Felipe Corrochano Figueira - Tiempos felices

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Esta historia comienza en la finca de los del Río y Villescas, una de las familias más influyentes del país, y más concretamente después de que su cabeza de familia, Jimena del Río y Villescas, octogenaria y, en opinión de sus hijos, al borde de la demencia, decidiera contraer matrimonio con su enfermero. Será en ese momento cuando Horacio, director de un periódico, y Sigfrido, político del partido conservador, verán peligrar la herencia e intentarán por todos los medios encauzar la situación.Tiempos felices es una obra que refleja la constante lucha por la supervivencia de unos personajes que, como cualquiera de nosotros, tratarán de abrirse paso a través de la espesura salvaje de una sociedad que nos pone a prueba a cada instante, aunque para lograrlo haya que aferrarse a los instintos más primitivos o incluso perder la cordura en el difícil y tortuoso camino. Sálvese quien pueda.

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En cualquier caso, Gif tenía la certeza de estar siguiendo la ruta indicada. A su izquierda, un terraplén imposibilitaba cualquier tentativa de avance. El camino solo podía continuar en línea recta, siguiendo el curso que había llevado hasta el momento. El problema era que unos cuantos kilómetros más allá aquel camino parecía dividirse en dos para bordear una finca privada, cuyas dimensiones se antojaban demasiado amplias para recorrerlas antes de que acabara el día, lo que le obligaría a tener que pasar la noche a la intemperie. No sería un problema. Llevaba el equipamiento necesario y sabía levantar una tienda de campaña con relativa facilidad. Sin embargo, se sentía sucio. Había sudado lo suficiente como para que llegara a molestarle su propio olor, así que prefería encontrar un lugar para poder ducharse y cambiarse de ropa, aunque fuese una pensión de mala muerte. Si quería llegar al pueblo más cercano antes del anochecer, debía aligerar el paso. De modo que metió el mapa en la mochila, se la echó a la espalda y se calzó las botas. De todas formas, Gif pensó en que, si llegaba apurado de tiempo, al llegar a la intersección del camino siempre podía optar por atravesar la finca privada, a no ser que viera algún cartel que anunciara la presencia de un coto de caza en el terreno o que el terreno no fuese propicio para hacerlo andando.

Ya improvisaría algo llegado a ese punto.

19

Sigfrido del Río y Villescas no estaba para improvisar grandes cosas. Más bien estaba planeando concienzudamente el modo de recuperar la sesión de fotos realizada por su mujer aunque para ello tuviera que recurrir a tomar medidas extremas. Y era precisamente lo que pensaba hacer cuando entró en el bar El Topo, muy próximo a la finca de su familia. Llevaba un humor de perros y preguntó de mala manera por el Camarero al chaval que se encontraba tras la barra.

—¿El Camarero, señor? —dijo este mientras hacía un gesto en dirección a los dos hombres que había sentados en una mesa cercana.

Sigfrido comprendió de inmediato y bajó el tono de su voz.

—Sí, el Camarero. Quiero que tome nota de lo que quiero.

—Entendido, señor —asintió el muchacho antes de interrumpir su tarea de secar un par de vasos—. Espere un momento. Iré a avisar en cocina.

Mientras desaparecía de su vista por la puerta, Sigfrido tuvo que esperar con impaciencia, asegurándose de que aquellos dos hombres no lo reconocieran. Les dio la espalda y suspiró. Eso de esperar no le gustaba nada, y menos aún después de su última experiencia.

Pasados unos interminables segundos, el chaval regresó acompañado de un hombre mucho más fuerte y alto que él. A continuación le hizo un gesto con la mano y le señaló en dirección al comedor, el cual estaba vacío en aquel momento. Una vez a salvo de miradas extrañas, Sigfrido tomó asiento en una de las mesas y cruzó sus manos, pensativo.

—¿Qué va a ser? ¿Pollo o pescado? —preguntó el Camarero, de pie frente a él.

—¿Cómo? —dijo Sigfrido, desacostumbrado a aquellos dobles sentidos. Hacía tiempo que no iba por allí.

El Camarero buscó otra forma de decirlo.

—¿Pollito o pescadito?

Pero Sigfrido no estaba precisamente por la labor se seguir jugando al juego de palabras y de los mensajes cifrados. Ese día no, desde luego.

—No, no, no. Nada de eso —dijo, negando con la cabeza—. Hoy quiero un menú distinto.

El Camarero hizo oscilar el bolígrafo que llevaba en la mano y miró su libreta. No había mucho más que ofrecer.

—Pues usted dirá —comentó, torciendo el gesto—. Supongo que prefiere el plato especial.

—Sí, eso mismo —asintió Sigfrido—. El completo, además.

El Camarero volvió a mirarlo en silencio unos segundos.

—¿El completo dice, señor?

—Sí, eso he dicho. ¿Hay algún problema?

Sigfrido empezó a pensar que aquel tipo era un tanto idiota.

—En absoluto, señor. Es solo que el menú completo le costará una pasta.

—No se preocupe por el dinero —dijo Sigfrido haciendo un aspaviento con la mano.

—Bien, en ese caso dígame qué le apetece —repuso el Camarero, agitando nerviosamente el bolígrafo. Por desgracia, eran pocos los clientes que se atrevían con el menú completo y a él siempre le había parecido una lástima.

—Salami —dijo Sigfrido tras meditarlo un instante.

—¿Salami? —preguntó el Camarero, en cuyo diccionario gastronómico personal no aparecía aquella palabra.

—Quiero decir fuagrás, carne picada o alguna de sus múltiples variantes. ¿Me explico?

—Perfectamente, señor. ¿Y cuándo quiere que empecemos a cocinar?

Sigfrido miró al Camarero. Era un detalle en el que no había pensado. Saber la hora resultaba determinante.

—Deme un minuto —dijo mientras sacaba su móvil del bolsillo—. Hola, ¿es el centro social para mayores? —El Camarero anotó algo en la libreta después de que Sigfrido se lo indicara—. Simplemente quisiera saber si mañana podría visitar a Lucy. —Y una nueva anotación llevó a la siguiente—. ¿De veras? Perfecto. ¿Entre las seis y las doce? Pongamos en torno a las once. Sí, ya sé que mi abuelita se alegrará de verme. —Al escuchar la palabra «abuelita», el Camarero arqueó las cejas y torció el gesto. No le entusiasmaba demasiado tener que hacer un menú completo con una anciana—. ¿Que cuál es mi nombre? Jeremías. Je-re-mí-as. Todo junto. Gracias a usted.

Cuando terminó la llamada, Sigfrido suspiró aliviado. Lo bueno de aquel lugar era la discreción, una discreción que te permitía no tener que aportar datos verdaderos para proteger la intimidad de los clientes. Un método similar al que se empleaba a veces en los negocios de la política. Luego se aseguró de que el Camarero lo hubiese anotado todo correctamente y se levantó de la silla, satisfecho.

—Ah, se me olvidaba —dijo Sigfrido, volviendo sobre sus pasos y sacando de uno de sus bolsillos un fajo de billetes—. Tres mil euros por adelantado. Recibirá el resto cuando sepa que ha cumplido con el encargo.

Antes de que el Camarero cogiera el dinero, no pudo evitar hacer una última pregunta.

—¿Está usted seguro de que quiere que hagamos un menú completo con su abuela?

Sigfrido fue a girarse, pero se detuvo en seco.

—¿Mi abuela? Créame, Lucy es cualquier cosa menos una abuela. Nunca se fíe de las apariencias.

20

El inspector Serranillos pensaba exactamente lo mismo tras haber salido de la finca de los Del Río y Villescas. Sentado frente al agente Miranda en la mesa de la primera cafetería que habían encontrado, analizaba lo sucedido desde el punto de vista de un hombre que sentía haberse traicionado a sí mismo. Ya no podías confiar en nadie, ni siquiera en un juez. En el momento menos insospechado te encontrabas colaborando con uno de ellos, tratando de encubrir un delito y además modificando de un modo crucial las pruebas.

Así continuó durante varios minutos, en silencio y contemplando el paisaje a través de la ventana, preguntándose si todos los casos similares a ese, y en particular los que tenían que ver con personajes de cierta influencia social, se cerraban de la misma manera. Era obvio que para el inspector las cosas habían cambiado desde aquel día. Y en el fondo no se sentía nada cómodo con dicho cambio. Su conciencia le estaba ganando claramente la partida a su diplomática y condicionada capacidad para quitarse un marronazo de encima.

—Ese tío me suena de algo —dijo de pronto el agente Miranda, interrumpiendo sus reflexiones.

—¿Podría ser algo más discreto? —contestó el inspector sin girar la cabeza hacia donde miraba el agente, quien cogió la taza de café para beber un sorbo y disimular.

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