Felipe Corrochano Figueira - Tiempos felices

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Esta historia comienza en la finca de los del Río y Villescas, una de las familias más influyentes del país, y más concretamente después de que su cabeza de familia, Jimena del Río y Villescas, octogenaria y, en opinión de sus hijos, al borde de la demencia, decidiera contraer matrimonio con su enfermero. Será en ese momento cuando Horacio, director de un periódico, y Sigfrido, político del partido conservador, verán peligrar la herencia e intentarán por todos los medios encauzar la situación.Tiempos felices es una obra que refleja la constante lucha por la supervivencia de unos personajes que, como cualquiera de nosotros, tratarán de abrirse paso a través de la espesura salvaje de una sociedad que nos pone a prueba a cada instante, aunque para lograrlo haya que aferrarse a los instintos más primitivos o incluso perder la cordura en el difícil y tortuoso camino. Sálvese quien pueda.

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Este pensamiento casi místico respecto a la visión que Horacio tenía de su hija solía servirle también de consuelo para mitigar de alguna manera sus preocupaciones. Por mucho que tuviese todo planificado, nada le garantizaba que las cosas fuesen a salir tal y como él pretendía. En cualquier caso, Horacio dio el último trago a su vaso de ginebra y dejó de contemplar el paisaje a través del cristal de la ventana. Tenía que hablar con su hija, así que salió de su despacho y encaminó sus pasos hacia la habitación de Clarisa, en la segunda planta de la mansión. Probablemente interrumpiría lo que quiera que estuviera estudiando, porque otra de las innumerables virtudes de su hija era la de que podía llegar a pasarse horas encerrada en su cuarto, tratando de labrarse su futuro a base de una concienzuda y casi obsesiva capacidad de aprendizaje.

Mientras subía por la escalera y atravesaba el pasillo, Horacio celebraba el haber acabado con el problema que la presencia de Orlando suponía para la estabilidad familiar. Ya no tendría que imaginar nunca más a su madre en el altar acompañada de aquel cretino. Una imagen que, por otra parte, no le había permitido descansar bien desde hacía semanas. Afortunadamente, se dijo Horacio plantado frente a la puerta de la habitación de su hija con la mano en la manilla, podría volver a dormir como un bebé sin que aquella escena siguiera perturbándole.

—¿Cómo está mi pequeña muñequita de…? —Horacio tuvo que interrumpirse a sí mismo cuando vio a su hija, lo que le llevó a dar media vuelta y a cerrar la puerta sin quitar la mano de la manilla. Sí, estaba claro que había visto a Clarisa, pero de lo que no estaba tan seguro era de haber visto también a un negro situado detrás de ella, azotándole alegremente el trasero. En el celebro de Horacio se produjo de pronto un repentino cortocircuito que le dejó con la mente en blanco. Y es que a veces situar la mente en un estado vaporoso, donde la realidad se confunde con la ficción, era el único modo de no volverse loco. Todo tiene una explicación, se dijo para sí, y seguramente beber ginebra había contribuido a jugarle esa mala pasada. Era así de sencillo.

Cuando Horacio cogió aire y volvió a abrir la puerta se encontró a un negro poniéndose el pantalón con bastante nerviosismo. A su derecha pudo ver a Clarisa abriendo una ventana. Horacio volvió a retroceder y a cerrar la puerta. Luego analizó con cuidado la última visión, una visión que tampoco coincidía con la que él había esperado encontrarse. Porque los procesos de alucinaciones no solían seguir una línea continua y, desde luego, aquella alucinación estaba siguiendo una lógica aplastante. Ya le había pasado en otras ocasiones con su hija. No era la primera vez que su mente lo engañaba hasta el punto de conseguir que viera a Clarisa acompañada de otros hombres en situaciones y posturas parecidas. Pero esa era más clara y nítida que todas las veces anteriores.

Ignorando que su ojo izquierdo comenzó a temblar compulsivamente, Horacio trató desesperadamente de encontrar una explicación. Sin duda, era todo un arte el crear una realidad paralela provocada por un trauma que no era posible aceptar. Su hija estaba estudiando y su madre ya no se casaría con Orlando. Y dentro de estos dos extremos debía situarse la realidad del mundo. Todo lo que se saliese de ambos márgenes no existía. Ni siquiera la presencia del negro azotando el trasero de su pequeña muñequita de algodón. Ahí es donde el papel de la ginebra cobraba una importancia vital. Los estragos que el alcohol ejercía sobre la naturaleza del hombre eran bien conocidos. Cuántas pobres almas, pensó, habían sido conducidas al borde de la locura por culpa de aquel mal que para Horacio ahora era más necesario que nunca.

Fue solo entonces cuando, convencido de que todo formaba parte de una terrible alucinación, volvió a girar la manilla de la puerta y entró con absoluta naturalidad. Entonces vio a su hija sentada en el alféizar de la ventana. Después echó un rápido y cauteloso vistazo al resto de la habitación y, para alivio de su equilibrio mental, no vio rastro del negro por ninguna parte. Horacio suspiró tranquilo. Aunque al acercarse a su hija le pareció ver a alguien corriendo por entre los matorrales, eso no significaba que tuviese que ser el negro que segundos antes había protagonizado su alucinación.

Se juró a sí mismo no volver a probar una gota más de esa dichosa ginebra.

9

—Oh, cariño —decía Katy Etxegarai mientras se vestía—, me has hecho disfrutar como nunca. Hoy he descubierto que soy multiorgásmica.

—Me alegro, bomboncito —dijo Lucy con ese tono afeminado que a Katy le parecía tan adorable—. Aunque lamento que no lo hayas descubierto antes. En realidad, creo que todas las mujeres sois multiorgásmicas. El problema es que los hombres suelen ser multitorpes.

Al decir esto las dos se echaron a reír. Antes de despedirse, Katy quiso apuntar el número de teléfono de aquella profesional. En el centro social para mayores había de todo y aquel día le apetecía probar las habilidades de la nueva contratación, una experiencia que sin duda volvería a repetir.

Cuando salió del centro con el ánimo renovado y se dirigió hasta su coche, vio algo que le llamó la atención. Era un Audi de color gris con los cristales traseros tintados, un coche muy parecido al que conducía su marido. Estaba aparcado al otro lado del parking y caminó hasta él con cierta curiosidad. Sabía que Sigfrido solía engañarla con otras mujeres, pero coincidir con él en el mismo lugar donde ella lo engañaba con otros hombres era una casualidad de lo más sorprendente. Y era evidente que aquel vehículo tenía toda la pinta de ser el suyo. Llevaba la misma banderita nacional anudada al retrovisor interior, los mismos asientos de cuero y creía recordar que hasta la misma matrícula. Katy miró a su alrededor. Así que el muy granuja se dedicaba a pasar parte de su tiempo como diputado frecuentando aquellos espacios de ocio en vez de hacer todo lo posible por no permitir que la reforma de la ley saliera adelante. Vaya, esa sí que era buena, pensó Katy mientras entraba en ebullición. Luego se apoyó en el coche y analizó la situación.

Al cabo de unos minutos una idea pasó por su cabeza. Sacó el móvil de su bolsillo y buscó el nombre de Lucy, decidida a contratar sus servicios para realizar otro trabajito especial.

—Soy yo, querida —dijo en un tono cordial—. ¿Estás ocupada? ¿De veras? Genial. Quisiera pedirte un favor. Un gran favor. Y te aseguro que te pagaré muy bien. ¿Puedo verte ahora? Sí, ya sé que te acabo de ver, pero se me ha ocurrido algo que creo que nos va a divertir mucho más… ¿En la sala cinco? De acuerdo. Voy para allá y te explico.

Katy volvió a entrar en el centro social para mayores y preguntó por la sala en la que se encontraba Sigfrido del Río y Villescas. Al principio la recepcionista se mostró un poco reacia a dar ese tipo de información confidencial, pero teniendo en cuenta que la clienta era la mujer de la persona por la que preguntaba, que ambos eran a su vez clientes habituales del centro y que, al parecer, pretendía darle una sorpresa para satisfacer alguna extraña perversión sexual de pareja, optó por decirle dónde se encontraba. Por lo visto, Sigfrido acababa de llegar y estaba esperando el servicio contratado en la sala dos.

—¿Puede pedirle a la chica que tiene asignada que le ate a la cama y abandone la habitación durante un par de minutos? —preguntó Katy a la recepcionista.

—Veré qué puedo hacer —dijo esta antes de hacer una llamada.

Segundos después Katy entraba por la puerta secreta de la capilla y se dirigía con paso decidido hasta la sala en la que estaba Lucy. Si para Sigfrido todo eso del aborto libre siempre había sido cosa de feministas aburridas o de mujeres obsesionadas con defender la vida de un feto cualquiera, desde aquel día trataría de demostrarle que debía tomarse ese asunto como algo prioritario. Aún recordaba la conversación mantenida con Sigfrido semanas atrás mientras desayunaban.

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