Felipe Corrochano Figueira - Tiempos felices

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Esta historia comienza en la finca de los del Río y Villescas, una de las familias más influyentes del país, y más concretamente después de que su cabeza de familia, Jimena del Río y Villescas, octogenaria y, en opinión de sus hijos, al borde de la demencia, decidiera contraer matrimonio con su enfermero. Será en ese momento cuando Horacio, director de un periódico, y Sigfrido, político del partido conservador, verán peligrar la herencia e intentarán por todos los medios encauzar la situación.Tiempos felices es una obra que refleja la constante lucha por la supervivencia de unos personajes que, como cualquiera de nosotros, tratarán de abrirse paso a través de la espesura salvaje de una sociedad que nos pone a prueba a cada instante, aunque para lograrlo haya que aferrarse a los instintos más primitivos o incluso perder la cordura en el difícil y tortuoso camino. Sálvese quien pueda.

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—Pero si es mi je…

—Los cojones.

E interrumpió la conversación colgando bruscamente el auricular. A los pocos segundos una llamada se repetía por la línea uno. El inspector observó el teclado un instante. Esta vez no iba a arriesgarse. Tras convencerse de que lo mejor era no tocar nada y limitarse a descolgar el teléfono, se puso el auricular en la oreja y esperó a que alguien hablara.

—¿Inspector Tempranillos? —Escuchó decir a una voz al otro lado.

—Serranillos, si no le importa —quiso corregirle el inspector—. Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle?

—Me llamo Horacio del Río y Villescas.

Durante unos segundos el silencio envolvió la conversación y el inspector interpretó dicho vacío como una forma que su interlocutor tenía de hacerse notar. Al parecer, esperaba que él supiera valorar la dimensión del personaje y hasta el posible motivo de la llamada. Y todo ello al mismo tiempo. Ya le había sucedido otras veces con anterioridad, pero en aquella ocasión no le apetecía hacer un ejercicio de memoria. Villescas, Villescas, repitió mentalmente. El caso es que aquel apellido le resultaba familiar. Illescas sí. Era un pueblo o algo por el estilo. Pero ese Villescas…

—Encantado —dijo con naturalidad. Lo mejor en esos casos era mostrar una actitud prudente y, sobre todo, no dejarse impresionar—. Yo me llamo…

—Sí, ya sé cómo se llama —le interrumpió Horacio.

El inspector respiró profundamente. Si había algo que odiaba era ser interrumpido cuando tenía la palabra.

—Tengo algo importante que contarle —prosiguió Horacio—. Algo que no puedo hacer por aquí. ¿Tiene idea de un sitio discreto donde podamos hablar?

—Verá, comprendo su preocupación y, aunque desconozco la gravedad del asunto, debo recordarle que el procedimiento habitual es…

—Ya sé cuál es el procedimiento habitual, por el amor de Dios —volvió a interrumpirle Horacio, esta vez empleando mayor vehemencia en el tono—. Pero este asunto, como usted lo llama, es muy delicado. Nadie debe saber nada. Nadie, salvo usted, por supuesto.

Dejando a un lado el hecho de que aquel capullo había cogido la costumbre de dejarle con la palabra en la boca y que si insistía en hacerlo acabaría por mandarlo a hacer puñetas, lo cierto era que tanto misterio no le gustaba nada. El inspector Serranillos guardó silencio unos segundos mientras apretaba el botón de presión retráctil de su bolígrafo.

—¿Cómo ha dicho que se llama? —preguntó en un intento por saber algo más de la persona que requería sus servicios con tanta emergencia y que se atrevía a dirigirse a él como si fuese su superior.

—Horacio del Río y Villescas. Soy el director de El Nacional e hijo de Jimena del Río y Villescas, dueña de la famosa ganadería los Pesadumbres. Mi hermano es el diputado Sigfrido…

—Del Río y Villescas. Sí, lo he captado —interrumpió esta vez el inspector, cansado de la obsesión que mostraba ese hombre por mencionar su apellido—. De acuerdo, ya me hago una idea —dijo, tratando de ganar tiempo para entender algo—. Sin embargo, no sé para qué quiere usted verme en otro sitio que no sea, por ejemplo, mi despacho. Le aseguro que es un sitio muy discreto, siempre que no le dé por gritar, claro.

—Le agradezco el ofrecimiento —comentó Horacio, bajando el tono autoritario—, pero, créame, usted es inspector y yo periodista, aparte de ser más o menos conocido a nivel social. Ya sabe lo que son las habladurías. Por eso insisto en poder verle en un terreno, digamos, neutral.

¿Neutral?, se preguntó el inspector, que por un momento pensó en la posibilidad de que le estuviera ofreciendo firmar la paz de algún país de Oriente Medio. El asunto parecía complicarse según avanzaba la conversación, pero a pesar de no estar convencido del todo acabó aceptando negociar un encuentro privado.

—Está bien. ¿Qué sugiere?

—¿Qué le parece el cementerio de Belmonte?

—El cemen…

—Sí, lo sé. No es el lugar más adecuado para tener una reunión. Sin embargo, dadas las circunstancias…

Mientras Horacio le hablaba, el inspector analizaba el ofrecimiento. Desde luego, tenía que reconocer que el sitio resultaba de lo más discreto y silencioso. Era prácticamente imposible que alguien se fijara en ellos. Después concretaron la hora. Sería a las tres de la tarde.

—Quisiera que comenzara la investigación cuanto antes —añadió Horacio.

—¿La investigación? —repitió el inspector, incrédulo. Podía soportar que le interrumpiera cuando hablaba, pero decirle cuándo debía comenzar una investigación policial era ir demasiado lejos—. ¿No cree que eso debo decidirlo yo?

—Naturalmente, inspector —admitió Horacio—. Pero cuando escuche lo que tengo que contarle usted mismo querrá empezar a trabajar en ello. Créame.

Era la segunda vez que el inspector Serranillos escuchaba esa última palabra. Y viniendo de alguien que quería verle en un cementerio no parecía ser la manera más apropiada de ganarse su confianza. Aun así, volvió a ceder y aceptó la propuesta.

—Pero le aviso de que iré acompañado —dijo como única condición.

—Muy prudente por su parte —comentó Horacio, mostrando ahora una actitud mucho más comprensiva—. De hecho, lo prefiero. Siempre que sea de su entera confianza, por supuesto.

El inspector pensó que, aparte de su aparente incapacidad para hacerse respetar, también debía consentir que un desconocido pusiera en duda su habilidad a la hora de escoger a sus hombres de confianza. Genial. Estuvo a punto de decirle que se presentaría en el cementerio con un equipo completo de periodistas y que pediría que levantaran un escenario sobre la tumba de algún antepasado que llevara su ilustre apellido.

—Desde luego. No se preocupe —acabó diciendo antes de despedirse y colgar el teléfono.

Su mente se quedó en blanco durante unos minutos. Si un personaje importante como el director de un periódico quería verle a solas es que habría descubierto algún asunto turbio, probablemente un escándalo de corrupción o algo similar, que le había obligado a tener que recurrir a la policía para que esta actuara sobre el terreno.

Luego llamó a su secretaria, se levantó de la silla y buscó la pelota de goma para continuar jugando al frontón. Debía distraerse y evitar precipitarse en las conclusiones. Cuando Juliana entró en el despacho, el inspector le pidió que localizara al agente Miranda y que se presentara ante él lo antes posible. El agente Miranda era el hombre adecuado para acompañarle.

8

Horacio se sentía satisfecho en cuanto acabó la conversación con el inspector. El muy idiota había aceptado entrar en su juego y eso iba a facilitarle mucho las cosas. A algunos policías les gustaba percibir el inconfundible aroma del chivatazo. Hacía que se sintieran importantes ante la posibilidad de poder conseguir un ascenso gracias a sus contactos o a la información privilegiada. Por eso los periodistas solían tener amistades en la policía y, de la misma manera, estos trataban de llevarse bien con ellos. De modo que, una vez que el pez había atrapado el anzuelo, el siguiente paso consistía en hablar con Anselmo para que le hiciera un nuevo favor. Debía coger el cadáver de Orlando, el cual había estado a punto de convertirse en cenizas de no haberle avisado antes, y llevarlo hasta la habitación de su hija. Ahora que su madre sabía lo que había sucedido con su joven prometido, daría una vuelta de tuerca a su muerte y trataría de que no hubiese ninguna investigación, que era lo que sucedería si denunciaba su presunta desaparición.

Aún tenía tiempo de sobra para atar algunos flecos. Primero hablaría con su hija e intentaría convencerla de que necesitaba su ayuda para resolver una complicación que afectaba a toda la familia en su conjunto. Supuso que no sería difícil. Clarisa, la niña de sus ojos, pese a que la niña ya contaba con veinte años, era sin duda lo más importante de su vida. Su muñequita de algodón, como le gustaba llamarla, aunque fuese en público. Daba igual lo mayor que se hiciera; para Horacio siempre seguiría siendo su pequeño ángel celestial, además de ser la única hija que había tenido en sus más de veinte años de tedioso matrimonio. Quizá por eso la idolatrara hasta el punto de verla como una especie de querubín caído del cielo para enamorar al mundo con su resplandeciente sonrisa y esa mirada tierna que le otorgaba un aire de santidad, propiciada por una bendición celestial que solo estaba al alcance de los elegidos.

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