Antes de todas estas maniobras, Ludmer ha tenido que desactivar la prerrogativa del juicio para determinar qué es “buena” o “mala” literatura. Se trata de un giro de la razón crítica y sus protocolos –obligándose a sí misma, incluso descartando el gusto personal, según dice, ¿para sentirse más contemporánea?–. Ha dejado atrás el tejido “literario” como pertinencia de lo que merece ser apreciado devaluándolo como “culturoso”–un etiquetado que emplea con ánimo de “desenmascaramiento” y que causó y causa irritación–. Porque, ¿no sería esa densidad referencial “literaria” una de las características aún perdurables de la literatura argentina? Es indudable que esta característica, todavía observable, es la que más rápido ha perdido su masa crítica de lectores –en el sentido de una cantidad “necesaria” o funcional para cierto consenso de lectura–. ¿Pero basta ese rasgo para indicar que pertenecen a un pasado anacrónico, que excluiría a esas obras de participar en la fábrica de presente? ¿Por qué no interpretarla como resistencia a la homogeneidad del presente? Por otra parte, ¿cómo es leído –y eventualmente traducido– ese rasgo en otras latitudes, dentro de la misma lengua, sobre todo porque es un rasgo que todavía produce ficción? Y además, ¿debería importarnos ese readership mínimo, vital y móvil cuando un solo lector puede constituir “un mercado”? Como en El árbol de Saussure , la novela “vanguardista” de Libertella. Ese lector, que porta en sus hombros la carga funesiana de la literatura argentina y logra la supervivencia, ¿no se sobreentiende en la obra proliferante de César Aira?: en un panorama superatomizado, una literatura a la carta, una novela para cada lector.
Territorios
Esta sección presenta el corolario de las indagaciones de Josefina Ludmer en el último tramo de su estadía en Yale. Esa cátedra latinoamericana, cuyo alumnado reúne bajo la universidad del imperio a todas las nacionalidades al sur de su frontera, es determinante como escenario de este corpus de narraciones. El recorte de lo global llamado Hispanic , esa categoría inmigratoria, se multiplica en los lectores a los que apela, que también los sobredetermina en sus edades. Entendiendo que esa sí es una división de las más insalvables, recorre todos los artículos la voluntad programática de acercarse a generaciones más jóvenes, en lugar de obligar a estas a atender al maestro. En contraste con sus libros anteriores, en los que examina las literaturas argentina y latinoamericana asumiendo en cada caso el paradigma de un corpus específico y autocontenido, aunque enlazado a postulaciones teóricas, aquí la ambición monográfica se disemina al ensamblar los artículos en favor del panorama regional. En la segunda parte del libro, su lectura toma como unidad la región, inseparable del modo en que la academia estadounidense ha limado las singularidades nacionales volviéndolas no solo comparables sino homogéneas, casi equivalentes. A diferencia de sus libros anteriores, Josefina vuelve no solo a autores vivos; algunos de ellos están al comienzo o en mitad de su ciclo creativo.
Es esta quizá su sección más perfecta, con ensayos independientes que articulan más de una docena de novelas, no para un contracanon, como en El cuerpo del delito, sino anticipando un paisaje de hiperatomización, sujeto a políticas editoriales y maniobras anabólicas de marketing. Héctor Abad Faciolince, Diamela Eltit, Antonio J. Ponte, Mario Bellatin, César Aira, Washington Cucurto son algunos de los autores que perfilan (y literalmente crean en tiempo real) las nuevas coordenadas de la “isla urbana”, en cuya unidad se conectan entre sí todas las nacionalidades. No se trata de una simple metáfora; recibe el tratamiento de una categoría crítica, hecha de subdivisiones topográficas, geopolíticas y de subjetividades que trazan un territorio.
En su visión de las ciudades inminentes, priman estudiosos fundamentales de la urbe globalizada, autores como Saskia Sassen y Mike Davis, entre otros, pero su desafío es articular esas visiones del momento en que se ha consolidado ya ese “planeta de villas miseria” con las ficciones del territorio latinoamericano, el más vasto unificado por una lengua y por circunstancias históricas. Pertenecen al ordenamiento pasado todas “las divisiones y oposiciones tradicionales entre formas nacionales o cosmopolitas, formas del realismo o de la vanguardia, de la ‘literatura pura’ o la ‘literatura social’ o comprometida”. Se han contaminado las identidades literarias, que también eran políticas. Asimismo, como la literatura “ya no es manifestación de identidad nacional” tampoco puede entregar una utopía –aquel documentalismo de lo real en términos ficcionales que denunciaba y/o prefiguraba realidades–, sino apenas adelantar los bordes de cada apartheid. En sus relatos, la isla urbana precipita detalles, pasos y grados de segmentación: sus materiales son lo que por definición quedará fuera de la Historia. Más que como reflejo, define la literatura como oráculo y laboratorio de los acontecimientos.
Es en “Identidades territoriales y fabricación de presente” donde se desarrolla el postulado central. Transitamos la postautonomía. Ludmer pone en esta noción el punto conclusivo de todas las oposiciones y polémicas que dominaron –y ordenaron– la literatura hasta los noventa. Atribuye al período de vigencia de la autonomía la potencia emancipadora y hasta subversiva de la ficción. Dado que se basaba en el postulado, siempre sometido a presiones, de que la “buena literatura” podía arrogarse el derecho de apelar a su propia racionalidad, esta ya no puede ejercer su autarquía ni maniobrar dentro del poder. Ahora el interés –así como en las artes reemplazó la noción de belleza, el interés reemplaza la noción de maestría incluso en el nivel artesanal– ya no está sujeto a una superioridad inmanente de la ficción, sino a su aptitud para conectar con lo real en un modo complementario novedoso, ni puramente ideológico ni ingenuamente documental, bajo el régimen de la realidadficción mencionada. Su capacidad mimética y utópica es desestimada en favor de esta inmediatez y plasticidad para contribuir al torrente de la imaginación pública.
Está implícito en su magnífica lectura de los nuevos tonos antipatrióticos en América latina –entiendo que una de las primeras–, en la que examina un conjunto de novelas que pueden ser leídas como repudio al concepto de literaturas nacionales, en registros por momentos afines a la sátira o a la diatriba, contra el doble estándar de los discursos públicos en la región, independizadas de cualquier forma de corrección política o aspiración ideológica. Son novelas que se proponen narrar lo que consideran incorregible.
En esta serie de Ludmer, los tonos antipatrióticos parecen una progresión de su propia obra, sobre todo de El cuerpo del delito. Estos nuevos “cuentos” de las ideologías nacionales pertenecen a las víctimas éticas, porque para de-sacralizar la patria primero han tenido que liberarse de los imperativos del compromiso político y la utopía, e incluso de la integridad subjetiva. Los tonos antipatrióticos, ese más allá que resistió a las maldiciones, solo son posibles cuando la figura del escritor como intelectual, ligada a las literaturas nacionales en América latina, lleva décadas malversada o extinguida. El escritor ahora puede denostar el propio origen, incurrir en la traición del lengua larga contra el Estado, porque ya no forma parte de ese nosotros. Ha sido excluido u optó por el soliloquio del exilio interior para conservar la integridad lejos de esas coordenadas, refugiándose en una identidad global en la que la extranjería implica un presente intensificado. A cambio del desarraigo, la libertad de esa lengua desatada: un megáfono para las “verdades feas”. Es posible cambiar de nombre –Vega–, como pronto será posible mudar de sexo; la voz ficcional puede construirse de espaldas a la tradición y la utopía.
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