Felipe Corrochano Figueira - Tiempos felices

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Esta historia comienza en la finca de los del Río y Villescas, una de las familias más influyentes del país, y más concretamente después de que su cabeza de familia, Jimena del Río y Villescas, octogenaria y, en opinión de sus hijos, al borde de la demencia, decidiera contraer matrimonio con su enfermero. Será en ese momento cuando Horacio, director de un periódico, y Sigfrido, político del partido conservador, verán peligrar la herencia e intentarán por todos los medios encauzar la situación.Tiempos felices es una obra que refleja la constante lucha por la supervivencia de unos personajes que, como cualquiera de nosotros, tratarán de abrirse paso a través de la espesura salvaje de una sociedad que nos pone a prueba a cada instante, aunque para lograrlo haya que aferrarse a los instintos más primitivos o incluso perder la cordura en el difícil y tortuoso camino. Sálvese quien pueda.

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La aportación personal de Ricardo del Río y Villescas a la consolidación del nuevo régimen le otorgó un prestigio que situaría el apellido familiar en lo más alto de la jerarquía aristocrática, de la que no se movería hasta el presente. Solo la muerte del general Francisco Franco y el posterior golpe de Estado trajeron alguna incertidumbre a la flexibilidad ideológica de Ricardo, quien tras la llegada del nuevo sistema democrático no supo si seguir siendo un ferviente protector de la anterior dictadura o pasar a ser un reconocido defensor de la nueva monarquía reformista que apoyaba, como no podía ser de otra forma, a los nuevos partidos políticos emergentes. Cuando cayó el intento de golpe de Estado, Ricardo se convenció a sí mismo de que, siendo ya un hombre de avanzada edad, aunque aún con la suficiente agilidad mental como para afrontar una nueva transmutación ideológica, debía abrazar la nueva situación política del país y adaptarse nuevamente a los tiempos si no quería poner en peligro los logros conseguidos. Así fue como Ricardo se convirtió en uno de los firmantes de la Constitución española, poniendo un especial empeño en cerrar viejas heridas e insistiendo particularmente en que no tenía ningún sentido hurgar en el pasado, en que era necesario mirar hacia adelante y en que había que educar a las nuevas generaciones de españoles en la creencia de que mirar hacia atrás llevaría a la nación a caer en los mismos errores que tanto daño habían causado ya al país. Este oportuno talante pacífico le llevó a ocupar altos cargos de gobierno durante un par de años, hasta que un inesperado ataque al corazón las malas lenguas culparon al excesivo ardor amoroso de una de las prostitutas a las que solía acudir con frecuencia le llevó a ocupar el panteón familiar de una manera permanente.

Tuvo que ser su hermana pequeña, Jimena del Río y Villescas, quien se vio obligada a ocupar el hueco dejado por su primogénito muy a su pesar, pues ella había preferido siempre situarse en un segundo plano. Jimena se convirtió de esa forma en la segunda mujer de la familia encargada de dirigir sus designios y su llegada no trajo cambios significativos en las expectativas de un linaje que para entonces ya gozaba de una solidez pétrea. Lo que sí hizo fue mantener, consolidar y fomentar la afición que sus ascendientes habían demostrado tener, desde los primeros Del Río y Villescas, por el intercambio de fluidos corporales con personas del sexo opuesto. Esta sospecha hereditaria recayó sobre Jimena al poco tiempo de saberse que su marido había quedado tetrapléjico para el resto de su vida después de que una maceta se desprendiera del balcón y cayera sobre su cabeza justo cuando él se disponía a entrar en su casa. Un accidente fortuito y que, además, causó en Jimena una profunda desolación al admitir que ella había sido testigo del fatal desenlace por encontrarse tomando el sol en el balcón contiguo. Teniendo en cuenta que este hecho tuvo lugar una semana después de haberse casado con él y que supuso que a partir de ese momento el infeliz de su marido contara con una invalidez del ochenta por ciento de su cuerpo, lo que le impedía mantener cualquier tipo de relación sexual con su esposa, comenzó a extenderse el rumor sobre ciertos aspectos de la vida personal de Jimena que pudieran explicar sus dos milagrosos embarazos. En ambas ocasiones ella aseguró que su marido aún contaba con la hombría necesaria y que todo lo demás eran habladurías a las que no había que hacer demasiado caso. Sin embargo, eso no explicaba por qué el segundo embarazo se produjo tras el fallecimiento de su esposo, el cual sufrió un nuevo accidente al despeñarse por un barranco cuando paseaba junto a Jimena. En este caso la policía no supo explicar qué pudo haber impulsado la silla de ruedas para que alcanzara los cincuenta kilómetros por hora en una pendiente que terminaba justo donde comenzaba un precipicio de más de cien metros de altura.

Para los hijos de Jimena del Río y Villescas siempre había resultado complicado tener que enfrentarse a la cuestión de su paternidad. Quizá no tanto para Horacio, el hermano mayor, pero sí para Sigfrido, el segundo en nacer y quien tuvo que aceptar el curioso paralelismo entre el ADN de su padre y el de alguno de la docena de hombres que habían estado trabajando para él entre médicos, enfermeros y masajistas. Profesionales que, naturalmente, fueron contratados por Jimena para que su marido recibiera todos los cuidados necesarios. El delicado asunto de la paternidad siguió siempre presente, si bien ninguno de sus hijos se atrevió nunca a preguntarle directamente a ella y las dudas acabaron desplomándose dentro del pozo de los temas familiares que no debían ser tratados. Desde el punto de vista afectivo, esto generó en el ánimo de Sigfrido cierto desasosiego paternal, lo que le llevó a aceptar finalmente la opción del embarazo milagroso antes que otras posibilidades mucho más traumáticas.

De modo que en la finca de los Del Río y Villescas las cosas estaban relativamente ordenadas. Horacio dirigía un importante periódico de tirada nacional que llevaba el mismo nombre, El Nacional. Sigfrido, por su parte, se había licenciado en Economía, era ambicioso y además pertenecía a una de las familias más influyentes del país, situándolo como uno de los personajes más destacados en las filas del partido con-servador y a su vez en la política española, sobre todo tras conseguir un sillón en el Congreso de los Diputados.

Para Jimena del Río y Villescas, en cambio, las cosas eran bien distintas. Era una mujer pragmática y su única preocupación consistía en sacar el mejor provecho posible del mucho tiempo libre del que disponía. El tiempo era precisamente su mayor obsesión. Mantenía una batalla abierta contra él y su lucha consistía en tratar de evitar a toda costa que su aspecto físico se deteriorara. Ya se había sometido a varias operaciones de cirugía a lo largo de su vida, según pensaba ella para conservar su belleza primigenia. Una belleza que siempre había impresionado a los hombres, muchos de los cuales se mostraban intimidados cuando se encontraban a solas frente a ella. Era la misma impresión que causaba a su cirujano cada vez que acudía a su consulta y que le había llevado en diversas ocasiones a tener que replantearse el sentido de todos los años de carrera y a valorar seriamente su prematura jubilación. Y es que Jimena, a sus ochenta y dos años, a primera vista podía aparentar ser mucho más joven, pero debía ser una primera vista lejana porque cuando alguien se acercaba a ella a menos de dos metros de distancia descubría con cierto horror contenido un rostro desigual, cuyas variaciones faciales habían sido tan constantes que resultaba difícil distinguir cuál de los rasgos no había sido corregido o modificado por las manos del cirujano. Pero Jimena no solo necesitaba mejorar los aspectos faciales; también quiso cambiar algunas partes de su cuerpo, el cual sufrió una extraña transformación que la convirtió en una especie de barbie octogenaria. Y este término era el más adecuado para definir el aspecto externo que acabaría teniendo Jimena. De hecho, el doctor Pertierra, el cirujano encargado de ensalzar y aumentar el volumen de sus pechos, había sufrido tras la operación un impacto emocional de tal envergadura que se vio obligado a regresar a la medicina forense antes que volver a realizar una nueva cirugía a Jimena del Río y Villescas.

En cualquier caso, Jimena tenía una opinión bien distinta de sí misma y siempre interpretó el rechazo masculino hacia ella como una lógica muestra de respeto, directamente relacionada con la importancia de la familia a la que representaba, y no como la lógica reacción de quienes pensaban que mantener algún tipo de relación carnal con una momia era más propio de personas cuyas perversiones sexuales debían de situarse al borde de la demencia. Por eso para Jimena el poder no era una ventaja en ese sentido, sino un lastre, una dificultad añadida a la hora de intimar con los hombres. Esta dificultad la llevó a tener que ingeniar métodos más sofisticados que el de la seducción física para poder seguir alimentando su voraz apetito. Y, puesto que sus encantos físicos estaban siempre solapados por su posición social, opinión que el sexo masculino no compartía, Jimena había ideado una técnica muy eficaz, que consistía en mezclar pequeñas dosis de tranquilizantes con estimuladores sexuales, creando una sustancia líquida de lo más original que, oportunamente administrada en las bebidas o en casos muy excepcionales de forma intravenosa, conseguía debilitar la resistencia de los objetos de deseo mientras ella daba rienda suelta a sus múltiples fantasías. Era consciente de que el tiempo jugaba en su contra y de que ya no podía andarse con los típicos rodeos de la juventud, cuando había que respetar unas normas de cortesía antes de llegar al éxtasis amoroso.

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