Felipe Corrochano Figueira - Tiempos felices

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Esta historia comienza en la finca de los del Río y Villescas, una de las familias más influyentes del país, y más concretamente después de que su cabeza de familia, Jimena del Río y Villescas, octogenaria y, en opinión de sus hijos, al borde de la demencia, decidiera contraer matrimonio con su enfermero. Será en ese momento cuando Horacio, director de un periódico, y Sigfrido, político del partido conservador, verán peligrar la herencia e intentarán por todos los medios encauzar la situación.Tiempos felices es una obra que refleja la constante lucha por la supervivencia de unos personajes que, como cualquiera de nosotros, tratarán de abrirse paso a través de la espesura salvaje de una sociedad que nos pone a prueba a cada instante, aunque para lograrlo haya que aferrarse a los instintos más primitivos o incluso perder la cordura en el difícil y tortuoso camino. Sálvese quien pueda.

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—A que no eres capaz de acertar con esa liebre de allí —retó de pronto a Orlando, quien jamás en su vida había disparado un arma. A continuación le prestó su escopeta y le ayudó a colocarla adecuadamente—. Culata bien pegada al hombro y firmeza en la sujeción. Esa es la clave, muchacho.

—Pero es que yo no he disparado nunca, mire usté. Y no me gusta ir por ahí disparando a animalitos.

—Vamos, vamos —insistió Horacio—. Ahora que vas a ser parte de la familia debes ir aprendiendo a manejarte en una de nuestras costumbres más frecuentes. Los Del Río y Villescas tenemos fama de ser buenos tiradores.

—Pues vale, pero es que yo… —Orlando se interrumpió a sí mismo tras disparar el arma por error. La bala impactó contra el suelo muchos metros más allá y levantó una pequeña nube de polvo.

—No está nada mal —mintió Horacio—. Creo que le has dado de lleno. ¿Puedes ir a comprobarlo?

Orlando le devolvió la escopeta a regañadientes y fue a hacer lo que le había pedido. No era partidario de la caza. Eso de matar animales por placer le daba pena. Mientras bajaba por el terraplén y caminaba hasta el lugar del impacto no dejó de quejarse y expresar su contrariedad hacia unas costumbres tan crueles. Detrás de él, Horacio cargaba su arma al mismo tiempo que defendía la existencia de la cinegética.

—Es muy útil, amigo mío. Sobre todo en estos casos —decía al mismo tiempo que sujetaba la escopeta y afinaba la puntería.

—Pues no lo entiendo, mire usté. Esto es un juidero. Y además aquí no hay nada. Al final me voy a quillar con esta vaina y…

Pero Orlando no pudo terminar la frase. Horacio había vuelto a acertar con un objetivo en movimiento, aunque este caminara sobre dos patas.

—Buen disparo, señor —dijo Anselmo, observando el cuerpo abatido.

—Gracias. Tenía que hacerlo. No soportaba eso de la jodida vaina.

—Yo tampoco, señor —se sinceró su ayudante.

Tras un rato de silencio, ambos vieron que Orlando se estaba arrastrando pesadamente por el suelo. Horacio hizo una mueca de desagrado antes de volver a apuntar y a disparar por segunda vez.

—A mi hermano le habría bastado con un solo disparo —dijo lamentándose—. Y probablemente a mi hija también.

—Es posible, señor —se limitó a decir Anselmo en un tono relajado.

—¿Tienes hora? —le preguntó Horacio.

—Doce y cuarto, señor.

—Bien, encárgate del vainas ese. Yo iré a ver a mi madre.

—¿Le hago desaparecer por completo? —quiso saber Anselmo.

—Por completo, desde luego —le pidió Horacio. Denunciaré su desaparición antes de que alguien lo eche de menos, aunque lo dudo.

—Excelente idea, señor.

—Gracias, Anselmo. No sé qué haría yo sin ti.

Y acto seguido Horacio, fiel al particular estilo que su familia había tenido siempre para solucionar los problemas, dio media vuelta y marchó en dirección a la mansión de los Del Río y Villescas con el alivio que suponía haber resuelto una dificultad como aquella de forma exitosa.

3

El inspector Serranillos había pasado una mala noche. Otra más. Y el hecho de haber tenido que madrugar tanto para emprender un largo viaje no mejoraba las cosas. Era un fastidio, sin duda. Tal vez fuese ese el motivo de que al llegar a su destino se sintiera tan sorprendido. Había esperado encontrarse con un par de personas nada más, pero allí había decenas, tal vez más de un centenar. Y eso que era la antesala. Cuando entró a la sala principal comprobó que el número sobrepasaba con creces cualquier expectativa. ¿Cómo era posible? ¿De dónde había salido tanta gente? Sin poder salir de su asombro, el inspector avanzó discretamente, esquivando a hombres y mujeres de edades muy dispares. También se topó con algún que otro niño despistado que trataba de encontrar a sus padres entre aquel bosque de piernas. Cuando logró atravesar la sala y se situó frente al ojo de buey, contempló durante unos segundos aquella imagen fantasmagórica. Antes de que los recuerdos comenzaran a fluir en su cabeza, notó que alguien le tocaba el hombro. Un hombre se había situado a su lado. Después, sin poder contener las lágrimas, se echó a sus brazos y prorrumpió en un sonoro sollozo, lo que atrajo la atención de los demás. El inspector se vio rodeado de pronto de gente que no conocía de nada, pero, contra todo pronóstico, ellos sí parecían conocerle a él, a juzgar por los abrazos y la sinceridad que mostraban al estrecharle la mano para darle el pésame. Durante unos minutos se encontró a sí mismo prestando sus hombros a varias personas al mismo tiempo, intentando consolarlas de la mejor manera posible pese a que no era capaz de reconocer a nadie. Para el inspector fue todo un descubrimiento recibir tanto apoyo inesperado. Se sentía algo abrumado. Hasta ese día el único abrazo que había recibido, sin contar los puramente formales que tenían que ver con las felicitaciones por su ascenso en el Cuerpo Nacional de Policía, solía ser el que cada noche le daba a su almohada. Por eso, ante la falta de práctica, se limitó a dar pequeños golpecitos en la espalda de quienes se acercaban hasta él para presentarle sus respetos. Era, de hecho, lo mismo que le hacía a su almohada antes de irse a dormir.

Tras lograr un respiro en el asedio al que estaba siendo sometido, el inspector Serranillos aprovechó para sentarse frente al ojo de buey y echar un rápido vistazo a su entorno. La profunda tristeza en la que estaba sumida la mayor parte de los asistentes era notable. Luego volvió la vista hacia el cristal y arqueó una ceja. No podía creer que aquel cabronazo hubiese dejado tantos corazones rotos. Su padre podía ser cualquier cosa, y a él no se le ocurría decir ninguna buena, pero lo conocía lo suficiente como para saber que la única huella que era capaz de dejar en los demás se debía a las generosas propinas con las que solía premiar a los camareros de los restaurantes que visitaba. No recordaba un nivel de generosidad en su padre que superara ese. En cualquier caso, hacía ya muchos años que no sabía nada de él. Alrededor de diez, si la memoria no le fallaba. Durante todo ese tiempo podría haber cambiado lo suficiente como para que en el día de su adiós se hubiesen congregado alrededor de su lecho de muerte tal cantidad de personas. Era una posibilidad remota. Si bien el inspector, volviendo a repasar aquellos rostros apesadumbrados, seguía sin reconocer a nadie. Allí no había ni un pariente cercano, lejano o mediano. Por si eso fuera poco, sus dos únicos tíos habían muerto hace tiempo y dudaba de que alguien proveniente de esa parte de la familia pudiera estar presente, salvo para asegurarse de que, en efecto, había acompañado a sus dos hermanos en su viaje al más allá. Tenían cuentas pendientes y nunca mejor dicho, pues su padre se había llevado la mejor parte de la herencia familiar tras el fallecimiento de sus abuelos y siempre circuló la sospecha de que hubo algún tipo de manipulación en los papeles notariales.

Por otra parte, ¿qué cojones hacía allí una tuna? El inspector Serranillos acababa de ver a unos cuantos hombres vestidos de tal guisa unos metros más allá. ¿Acaso su padre, al borde de la locura, había dedicado el último tramo de su vida a ser tunero o como coño se llamasen? Aquello sí que le dejó desconcertado. Primero porque su padre nunca fue capaz de manejar otro instrumento que no fuera la pandereta y segundo porque, al menos hasta donde llegaba su conocimiento, mantuvo siempre una particular obsesión por no aparecer en público más de lo estrictamente necesario. La tuna no encajaba en absoluto con la forma de ser de su padre. De hecho, no encajaba con nadie, ni siquiera con su único hijo. Aunque, viendo tal cantidad de gente, el inspector llegó a pensar que el viejo cabrón había estado llevando una doble vida a espaldas de su difunta esposa. Esa podía ser una teoría. Sin embargo, la descartó de inmediato. Su padre no tenía tantas luces. Y no es que engañar o llevar una segunda vida en paralelo fuese solo cosa de personas inteligentes, pero es que su padre tampoco era habilidoso y para mentir había que tener al menos cierta picardía. Él lo sabía mejor que nadie. Llevaba ejerciendo de inspector policial desde hacía más de una década. Lo suficiente como para saber algo del oficio y para detectar los perfiles psicológicos que eran más propensos a caer en ese tipo de comportamientos duales. No, su padre había sido siempre un tipo de lo más ordinario. Y ahora que lo observaba allí, amortajado, no parecía ni siquiera eso. Estaba blanco como la cera, como uno de tantos cadáveres a los que se había acostumbrado a ver en su día a día.

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