1 ...8 9 10 12 13 14 ...23 —No tengo ni la más remota idea de lo que Dios piensa al respecto de los fetos —decía con aire distraído, como si el tema no le importase lo más mínimo—, pero por lo que a mí respecta esa es una cuestión puramente religiosa, psicológica y teológica. Y yo solo soy un político, de modo que no entro a valorar ese tipo de cuestiones.
—Es decir, que eres un cobarde —le espetó Katy—. Sí, tu actitud es una actitud cobarde. Siempre lo he pensado.
—Puedes pensar lo que quieras —se defendió él—, pero creo que te equivocas. Mi actitud no es cobarde, es adaptativa. Y en mi familia es lo que mejor sabemos hacer, adaptarnos a las circunstancias. Si los tiempos cambian, o te adaptas a ellos o te llevan por delante.
—¿Eso quiere decir que no harás nada para evitar que esa maldita ley salga adelante?
Y entonces su marido la miró por encima del periódico que estaba leyendo y clavó en ella sus ojos claros.
—Votar en contra. ¿Te parece poco?
—Pues sí, muy poco —respondió Katy, cuyo enfado iba en aumento—. Deberías echarte encima de esa horda de comunistas antes de que revienten nuestra sociedad.
—Ahora se llaman socialdemócratas, querida —comentó Sigfrido antes de volver la mirada al periódico—. Igual que los franquistas se llaman liberales reformistas de centro. ¿Ves? Todo tiende a una sencilla adaptación de conceptos. Además, sería poco inteligente echarse encima de ellos como tú pretendes. Si la sociedad pide cambios hay que dárselos, siempre y cuando no vayan contra nuestros propios intereses, por supuesto. Nosotros solo podemos limitarnos a oponernos, pero no debemos emprender ninguna cruzada. De ese modo, tanto nuestros votantes más afines a las creencias de la Iglesia católica, apostólica y demás como los que no tienen su voto definido no podrán vernos de una manera antipática. En algunos casos, en política hay que hacer equilibrios sobre un cable para contentar al mayor número de personas posible. Es, digamos, un populismo aristocrático. Y esa es la posición que ha tomado el partido, te guste o no.
Pues bien, si para su marido era tan importante saber adaptarse a las circunstancias, tendría que adaptarse también a la que se le venía encima si conseguía llevar a cabo su idea. Si Sigfrido poseía algún genio de tipo político, y Katy debía reconocer que su marido era un político habilidoso cuando algo le interesaba, aquel sería el momento de averiguarlo.
—Pero niña, ¿qué haces aún vestida? —le dijo a Lucy en cuanto entró en la sala cinco—. Vamos, ve quitándote todo eso y ponte algo arrebatador. Vas a salir a escena.
Cuando el inspector Serranillos llegó al cementerio de Belmonte en un coche de la policía secreta, acompañado del agente Miranda, no vio ningún otro vehículo aparcado en la zona, lo cual le produjo cierto malestar, pues, aunque sabía que la puntualidad estaba lejos de ser una cualidad entre los españoles y que era más bien un margen orientativo, eso de tener que esperar a un desconocido que había puesto tanto interés en querer verle a solas no le hacía ninguna gracia, y menos aún si por su culpa no había podido dar siquiera una cabezadita.
—Si no aparece en cinco minutos, nos vamos —dijo el inspector tras observar que su reloj marcaba las tres y diez.
Estaba sentado en el asiento del copiloto. El agente Miranda era quien conducía y se limitaba a mirar en todas direcciones para ver si se aproximaba algún vehículo. No hablaba demasiado y esa era una de las razones por las que el inspector solía escoger su compañía cada vez que debía ir acompañado para realizar labores de incógnito. Pero aparte de saber guardar silencio, el agente Miranda poseía la extraña virtud de ser tremendamente eficaz a la hora de obedecer las órdenes de sus superiores, una virtud que podía ser contraproducente si las órdenes que se le daban no eran las adecuadas. Por este motivo el inspector estaba convencido de que el agente nunca conseguiría un ascenso. El razonamiento era muy simple. A los que mandaban les encantaba contar con hombres de ese estilo para que hicieran todo lo que ellos eran incapaces de hacer. Algo parecido sucedía con el servicio militar. Los más obedientes y eficaces con las órdenes que recibían a menudo no pasaban de ser simples soldados rasos, así como los primeros en caer en el campo de batalla. El que tomaba las decisiones siempre se situaba en segunda línea de fuego, cuando no en la tercera o la cuarta si era necesario, pero jamás se le ocurría poner su vida en peligro. Esa labor iba destinada a los obedientes, los hombres y mujeres como el agente Miranda. En cambio, los que se situaban en las jerarquías más altas, que eran los poco habilidosos en casi todo y los más torpes en lo demás, solían conseguir ascensos con relativa facilidad. El criterio escogido era un misterio para el inspector, aunque suponía que debía de ser una mezcla entre la suerte y el contar con un buen enchufe.
En cualquier caso, era evidente, al menos a juzgar por sus muchos años de experiencia, que los peores preparados para ocupar cargos importantes eran precisamente los que ocupaban dichos cargos. Y siguiendo esa lógica tan particular llegaba siempre a la conclusión de que la jerarquía social era en realidad como un reloj de arena, solo que ese reloj nunca daba la vuelta. Los que más tenían eran al mismo tiempo los más canallas y aunque esta matemática no se cumplía en todos los casos, sí se daba con bastante frecuencia. Por eso el agente Miranda estaba condenado a seguir siendo un policía normal, cuya habilidad sería valorada en su justa medida para que no pasara de ser alguien que ejecutaba órdenes, pero nunca para darlas.
—Arranque, agente. Nos vamos —le ordenó el inspector Serranillos, cansado de seguir esperando.
Sin embargo, cuando el coche ya había avanzado unos metros vieron aparecer un vehículo que tomaba la desviación hacia el cementerio y se detuvo junto a ellos.
—¿Inspector? —preguntó uno de los ocupantes, dirigiéndose a ellos tras bajar la ventanilla.
—Usted debe de ser… —intentó decir el inspector Serranillos antes de que el desconocido se llevara la mano a la boca para que no terminara la frase—. Pues empezamos bien.
—Lamento el retraso, pero surgieron algunos contratiempos —trató de disculparse Horacio.
Minutos más tarde, después de dejar aparcados los coches y de hacer las pertinentes presentaciones, Horacio del Río y Villescas entraba en el cementerio junto al inspector Serranillos, quienes a su vez eran seguidos por el agente Miranda, situado a cierta distancia. El agente llevaba un ramo de flores con el que no parecía sentirse demasiado cómodo, pero con el que pretendía disimular su presencia.
—Hace una temperatura inusual para esta época de año, ¿no cree, inspector? —comentó Horacio en cuanto ambos tomaron la senda central y pasaron cerca de las primeras lápidas.
—Eso parece —se limitó a decir el inspector Serranillos de manera diplomática. En realidad, el tiempo que hacía no le interesaba lo más mínimo.
—Afortunadamente, pronto llegará la temporada de caza —continuó diciendo Horacio, quien daba la impresión de querer ir preparando el terreno—. ¿Le gusta cazar, inspector?
—De vez en cuando. Aunque no soy un gran aficionado.
—¿De veras? ¿Y qué piezas son sus preferidas?
El inspector no supo qué decir y lo primero que se le pasó por la cabeza fue comentar que sus piezas favoritas eran los asesinos y, en la misma medida, las personas que solían interrumpirle cuando hablaba.
—Cervatillos —optó por decir finalmente, sin meditarlo demasiado.
—¿Cervatillos? —preguntó Horacio, sorprendido—. ¿No cree que las crías deben permanecer al margen de la caza?
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