momento para aclarar las ideas. Seguía recordando algunas imágenes y todas ellas situaban a Lucy en primer plano. Lucy aquí, Lucy allá y tal vez la peor de todas, la de la cabeza de Lucy entre sus piernas. Y así continuó durante varios minutos hasta que otra persona entró en la habitación. Era la recepcionista, quien le sonrió nada más verle. Casi al mismo tiempo vio entrar al director del centro social para mayores, que también le mostró una sonrisa. Parecían estar acostumbrados a ver a gente atada a las camas.
—La mujer de la limpieza nos ha comentado que aún quedaba alguien en las habitaciones —dijo el director con absoluta naturalidad—. Menos mal que nos ha avisado. Podría haberse quedado usted atado todo el día.
Cuando la recepcionista y el director consiguieron liberarlo de las ataduras y lo dejaron solo hasta que pudiera recuperar la movilidad para vestirse, Sigfrido se levantó de la cama y fue tambaleándose hasta el cuarto de baño, donde encontró su ropa. Antes de ponerse el traje se contempló a sí mismo frente al espejo y se preguntó qué era aquello que había cambiado en su interior. Porque estaba convencido de que desde ese día no iba a ser el mismo. Luego se lavó la cara y especialmente cierta parte de su cuerpo. Después salió de la habitación y caminó muy despacio, pues sentía sus músculos entumecidos, hasta que llegó con alguna que otra dificultad a la salida del centro, donde de nuevo se encontró con la recepcionista y el director.
—Espero que haya disfrutado, señor —dijo este sin dejar de sonreír—. Al menos su mujer ha salido muy satisfecha. Y permítame que les felicite. Es la primera vez que un matrimonio nos visita decidido a compartir juntos la experiencia. Normalmente, lo hacen por separado y sin que ninguno de los dos sepa que su pareja disfruta de nuestros servicios en una habitación contigua. Hay que estar muy unidos para hacer algo así. Por cierto, me dijo su esposa que usted se hacía cargo de los gastos. Aquí tiene el total.
Aunque Sigfrido pensaba que podía decir muchas cosas y que ninguna de ellas iba a ser buena, prefirió mirarlo un instante sin decir nada. Luego cogió la nota que el director le había extendido y la observó por un momento. Era mucho más de lo que se gastaba cuando acudía él solo. Por lo visto, el precio se disparaba si acudías con tu pareja.
—¿En efectivo o con tarjeta? —preguntó la recepcionista, cuya sonrisa empezaba a ponerle nervioso.
—En efectivo —respondió Sigfrido, deseando salir de allí cuanto antes.
La visión que Katy Etxegarai tenía del asunto era bien distinta. Aunque el día había empezado mal para ella con el anuncio de la aprobación para reformar la ley que más le preocupaba, lo cierto era que las cosas estaban empezando a cambiar favorablemente. Su marido no tendría más remedio que ponerse las pilas si no quería verse en medio de un escándalo a nivel nacional. Él era la pieza fundamental para comenzar un contraataque. Porque Katy estaba convencida de que tarde o temprano lograría derribar la reforma de esa ley. La batalla no había hecho más que empezar.
Lo primero que hizo cuando llegó a su despacho, aparte de tener que ignorar el intento de algún periodista para conseguir una declaración, fue copiar las fotos de su móvil y pasarlas al ordenador. Sabía que su marido era capaz de hacer cualquier cosa con tal de que nada ni nadie pusieran en peligro su escaño parlamentario, incluida la opción de llegar a contratar a un sicario para intentar recuperar las fotos. Sin embargo, aunque se podía esperar cualquier cosa de Sigfrido, era probable que no llegara hasta ese extremo, pues significaba atraer demasiados focos hacia su vida privada y tal cosa nunca era buena para un político, sobre todo si se trataba de alguien que empezaba a sonar para ocupar un alto cargo dentro de su propio partido.
No, su marido no se jugaría tanto a cambio de hacerle daño a ella. De hecho, la garantía para sentirse más o menos a salvo era precisamente la importancia que Sigfrido del Río y Villescas tenía dentro del mundo de la política. Aunque tampoco había que exagerar. Si su marido recapacitaba y lograba ver las cosas con algo de perspectiva, se daría cuenta de que en el fondo solo trataba de ayudarle, de aportar mayor ambición a sus expectativas generales. Porque las fotos en sí no equivalían a hacerle un chantaje, dado que no tenía ninguna intención de pedirle una fortuna a cambio. Afortunadamente, Katy no dependía de él para poder vivir de una manera desahogada. Tenía un buen sueldo como directora de la asociación y, al igual que Sigfrido, ella solo estaba luchando para conservar su sillón. Del mismo modo que el éxito de la asociación era también el suyo, el fracaso la señalaba a ella directamente. Por eso, más allá del trasfondo ideológico tras su defensa a ultranza contra el aborto, no era menos cierto que el hecho de que la reforma hubiese salido adelante perjudicaba sus intereses personales de una forma notable. Conseguir mayor implicación en Sigfrido era el primer paso, así que, tras copiar las fotos en el ordenador y hacer de paso otra copia más en un pendrive, avisó a su secretaria de que estaría ausente unos días para reflexionar sobre su continuidad en el cargo. Era lo mejor que podía hacer en aquel momento para ganar tiempo. Dejar caer su dimisión obligaría a los que sin duda habían empezado a señalarla a tener que esperar para abalanzarse sobre ella. Si su plan salía bien, sería Katy Etxegarai quien conseguiría dar un golpe de efecto.
Horacio estaba de buen humor. La idea que había tenido para que el guardia de la finca no dejara entrar a nadie, a menos que diera la respuesta adecuada a la contraseña, era de lo más tonta, pero al mismo tiempo le daba la posibilidad de ultimar algunos detalles con Timoteo, el juez de guardia, como la forma en la que había muerto el negro que intentó violar a su pequeña muñequita de algodón. Porque últimamente Horacio se pasaba el tiempo teniendo que hacer algunas adaptaciones personales para evitar que hubiese un choque forzado entre lo que él pensaba de la vida y lo que esta se empeñaba en querer que fuese. Su familia siempre había tenido que pasar por esa prueba, pero prefería aquellos ajustes en los que sus antepasados solo debían emplear algo de lógica social, acompañada de un elevado sentido del pragmatismo y el oportunismo político, en vez de verse obligado a acomodar una transformación psicológica que afectaba directamente a la base sobre la que se asentaban una serie de criterios vitales que se vendrían abajo en caso de no poder controlarlos, lo que traería consigo la inevitable descomposición del mundo lineal en el que tan cómodamente había vivido. Y estaba claro que tal cosa no iba a suceder. El mundo exterior bien podría saltar en pedazos mientras el suyo permaneciera inmóvil. El problema era que este intento por adaptar la realidad a su mundo no solo dependía de él. Si otras personas no hacían bien su trabajo, entonces su equilibrio emocional se enfrentaría a la tesitura de tener que escoger entre una locura fingida, y eso ya de por sí sugería una locura natural, o una reconstrucción ideológica de la propia existencia en su conjunto, lo cual requería de un esfuerzo casi inhumano.
—Ezte cuerpo eztá aún caliente —dijo Timoteo, agachado junto al cadáver de Emmanuel—. Y tiene un orificio de entrada por la ezpalda. De modo que encaja con zu teztimonio, zeñor. Uzted ha dicho que le dizparó mientraz ezcapaba, ¿verdad?
—Correcto —afirmó Horacio—. Y no fue nada fácil. Corría como un puñetero gamo.
—Ya veo, ya veo —asintió convencido el juez de guardia.
Pero Emmanuel no corría cuando Horacio le disparó. De hecho, había conseguido evitar que cogiera el coche y abandonara la finca al convencerle de que solo quería hablar un momento con él, aunque dicha conversación no hubiese pasado de un disparo a bocajarro en el centro del pecho, realizado con una escopeta de cañón recortado que Horacio había llevado oculta a la espalda. Mover el cuerpo sin vida fue tarea de Anselmo, que cargó con él varios metros más allá de la verja que protegía la mansión hasta dejarlo en el lugar que Horacio le había indicado.
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