Felipe Corrochano Figueira - Tiempos felices

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Esta historia comienza en la finca de los del Río y Villescas, una de las familias más influyentes del país, y más concretamente después de que su cabeza de familia, Jimena del Río y Villescas, octogenaria y, en opinión de sus hijos, al borde de la demencia, decidiera contraer matrimonio con su enfermero. Será en ese momento cuando Horacio, director de un periódico, y Sigfrido, político del partido conservador, verán peligrar la herencia e intentarán por todos los medios encauzar la situación.Tiempos felices es una obra que refleja la constante lucha por la supervivencia de unos personajes que, como cualquiera de nosotros, tratarán de abrirse paso a través de la espesura salvaje de una sociedad que nos pone a prueba a cada instante, aunque para lograrlo haya que aferrarse a los instintos más primitivos o incluso perder la cordura en el difícil y tortuoso camino. Sálvese quien pueda.

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El inspector Serranillos se sentía triste por no sentir tristeza. Rodeado de tanta gente, tanta lágrima y tanto pañuelo pegado a la nariz, tenía la incómoda sensación de que era precisamente él, su propio hijo, el que menos dolor demostraba ante la pérdida. Y en cambio no dejaba de preguntarse a qué venía aquel escenario tan dramático. Al fin y al cabo, su padre jamás había movido un dedo por nadie. Si hubiese sabido en qué consistía eso de la empatía es muy probable que la hubiese usado como bolsa de basura. Dar cariño no fue nunca su cualidad más destacable. Su madre podía dar un testimonio fidedigno al respecto. De ella siempre pensó que había muerto de pena. Aunque el informe médico indicaba un prematuro ataque al corazón, el inspector sospechaba que el aburrimiento había sido la principal causa de su muerte. Estaba convencido de que su padre había perpetrado el crimen perfecto. Un asesinato indirecto y sin usar otra arma que no fuera la anodina vida en la que su madre se sumergió tras haberse casado con él. Recordaba aquella vez en que, al preguntarle a su madre sobre qué podía haber visto de interesante en un hombre tan feo, barrigón y torpe como ese, recibió una respuesta igual de desapasionada que el matrimonio que habían compartido durante más de treinta años. «Nada, hijo. Absolutamente nada», le dijo mientras hacía una tortilla francesa con ánimo desganado. Y el secreto de ese «nada», si es que había algún secreto —y era evidente que, cuando menos, debía de existir un pequeño enigma, aunque solo fuera del tamaño de un guisante—, se lo llevó con ella a la tumba, dentro de la cual el inspector estaba convencido de que llevaría una existencia mucho más activa y dinámica de la que había llevado en vida. Y fue justo ese mismo día, el del entierro de su madre, cuando también pasó sus últimas horas junto a su padre. El destino tenía esas paradojas, pensaba el inspector, sentado frente al ataúd que acompañaría al cementerio poco después. Porque, a pesar de ser un ateo convencido, el inspector también era un firme defensor de concederle a la divinidad una duda razonable, lo que podría definirse como ser un ateo lo suficientemente precavido.

Al pensar en esto y en lo feo que había sido su padre en vida, en contraste con el atractivo que mostraba una vez muerto, el inspector Serranillos no pudo contener una sonrisa ahogada. Un trabajo de maquillaje post mortem excepcional, desde luego. Y volvió a soltar otra sonrisita ahogada, consiguiendo atraer la atención de una mujer que lloraba a su lado. ¿Qué podía hacer si le estaba dando la risa frente al arrebatador cadáver de su padre? Él tenía más derecho que nadie a reírse cuanto quisiera de un cabronazo con mayúsculas como aquel. No porque hubiese muerto dejaba de ser menos cabronazo. Al pan, pan, y al vino, vino. Era así de sencillo. Además, a lo mal padre que había sido (siempre recordándole lo torpe que era en los estudios, lo torpe que era en las actividades deportivas, lo torpe que demostraba ser en los juegos de mesa —hasta los quince años siguió pensando que el número uno de las cartas en la baraja española indicaba que era la menos importante—, insistiendo una y otra vez en que nunca sería alguien importante debido a su natural torpeza, tratando de despojarle de cualquier atisbo de autoestima; sumiéndole, en definitiva, en una constante depresión que le acompañó durante gran parte de su compleja adolescencia) había que sumarle el hecho de que el muy hijo de puta se fuera al otro barrio dejándole a deber más de cincuenta mil euros, que tuvo a bien invertir en un piso de mierda de un barrio de mierda, situado en una mierda de calle de Madrid y que, por supuesto, había tenido el detalle de dejarle en herencia para que su hijo tuviera que seguir pagando la jodida hipoteca. Este tipo de detalles eran los que desconocía toda aquella buena gente. Y le habría encantado poner un cartel en la entrada del velatorio que contase sus lindezas por si a alguien le quedaba alguna duda de que el hombre al que lloraban y que yacía al otro lado del cristal era en realidad y sin la menor vacilación un auténtico cabronazo. Aunque tal vez estuviera a tiempo de que lo añadieran al epitafio de su tumba. Sí, y adornarlo de paso con luces de colores para que se viera más claramente desde la distancia.

El inspector tuvo que hacer un alto en sus agitados pensamientos y respiró hondo. Empezaba a notar cómo la sangre hervía por sus venas. Debía relajarse. Luego volvió a observar a las personas que le rodeaban. Allí seguían todos, incluidos los de la puñetera tuna. ¿Y si les pedía que se animaran a tocar una canción? Una de las suyas, quizá un «canta y no llores», por ejemplo. Venía que ni pintada para esa ocasión. Entonces el inspector se animó con otra risita ahogada. Tenía que admitir que había algo de teatralidad cómica en aquella sala, no solo por los tunos. También por los cuchicheos, por la patética imagen que daban todos yendo a un velatorio tan emperifollados, algunos incluso orgullosos de haber acudido con traje de etiqueta. Y más allá, en el rincón opuesto, un grupo de jóvenes daban la nota pintoresca habiéndose presentado con un par de minis que sujetaban despreocupadamente en sus manos, ignorando que el lugar era el menos indicado para realizar un botellón. Llegó a preguntarse de qué zoo se habrían escapado y, lo más inquietante, en qué línea de parentesco familiar estarían respecto a él. También vio a dos mujeres de aspecto siniestro deambulando por la sala, arrastrando sus maletas mientras saludaban a la gente. Al parecer se llamaban tía Marta y tía Luisa, según pudo escuchar el inspector, y acababan de llegar desde Santander en un viaje realizado en autobús, cuyos asientos, en opinión de la primera, no eran todo lo cómodos que deberían ser teniendo en cuenta el precio de los billetes.

En su conjunto estaba claro que había razones de sobra para echarse a reír y hasta le extrañaba que nadie lo estuviera haciendo ya. Tal vez por eso el inspector Serranillos se levantó de su asiento e hizo un amago de retirada. Si no salía de allí cuanto antes le daría un ataque de risa. Pero justo en ese momento alguien lo cogió del brazo y lo frenó en seco. Cuando giró la cabeza y se encontró con una mujer de avanzada edad que no le llegaba ni a la altura del pecho —y eso que él no era demasiado alto— tuvo que agachar la cabeza para escuchar lo que la señora estaba murmurando.

—Perdón, ¿cómo dice? —preguntó el inspector.

—Digo que si es usted amigo de mi marido.

Entonces el inspector lanzó una mirada al cadáver y después volvió a mirar a la señora. ¿Amigo? ¿Marido? Eran dos palabras que unidas en una misma frase generaban cierto desconcierto si eran dirigidas a él en aquella situación. No tenían sentido. Tal vez fuese una chalada, pensó. Una de tantas que le rodeaban. A no ser que… El inspector levantó la ceja una vez más, miró de forma alternativa a la señora y al cadáver y, de pronto, una idea atravesó su mente a toda prisa, situándose al borde del abismo de la lógica más evidente. Durante unos segundos contempló a los invitados con un renovado punto de vista. Bien, no cabía duda. Ahora sí encajaba todo. Ahora sí podía tener sentido aquel río de lágrimas y el número tan elevado de personas congregadas dentro y fuera de la sala. Al inspector no le quedó más remedio que admitir que se había equivocado de velatorio.

—Amigo, solo amigo —le dijo a la señora antes de expresarle sus indoloras condolencias, fingiendo estar emocionado, gracias a lo cual pudo justificar su rápida despedida.

En su particular huida por escapar de aquel terrible malentendido tuvo que abrirse paso entre los tunos, quienes le asediaron a abrazos, insistiéndole en que se quedara hasta que terminara el homenaje que le estaban haciendo al que había sido su compañero más veterano.

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