Felipe Corrochano Figueira - Tiempos felices

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Esta historia comienza en la finca de los del Río y Villescas, una de las familias más influyentes del país, y más concretamente después de que su cabeza de familia, Jimena del Río y Villescas, octogenaria y, en opinión de sus hijos, al borde de la demencia, decidiera contraer matrimonio con su enfermero. Será en ese momento cuando Horacio, director de un periódico, y Sigfrido, político del partido conservador, verán peligrar la herencia e intentarán por todos los medios encauzar la situación.Tiempos felices es una obra que refleja la constante lucha por la supervivencia de unos personajes que, como cualquiera de nosotros, tratarán de abrirse paso a través de la espesura salvaje de una sociedad que nos pone a prueba a cada instante, aunque para lograrlo haya que aferrarse a los instintos más primitivos o incluso perder la cordura en el difícil y tortuoso camino. Sálvese quien pueda.

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Tras lograr zafarse de todos los invitados y llegar al recibidor, echó un vistazo al cartel donde se anunciaba el nombre del difunto y confirmó lo que ya se temía. Por si acaso, siguió disimulando sentirse muy abatido hasta llegar a la sala contigua. Miró el pequeño cartelito y leyó, esta vez sí, el nombre de su padre. Después giró sobre sus talones, titubeó un momento y, cuando estuvo seguro de que nadie se fijaba en él, apoyó la espalda en la puerta del velatorio que le correspondía y la empujó. Una vez en su interior, comprobó que estaba solo, lo que le sirvió para darse cuenta de que aquel silencio era mucho más apropiado. Allí no había nadie, salvo él y el cadáver que yacía al final de la estancia. El inspector Serranillos avanzó con paso inseguro hasta situarse frente al cristal y observó un instante el rostro blanquecino de su padre. Nadie se había preocupado de adornar el pequeño habitáculo con una corona de flores. De hecho, ni siquiera veía flores de plástico. La imagen explicaba por sí sola la clase de vida que había querido llevar siempre. Tacaño, egocéntrico, estricto en sus propias costumbres y en cómo debían ser las de los demás y sin preocuparse nunca de otra cosa que no fueran sus latas de cerveza, su sillón y su partido de fútbol. Su padre vivió de forma simple y murió con la misma simpleza. Al menos había que concederle el honor de haber tenido cierta coherencia hasta el final.

—Viejo cabrón —murmuró el inspector, situado de pie frente a aquel semblante que nunca tuvo mayor expresividad de la que ahora tenía dentro del cajón mortuorio.

Casi al mismo tiempo vio aparecer a cuatro hombres que no parecían haberse percatado de su presencia y fueron directamente a retirar el ataúd. Cuando se dieron cuenta de que aún había alguien en la sala velando por el alma del fallecido se quedaron paralizados y algo sonrojados.

—Lo siento, señor —trató de disculparse uno de ellos—. Pensábamos que no había nadie.

El inspector los miró con rostro serio. Después les hizo un gesto para restar importancia al asunto y les dijo que continuaran con su tarea. Segundos más tarde, ya sin el cadáver de su padre delante, miró absorto el hueco dejado por el ataúd, agachó la cabeza y la ocultó entre sus manos. Cualquiera que hubiese entrado en la sala justo en ese momento se habría encontrado con la figura de un hombre que debía estar llorando la pérdida de un ser querido, pero en cuanto se hubiese acercado unos pasos habría llegado a una conclusión muy diferente. Porque el inspector Serranillos estaba llorando, sí, aunque no de tristeza. Acababa de darle un ataque de risa.

4

En una estación del metro de Madrid había alguien que no tenía ningún motivo para echarse a reír en aquel momento. Más bien estaba empezando a perder la paciencia mientras hablaba por teléfono.

—Pero ¿qué me estás contando? —decía, tratando de no levantar demasiado la voz—. ¿Cómo que yo…? ¿Y tú qué sabrás…? Además… ¿Qué? Venga ya, tú no estás bien. Claro que no… Joder, pues porque no… Ah, ¿y yo sí? Yo tengo que adivinar las cosas y tú… Vaya, no me digas… Pues ahora me entero… ¿De qué? ¿Qué quieres decir con que…? El que está harto soy yo, bonita… ¿Tiempo? ¿Que necesitas tiempo para aclararte? Pero si lo que me estás diciendo ya suena muy claro… Sí, lo que pasa es que… Lo que pasa… ¿Me dejas hablar? Lo que pasa… Lo que… ¿En serio? ¿Lo dices en serio? ¡Pues a tomar por culo!

Y tras decir esto lanzó el móvil con fuerza a las vías del tren, dejando perplejos a los muchos testigos que esperaban en ambos andenes. Casi sin pensárselo, y dándose cuenta de lo que acababa de hacer, decidió que debía recuperar lo que quedara del teléfono. Por eso se lanzó a las vías entre gritos de asombro y sorpresa justo en el momento en que un tren estaba llegando a la estación. Al menos había logrado salvar la tarjeta donde se guardaban los números antes de cruzar las líneas de ferrocarril y alcanzar el otro extremo para ponerse a salvo. Esto no le evitó tener que recibir la reprimenda de algunos viajeros y, sobre todo, de los miembros de seguridad, que lo escoltaron hasta la salida.

Pero a Sebastian Gifterberg no le importaban las broncas que pudiera recibir. Su pensamiento estaba en la tarjeta que guardaba en su puño. Para él resultaba vital no haber perdido los contactos porque entre ellos no solo se encontraba el número de quien había sido su novia hasta hacía unos minutos, sino también el de otras futuribles novias. Aunque de nada servía tener otras opciones si todas ellas eran iguales o peores a la que acababa de terminar. El dilema de Gifterberg consistía en dar con la mujer adecuada. Y estaba claro que la adecuada no existía más que en su idealizada imaginación. Fuera de ella solo había pequeños fragmentos de un puzle cuyas piezas no encajarían nunca. Y allí, sentado en el banco de un parque, empezó a cavilar acerca de las vicisitudes amorosas y sobre sus infinitas complejidades. Para Gif —diminutivo al que se había acostumbrado debido a las dificultades que tenían los españoles a la hora de pronunciar su apellido—, el amor era una especie de ideal caballeresco que estaba condenado a desaparecer en aquellos tiempos modernos donde, según su particular punto de vista, una y otra vez solía ser confundido con toda clase de sentimientos contradictorios que poco o nada tenían que ver con él. Su experiencia amorosa había sido siempre un choque frontal entre su realidad y la realidad imperante o, más concretamente, la de las mujeres. Porque todas las que habían pasado por su vida, y debía reconocer que el número total no era reducido, parecían haberse puesto de acuerdo en ese punto. Por regla general, sus relaciones no lograban extenderse en el tiempo más de lo que Gif tardaba en convencerse de que la soltería era el mejor modo de vida, algo que, curiosamente, anticipaba el comienzo de una nueva relación amorosa. Dichas uniones mantenían una misma estructura sentimental y un mismo proceso evolutivo. El campo de batalla era la cama, raras veces en un coche y casi nunca en público, a no ser que la urgencia le condujera irremediablemente hasta ese extremo. Luego aparecía el frenesí; después, la voluptuosidad de las caricias, las cuales despojaban de toda vergüenza los deseos más ocultos y donde los besos eran las palabras desbocadas que alcanzaban un límite incierto en cuanto a su descontrolada elocuencia. Cuando la batalla tocaba a su fin surgía el amanecer acompañado de una taza de café y los perezosos bostezos. Ese era el momento en que Gif, recordando el ardor nocturno con una sonrisa, saludaba al amor de su vida mientras ella le devolvía la sonrisa al amor de una noche. Solo entonces se daba cuenta de que el déjà vu había vuelto a repetirse. «Ella aparecerá cuando menos lo esperes», solían decirle sus agradecidas amantes para consolarlo mientras se lo quitaban de encima. Porque a pesar de las incontables decepciones y de que sus expectativas de comenzar un nuevo noviazgo no duraban más que un par de horas, Gif no se rendía. Solo una vez se le ocurrió cambiar su actitud romántica con las mujeres. Pero aquello había resultado ser un experimento desastroso. Y se dio cuenta de ello mientras iba camino de la comisaría tras haber provocado una sonora discusión en plena madrugada, cuando decidió entrar en el juego del hombre despiadado y reprochó a su joven amante el haber fingido un orgasmo, ignorando los arañazos en su propia espalda, que le impedirían tumbarse boca arriba durante varios días.

En cualquier caso, la sensación de que era él quien sufría los abusos por parte de las mujeres le acosaba constantemente y hacía que se sintiera utilizado de un modo permanente. De hecho, tenía la desagradable impresión de que la vida le había castigado para que experimentara en sí mismo el clásico estereotipo femenino de ser las sufridoras e ingratas amantes que debían soportar con firme estoicismo el trato egoísta de los hombres.

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