Felipe Corrochano Figueira - Tiempos felices

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Esta historia comienza en la finca de los del Río y Villescas, una de las familias más influyentes del país, y más concretamente después de que su cabeza de familia, Jimena del Río y Villescas, octogenaria y, en opinión de sus hijos, al borde de la demencia, decidiera contraer matrimonio con su enfermero. Será en ese momento cuando Horacio, director de un periódico, y Sigfrido, político del partido conservador, verán peligrar la herencia e intentarán por todos los medios encauzar la situación.Tiempos felices es una obra que refleja la constante lucha por la supervivencia de unos personajes que, como cualquiera de nosotros, tratarán de abrirse paso a través de la espesura salvaje de una sociedad que nos pone a prueba a cada instante, aunque para lograrlo haya que aferrarse a los instintos más primitivos o incluso perder la cordura en el difícil y tortuoso camino. Sálvese quien pueda.

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La mujer de Sigfrido se estaba desesperando por momentos. Presa de la ira, pegó un puntapié a la papelera y la mandó al otro lado del despacho. Pensaba decirle un par de cosas al inútil de su marido en cuanto lo viera. Pero antes tenía que desahogarse de alguna forma. Necesitaba soltar adrenalina y escribir no servía de nada. Por eso se levantó de un brinco, cogió el bolso, las llaves de su coche y, hecha un basilisco, atravesó la oficina sin hacer caso de quienes pretendían hablar con ella. Luego llegó hasta su coche, un poderoso Cadillac Escalade negro recién comprado, cerró la puerta con un estrépito que hizo retumbar el interior del vehículo y se dirigió al único lugar donde podía descargar toda su furia, el centro social para mayores.

6

Horacio no tenía más remedio que contarle a su madre aquella versión de los hechos. No es que fuese muy creíble, pero al menos era la menos fantasiosa. Que Orlando hubiese decidido volver a su país al no verse con la fuerza necesaria para poder soportar la presión social a la que estaría sometido tras la boda, junto con el terror que sentía cuando pensaba en lo poco que iba a poder disfrutar en compañía de su amada octogenaria, si es que el curso de la naturaleza no variaba, no parecía ser una historia demasiado ficticia o exagerada. Al menos su madre daba la impresión de haber picado el anzuelo. Al principio le había costado un poco aceptar que no volvería a ver a su joven prometido, pero al final no tuvo más remedio que admitir que uno de sus temores acababa de hacerse realidad. Esperaba que un muchacho de veinticinco años de edad se echara atrás en el último momento. Era, de hecho, lo más lógico. Horacio pensaba de la misma manera y su madre se limitaba a asentir mientras él le hablaba.

—Le ofreciste tu corazón y él prefirió aceptar una oferta para regresar a su país. Fue muy ingrato por su parte, mamá.

Y Jimena del Río y Villescas seguía asintiendo. Pensaba en lo mucho que echaría de menos aquellos momentos de recalcitrante romanticismo, en sus deliciosos masajes y en ese acento latino que tanto la fascinaba. Por otra parte, habría que empezar a buscar un nuevo enfermero y esa idea la excitaba. La novedad de tener otro amante —aunque muy probablemente tendría que volver a ser un amante narcotizado— siempre resultaba estimulante. Pese a que solo Orlando había sido capaz de contribuir de una manera consciente a sus expectativas amorosas, el hecho de no estar comprometida, aunque esto nunca fue un impedimento para Jimena, volvía a darle la posibilidad de sondear el mercado masculino en busca de excitantes novedades. Mientras tanto, debía conformarse con los cuidados de Mildrec, su asistenta, la cual podría ser muy habilidosa en cualquier tarea doméstica, pero jamás lograría satisfacer ciertos aspectos básicos de su vida. Algo que sí lograba el equipo de seguridad contratado para proteger la mansión y que estaba formado por tres corpulentos y atractivos hombres. Era el momento de retomar algunas de las viejas costumbres, se dijo mientras contemplaba a su hijo.

Tras unos minutos de silencio, en los que Horacio empezó a preocuparse al ver que su madre no dejaba de asentir con la cabeza, decidió que tal vez lo mejor era dejarla a solas con sus reflexiones. De modo que caminó sigilosamente hasta la puerta y, antes de abandonar el salón, le comentó que si necesitaba algo estaría en su despacho realizando algunas gestiones.

—Horas —dijo de pronto Jimena. Horacio se giró y la miró un instante.

—¿Sí?

—Supongo que denunciarás la desaparición.

Su hijo no supo qué contestar. A continuación bajó la mirada e hizo una mueca con la boca. Estaba claro que no había conseguido engañarla. Al parecer, su madre seguía conservando cierta lucidez, lo que le llevó a tener que imitarla en el gesto de asentimiento. Eso fue suficiente para Jimena, quien miró a través del cristal de la ventana sin mover una pestaña en cuanto Horacio cerró la puerta y se quedó sola. El estilo familiar no era el de preguntar antes de tomar decisiones y, por mucho que a ella le pesara, su hijo había hecho precisamente lo mismo que cualquier Del Río y Villescas habría llevado a cabo en su lugar, defender su territorio frente a lo que consideraba una amenaza para sus propios intereses. No podía reprocharle nada.

7

Después del entretenido entierro de su padre, donde había estado acompañado del albañil encargado de tapiar el nicho, con el cual había mantenido una conversación muy interesante acerca del cemento blanco y su capacidad para endurecerse en unos pocos minutos, el inspector Serranillos regresó a su despacho para tratar de echarse una siesta. Sin casi haber podido pegar ojo en toda la noche y con un viaje de ida y vuelta tan largo, su capacidad de atención era ligeramente inferior a la normal, y eso que el inspector no se caracterizaba por tener una inteligencia fuera de lo común. Sin embargo, al llegar al despacho su secretaria le esperaba para decirle que acababa de recibir una llamada de alguien importante.

—¿Cómo de importante? —quiso saber el inspector para valorar si podía devolver la llamada más tarde.

—Muy importante —dijo Juliana, poniendo especial énfasis en la primera palabra.

—De acuerdo, luego le llamo.

—Creo que debería hacerlo ya.

—De acuerdo, luego le llamo —repitió el inspector, para quien la importancia de las cosas era en ese momento bastante relativa. Luego entró en el despacho y se meció en la silla durante unos minutos, el tiempo que tardó en darse cuenta de que no podría dormirse mientras aquella llamada urgente estuviera pululando en su mente. ¿Quién podía ser ese tal Horacio del Río y Villescas y para qué necesitaba hablar con él? Aquel nombre le sonaba de algo. Bueno, pues quien quiera que fuese tendría que esperar. Solo necesitaba relajarse unos minutos. Y para ello sacó una pelota de goma de uno de los cajones del escritorio y se puso a jugar con ella al frontón. Era una costumbre a la que recurría cada vez que buscaba despejarse un poco.

Llamada importante por la línea uno, jefe —dijo de pronto su secretaria, entrando en el despacho sin llamar y provocando que el inspector perdiera el control de la pelota y esta acabara chocando contra la lámpara de su mesa.

—¿Cuántas veces tengo que repetirle que no me llame jefe? Y, por cierto, debería ir adquiriendo la costumbre de llamar a la puerta antes de entrar, ¿no le parece?

Después de coger la lámpara del suelo, descolgó el auricular del teléfono e hizo un gesto a Juliana para que le dejara solo. Siempre le había parecido una mujer poco discreta.

—Inspector Serranillos al habla —dijo en un tono pausado para darse mayor importancia—. ¿En qué puedo ayudarle? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Pero al otro lado de la línea no se oía nada. De hecho, se dio cuenta de que en vez de pulsar el botón de la línea uno había pulsado el de finalizar llamada. El inspector bufó, contrariado. Aún no dominaba lo de las tecnologías y aquel aparato que acababan de instalarle tenía tantas teclas que más que un teléfono parecía el jodido teclado de un ordenador.

Juliana, ¿puede devolver la llamada al último número? ¿Juliana? ¿Oiga?

El nombre que busca no está en su agenda. Pruebe a…

El inspector soltó una maldición. En vez de hablar con su secretaria lo estaba haciendo con la opción de marcación por voz. Con lo sencillo que era en sus tiempos llamar a alguien, cuando solo contabas con las teclas de los diez dígitos y una libreta.

—¿Juliana? —dijo, no muy convencido, al pulsar el botón que se suponía que era el correcto.

—¿Jefe?

—¿Puede devolver la llamada al último número antes de que tire este aparato por la ventana? ¡Y no me llame jefe!

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