Felipe Corrochano Figueira - Tiempos felices

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Esta historia comienza en la finca de los del Río y Villescas, una de las familias más influyentes del país, y más concretamente después de que su cabeza de familia, Jimena del Río y Villescas, octogenaria y, en opinión de sus hijos, al borde de la demencia, decidiera contraer matrimonio con su enfermero. Será en ese momento cuando Horacio, director de un periódico, y Sigfrido, político del partido conservador, verán peligrar la herencia e intentarán por todos los medios encauzar la situación.Tiempos felices es una obra que refleja la constante lucha por la supervivencia de unos personajes que, como cualquiera de nosotros, tratarán de abrirse paso a través de la espesura salvaje de una sociedad que nos pone a prueba a cada instante, aunque para lograrlo haya que aferrarse a los instintos más primitivos o incluso perder la cordura en el difícil y tortuoso camino. Sálvese quien pueda.

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—¿Y el otro cadáver se encuentra en la habitación de su hija? —preguntó antes de decidirse.

—Así es —respondió Horacio—. Permítame que se lo enseñe. Creo que todo esto está empezando a alargarse más de lo necesario. Venga usted también, Timoteo, y así podremos agilizar el proceso.

Por la forma en la que aquel hombre estaba hablando, el inspector creyó por un momento que le iba a mostrar su casa para ponerla en venta. No era, ni mucho menos, la actitud propia de alguien que horas antes había tenido que asesinar a dos hombres, supuestamente para defender a su hija. Horacio del Río y Villescas no mostraba ningún tipo de consternación por ello, por lo que el inspector tenía cada vez más claro que ambas muertes se habrían producido por razones bien distintas, sobre todo cuando entraron en la mansión. El recorrido desde la entrada hasta la habitación de Clarisa, situada en la segunda planta, mostraba un curioso reguero de sangre que hasta consiguió llamar la atención del agente Miranda.

—Señor, ¿cómo es posible que en su huida haya recibido un disparo y se haya arrastrado en dirección contraria hasta llegar precisamente a la habitación de la que pretendía escapar? Se ha molestado incluso en subir las escaleras herido de muerte.

El inspector era de la misma opinión y, mientras observaba las manchas rojizas extendidas sobre la moqueta, se atrevió a realizar una conjetura.

—Puede que fuese el negro —dijo en tono serio—. Recibió el tiro, se arrastró por todo el pasillo tratando de escapar, bajó las escaleras, salió al exterior, continuó su particular huida saltando la verja y se quedó sin fuerzas donde lo hemos visto. Los negros tienen mucha resistencia. Quizá si el disparo no le hubiese destrozado el pecho habría conseguido llegar hasta la entrada de la finca, a varios kilómetros de aquí. Una teoría estúpida, ¿verdad? Pues me juego un brazo a que ese cretino ha puesto algo parecido en el informe.

El agente Miranda lo miró algo sorprendido. La ironía que a veces empleaba el inspector conseguía descolocarlo fácilmente.

—Por aquí, caballeros. Síganme, por favor.

Horacio había vuelto sobre sus pasos al ver que los dos policías se habían quedado atrás. No le gustaba que se entretuvieran en menudencias como el rastro dejado por el cuerpo de Orlando cuando Anselmo lo arrastró hasta la habitación de su hija. En cuanto se hubiesen marchado le pediría a la asistenta que eliminara ese incordio de la moqueta.

Segundos más tarde los cuatro hombres se situaron en torno al cuerpo de Orlando, tendido de espaldas sobre el suelo, cerca de la cama. El inspector observó que tenía dos orificios, uno en la espalda y un segundo en la base del cráneo. Resultaba obvio que había sido necesario dispararle dos veces para rematarlo.

—Le disparó en el exterior, ¿verdad? —presupuso al fijarse en las botas manchadas de barro.

—No, fue justo en ese lugar —dijo Horacio al ver que el juez de guardia no decía nada.

—Y como falló el primer disparo —prosiguió el inspector, ignorando su comentario— tuvo que apuntar mejor la segunda vez. Luego arrastró el cadáver. Usted solo o con la ayuda de alguien más. Decidió ponerlo aquí para utilizar a su hija como coartada. De ese modo podía decir que lo había hecho en defensa propia.

—La hija de ezte zeñor ze encontraba en la habitación eztudiando, como de coztumbre —intervino Timoteo como si estuviera compitiendo con el inspector en lanzar hipótesis—. El negro… Quiero decir… Emmanuel lo zabía, puez trabajaba para la familia dezde hacía varioz mezez. Avizó a zu amigo, ez decir, ezte otro hombre, y aprovechando la coyuntura trataron de llevar a cabo zu terrible idea. Afortunadamente, Horacio ze encontraba en eze momento en caza y, al ezcuchar loz gritoz de zu hija, cogió la primera arma que encontró y tuvo que enfrentarze a loz delincuentez, con el final que todoz conocemoz.

Por su parte, el inspector esperó a que terminara su narración para continuar explicando su particular hipótesis.

—Admito que desconozco los motivos que pudieron llevarle a matar a estos dos tipos; sin embargo, no creo que ninguno de ellos intentara violentar a su hija. He escuchado decir al señor juez que el negro… que Emmanuel trabajaba para la familia. ¿Es eso cierto? —Horacio asintió, aunque no muy convencido—. ¿Y puede decirme algo sobre este desdichado?

—Era el enfermero de mi madre. Necesita cuidados.

El inspector lo miró un instante y después torció el gesto.

—¿Qué tipo de cuidados?

—Es minusválida de cintura para abajo y la cabeza no le funciona ya como antes —dijo Horacio, cruzado de brazos y mirando de vez en cuando el reloj.

—Entiendo —asintió el inspector, intentando encontrar un motivo por el que un enfermero contratado por una familia opulenta se viese en la necesidad de atacar sexualmente a la hija de quien le pagaba un sueldo muy por encima de la media—. ¿Cree que está en condiciones de poder responder a unas cuantas preguntas?

—Desde luego que no, inspector —dijo Horacio de un modo tajante—. Podría causarle una angustia innecesaria y eso agravaría su delicada salud. Compréndalo.

—Lo suponía. Y sospecho que su hija también tendría algún tipo de agravamiento en caso de que pudiera hacerle algunas preguntas, ¿verdad? —Horacio se limitó a asentir con la cabeza—. Señor, con el debido respeto, no me ha traído hasta aquí para que investigue este caso, ¿verdad?

—Naturalmente que no, inspector. Lo he hecho para que firme el informe que este caballero está redactando y al mismo tiempo me asegure que la investigación concluye aquí y ahora y que nunca más volverá a hablarse del asunto.

Al escuchar aquellas palabras el inspector no hizo ningún gesto. Paseó su mirada por la habitación, observó brevemente el cadáver y, por último, acabó meciéndose sobre sus talones mientras coincidía con los ojos del agente Miranda, cuya presencia allí parecía ser testimonial.

—¿Sabe que si hacemos tal cosa estaremos infringiendo gravemente la ley? —dijo, fijando su atención en el juez de guardia.

—Oh, por mí no ze preocupe, inzpector. No ez la primera vez que lo hago —comentó Timoteo tras desplegar una espléndida sonrisa de oreja a oreja.

—Es colaborador habitual de la familia —añadió Horacio con total naturalidad.

—¿Colaborador habitual?

—Bueno, no es la primera vez que suceden este tipo de cosas, inspector. Por desgracia, hay muchas personas que envidian nuestra posición y tratan de hacernos daño. Solo intentamos defendernos.

La explicación no acabó de convencer al inspector Serranillos, que se preguntaba cuál sería el número de veces que el juez de guardia habría intervenido para cerrar asuntos turbios en la finca de la familia. Tendría que investigar al respecto en otro momento. Por lo pronto, y dado que la alternativa de negarse a firmar equivalía a poner punto y final a su carrera policial —pues estaba claro que oponerse a la idea de manipular un informe para proteger los intereses de una familia poderosa equivalía a enfrentarse a ella—, solo le quedaba hacer su pequeña aportación en el intento de ajustar un poco más las pruebas con los hechos que debían de haberse producido. En cuanto al agente Miranda, las opciones eran parecidas a las suyas, con la diferencia de que, en caso de que decidiera conducir por el arcén y optara por salirse del guion, se encontraría al final del camino sin carrera, sin profesión, sin prestigio y, probablemente, sin ganas de contarle a nadie lo que había sucedido aquel día en la finca de los Del Río y Villescas. No, el agente Miranda no sería tan estúpido. Podía ser algo idiota, pero era capaz de distinguir entre lo que le convenía y lo que le convertiría, como mínimo y casi con total seguridad, en un simple policía de tráfico el resto de su vida.

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